Escribía Edu Galán hace un par de semanas en ABC Cultural una columna sobre lo esclavizados que están, en la actualidad, la mayoría de los artistas, y hacía un llamamiento, quizá a esos mismos artistas agazapados en sus creaciones y sus cuevas, laboratorios, mejor dicho, de experimentación y creación, ante la necesidad de —cito textualmente—: «valientes —fracasos económicos, seguro— que afronten la responsabilidad del artista: que abandonen este presente ansioso, servil, obsesionado por la pasta y la fama efímera…». Y todo porque, según Galán, en el presente que nos apremia existe un desmesurado desprecio ante el artista y la creciente deriva de la esclavitud a la que están sometidos cuando toman la decisión de sacar adelante un proyecto, pero los productores, las editoriales o incluso las casas discográficas no hacen sino cortarles las alas, limitarlos y censurarlos. Obligarles, a su manera, a seguir una directriz, una moda o, sencillamente, ceñirse a los deseos, opiniones, gustos y juicios de estos. Bien, he decir que, en parte, estoy de acuerdo con Galán. ¡Claro que necesitamos valientes! Pero, seamos realistas, no es fácil la vida del artista. Y menos aún en este país donde existe ya no sólo desprecio, sino, directamente, pasotismo e indiferencia ante cualquier manifestación artística que valga verdaderamente la pena. Conozco demasiados casos cercanos de fracasos artísticos, de intentonas que dinamitan las ganas y los sueños de uno; que minan la moral hasta el punto de plantearse si tiene algún sentido seguir viviendo así o si no sería mejor quitarse la vida. Con esto no me estoy refiriendo al cliché llamado “mal del artista” —escritor, músico o pintor—, tan propenso a la maldición de su condición: caer en la más absoluta depresión, vicio o adicción. Lo que trato de decir es que, la mayoría de las veces, el problema que tiene el artista, sin ser un desquiciado-esquizofrénico-bipolar-trastornado que no tiene por qué meterse nada, ni tiene intención de hacerlo por mucho que le ofrezcan bandejas de plata con la más alta calidad de polvos del mercado (que en comparación con los mágicos y anti gravedad de Campanilla los de ésta quedan reducidos a lo que realmente son: la más pura fantasía ficticia-infantil, propia del Disney de los años 50), es ser más proclive a endeudarse hasta las cejas, y pedir créditos a diestro y siniestro para costearse una educación artística o llevar a cabo la realización de su proyecto. E invierte y deposita no sólo sus ahorros, también su tiempo, su entusiasmo y su fe —firme creencia— en aquello que más le llena. Lejos de ser un pasatiempo, un capricho o, peor todavía, una “tontería que se le ha metido a ‘mi marido’, a ‘mi mujer’, a ‘mi hijo’, a ‘mi amigo’… ¡Bah! Ya se le pasará” (máximas, por otro lado, que los negacionistas, terraplanistas y terroristas del Arte defienden), en verdad es lo más sagrado, noble y digno del ser humano. En este caso, del artista. Pues, léanlo bien, el artista verdadero, el auténtico, se desvive por lo que hace. Sabedor del poder que tiene, del don y el talento con el que ha sido bendecido, y que se le ha concedido, no prostituye su arte. Y mucho menos consiente ningún abuso o esclavitud de este. De hecho, en caso de duda, jamás lo haría. Jamás. Al verdadero artista, insisto, pese a acumular llamadas pérdidas, y pilas y pilas de cartas del banco, del seguro, del alquiler o de la hipoteca, le importan un carajo el dinero y “este presente ansioso, servil, obsesionado por la pasta y la fama efímera”, como dice Galán. Aunque roce la depresión, aunque los pensamientos sobre ponerle fin y remedio a su vida martilleen su cerebro día y noche; aunque se pase más de un año escribiendo, componiendo, ideando, sin cobrar un puñetero y mísero duro; aunque le digan “deberías escribir diferente porque así no ganas nada”, “vas a ser un pobre toda tu vida”, “¿no sería mejor que escribieras para el público normal, corriente y simple? Más que nada para que no tengan que pensar” o “rebaja un poco, ¿no? Que a veces te pasas de intensito”, el artista sigue y seguirá en sus trece, porque es consciente, plenamente, de lo que el Arte —en cualquiera de sus expresiones— le hace sentir. Esas palabras, sentimiento y emoción en estado puro, demasiado profundas, que no hacen sino taladrar y enquistar su alma hasta que reúne el coraje suficiente como para arrancárselas, una a una, aun acabando desgarrado y ensangrentado una vez puesto el punto final al proceso; una vez haya rellenado la página en blanco. O esa melodía que nadie oye ni escucha salvo él. Que se convierte en una obsesión y le hace ver un teclado en cualquier superficie, posar sus dedos y empezar a componer dibujando los pentagramas y las notas que el trance le proporciona sobre el techo, la mesa o la pared. Y sonríe y llora ante su visión platónica, ante su obra. Todo el que pasara a su lado lo tacharía de loco, pero lo que está experimentando y sintiendo ese músico en concreto, con la piel tan erizada que al mínimo roce externo, pincha y daña, es el orgasmo y éxtasis más elevado en cuanto a invención y creación absoluta se refiere. O esos trazos que a ojos del necio e invidente, carente de sensibilidad, apenas distinguirá unos brochazos sin sentido como los de Pollock, en lugar de hallar en lienzo la historia, armonía y composición que esconde cada color y cada línea, sin olvidar la elección del pincel y el grosor de los pelos concienzudamente escogidos para describir el mundo y la realidad tal y como lo percibe el que firma. No se equivoquen, el único presente que le importa al artista es este: el presente creativo, hacia el que siente una fecunda ansiedad productiva e inspiradora. Y pocos, muy pocos, son los artistas escogidos que tienen el valor de embarcarse en semejante propósito y sacrificio, de convivir con ello y arriesgarse a perder algo por el camino o, a cambio, por haber escogido esa vida. Y todo por el miedo y las dudas que, como la oscuridad, a veces aterran y otras asaltan. Por haber tomado la ruta clara, marcada y definida, en lugar de la incierta y misteriosa deriva. No. No es nada fácil ser un artista sometido a un continuo y exacerbado examen consigo y con los demás.
Por otro lado, si le sirve de consuelo tanto a Galán como a cualquiera que en este instante me esté leyendo, el artista es, por naturaleza, un ser atemporal. Una persona que no tiene miedo de escarbar en el pasado, sea éste el propio o el de la Humanidad, a pesar de encontrarse con hechos e historias que le hagan replantearse la condición y superioridad que, gracias a la razón, el intelecto y la consciencia, posee el ser humano. A pesar de sentir vergüenza por lo que ha sido, por los errores cometidos, e incluso por haber seguido y escuchado su instinto cuando otros le recomendaron hacer lo contrario. Pero de la misma forma que el artista tiene la osadía de encarar el pasado, también la tiene para afrontar el futuro. Para tentarse, ponerse a prueba y adelantarse. Para dar un salto de años, siglos o eras. El artista es un inconformista inmerso en una continua retrogradación y proyección que únicamente se sirve del presente para pasar a la acción y encontrar su propia redención. No como sus opositores, los falsos artistas que buscan la fama a toda costa. Loqueