Hubo algo que unió a Conchita Montenegro, Marlene Dietrich y Brigitte Bardot. En principio, fue un personaje de Pierre Louÿs: Concepción Pérez, la sevillana que protagoniza La mujer y el pelele (1898), mi favorita entre las novelas de Louÿs. Hasta la fecha, aunque esta historia ha sido llevada a la pantalla en ocho ocasiones, han sido nueve las actrices que han interpretado el personaje: don Luis Buñuel recurrió a Carole Bouquet y Ángela Molina para recrear a la misma Conchita en las distintas secuencias de Ese oscuro objeto del deseo (1977).
A poco que se observe, y se sepa de la vida privada de las actrices que encarnaron a Concha, se advierte que esa misma pulsión —ese oscuro objeto del deseo, digámoslo evocando el título de don Luis, aunque en su Concha de dos caras no se perciba— pareció inspirar el avatar sentimental del personaje. Tanto Conchita Montenegro como Marlene Dietrich y Brigitte Bardot fueron seductoras heterodoxas y fuera de lo común. De las que, hablando en plata, marcaban el paso a sus amantes. Les une, asimismo, algo mucho más preciso, pero, al tema que nos ocupa, asaz revelador: las tres abandonaron la interpretación cuando consideraron que el ocaso de su belleza había llegado.
Solo para situarnos, en el bien entendido que el esencialismo de género se ha quedado obsoleto y ha sido ampliamente superado por el debate actual —la primera en rebatirlo fue Simone de Beauvoir, quien ya habló del eterno femenino como de un mito patriarcal—, sin embargo, como en los días de gloria de estas tres actrices aún se cifraban los galanteos en torno a ese esencialismo de género, podría decirse que con ellas, el eterno femenino se desquitó del eterno masculino.
Brigitte Bardot es la que me ocupa hoy. Sus iniciales, B.B., bastaban para referirla en el imago mundi de los años 50 y 60 como uno de los mayores mitos eróticos. Seductora de seductores —fue la primera mujer que cantó Je t’aime moi non plus junto a Serge Gainsbourg, estando aún casada con el playboy millonario Gunter Sachs—, en el fondo, se interpretó a sí misma en todas sus recreaciones de coquetas. No hubo otra como ella para expresar el nuevo desparpajo con el que los jóvenes más procaces y avanzados de los 50 afrontaron la sexualidad.
Siendo su vida sentimental del dominio público merced a la difusión que le daba la crónica social, podemos decir que en el ámbito privado era igual que esas seductoras a las que daba vida en la pantalla. Cuando estaba en Saint-Tropez, prestos a fotografiarla con el nuevo “solo somos buenos amigos”, siempre tenía a los fotógrafos de guardia a las puertas de La Madriguera, su residencia en esta alegre villa, que ella, en gran medida, convirtió en uno de los enclaves punteros de la Costa Azul. Sí señor, en Brigitte Bardot parecía latir la misma pulsión que en doña Concepción Pérez.
Pierre Louÿs, afecto a los parnasianos y a los simbolistas, autor de versos obscenos, sicalípticos, hasta en su lecho de muerte, fue uno de los asesores franceses con los que contó Oscar Wilde cuando escribió Salomé (1891). Pero su Conchita se queda muy lejana de la Lady Windermere del abanico, protagonista del más célebre de los dramas de Wilde. Concha, que también se la llama en alguna de esas ocho películas, que hasta la fecha han llevado su historia a la pantalla, está mucho más cerca de la Carmen de Merimée, e incluso de las cuatro majas que mantean al pelele en el cartón para tapiz al que da título la marioneta que ocupó a Goya entre 1791 y 1792. Y no es porque todas ellas sean españolas —según veían a nuestras compatriotas quienes decían que África acababa en los Pirineos, entiéndase—, sino por esa pulsión fatal que parece latir en esas mujeres, de sentimientos tan arrebatados que morían y mataban por amor.
En realidad, la Conchita de Brigitte Bardot se llamaba Eva. Julien Duvivier, quien en 1959 se convirtió en el quinto adaptador de Louÿs, hizo que el personaje fuera hija de un francés exiliado en Sevilla por motivos políticos. Instalado en Andalucía se había casado con una española y su hija era Eva, Brigitte Bardot, una hermosa sevillana con aspecto de francesa que tiene en el baile flamenco su mayor aspiración. Cuando Matteo Díaz (Antonio Vilar), queda perdidamente enamorado de Eva, la joven lo humillará reiteradamente. Hasta que Díaz renuncia a su esposa, una mujer que, además de ser inmensamente rica, está postrada en una silla de ruedas, responde al nombre de María José y está incorporada por Españita Cortez. Y entonces, cuando ha dejado a Díaz hundido en la miseria económica y moral, Eva se entrega a él.
Cuatro décadas después de que diera por terminada su carrera en 1974 —nada más cumplir 40 años—, despidiéndose con un desnudo integral para la revista Playboy, puede decirse que Brigitte Bardot pasó por el cine —y por la historia del amado siglo XX— como una estrella fugaz. Desarrollada en 20 años, su filmografía se inició en 1952 de la mano de Jean Boyer en Le trou normand. Pero fue su primer marido, el realizador Roger Vadim, quien la dirigió en Y Dios creó la mujer (1956), el que hizo de ella el mayor mito erótico de su tiempo. Sin olvidar al coreógrafo ruso Boris Knyazev, cuyas severas enseñanzas terminaron modelando la memorable forma de andar de nuestra actriz, uno de los pilares de su magnetismo. La danza fue su primera vocación y la canción —durante todos los años 60 grabó discos que se alzaban en las listas de éxitos—, su actividad paralela. De hecho, fue una de las introductoras en Francia de la bossa-nova y con Gainsbourg, con quien también tuvo una historia, hizo duetos en varias de las canciones del álbum que el gran Serge le dedicó: Initials B.B. (1968). Con Sacha Distel, con quien también tuvo amoríos, grabó Le soleil de ma vie, versión francesa de You are the sunshine of my life (1973), uno de los grandes éxitos de Stevie Wonder.
Musa del cine de qualité —Si Versalles pudiera hablar (Sacha Guitry, 1954), Las maniobras del amor (René Clair, 1955), En caso de desgracia (Claude Autant-Lara, 1958), La verdad (Henry-Georges Clouzot, 1960)…— en esa pantalla clásica francesa, “el cine de papá”, que lo llamó el gran Truffaut, si la cinta era de ambientación contemporánea, siempre incorporó a un prototipo: el de la joven rebelde a la manera de Saint-Germain-des-Pres, liberadísima sexualmente hablando. Sin embargo, ser la muchacha favorita del cine de papá, aunque la Nouvelle Vague surgió contra esa pantalla, no le impidió a Brigitte Bardot representar el ideal femenino del nuevo cine francés.
Nacida en París en 1934, aunque en 1949 ya era modelo de la revista Elle, la primera vocación de la mujer cuyo busto habría de inspirar el de Marianne —la efigie misma de la República Francesa— fue la danza. Atendiendo a ella se matricula en el Conservatorio de París a la vez que sigue unos cursos de Kiniazeff. No obstante, intuyendo que su futuro está en la interpretación, asiste a las clases que imparte René Simon.
Ya actriz destacada en las primeras cintas en las que participa, antes de protagonizar Y Dios creó la mujer ha intervenido en quince producciones. Pero será dando vida a la Juliette Hardy de esta última donde los cinéfilos, con los de Cahiers du Cinéma a la cabeza, la convierten en el mito que habría de ser hasta el final de su carrera. Su fotogenia, su anatomía perfecta, su aspecto de mujer niña y su desparpajo, hacen de B.B. la primera musa de la Nouvelle Vague. La fama internacional de la actriz —en Estados Unidos llegó a ser la francesa más conocida— contribuye decisivamente a la difusión de la nueva pantalla de su país.
Sin embargo, amén de sus dos colaboraciones con Godard —El desprecio (1963) y Masculin-femenin (1966)— sólo inspira a uno de los precursores —Louis Malle— en Vida privada (1961), Viva María (1965) y William Wilson, el episodio de Malle incluido en la impagable Historias extraordinarias (1968).
Ya retirada en Saint-Tropez, se convirtió en una de las primeras adalides de la causa animalista y de la extrema derecha gala. Su cuarto marido, Bernard d’Ormale fue asesor de Jean-Marie Le Pen y Brigitte Bardot nunca ocultó sus simpatías por el fundador del Frente Nacional. De su hija, Marine Le Pen, dice que es la nueva Juana de Arco. Abiertamente en contra de la islamización de Francia, ha sido condenada hasta en cinco ocasiones por incitación al odio racial.
Yo prefiero recordarla en cierta secuencia de El bulevar del ron (Christian-Jaque, 1971). Aquella en la que, mientras se hunde el barco a bordo del cual navegaba y los tiburones hacen círculos en torno al naufragio dispuestos a devorarla, Brigitte Bardot se agarra al mástil y espera la muerte cantando Plaisir d’ amour: Plaisir d’amour ne dure qu’un moment, / Chagrin d’amour dure toute la vie.
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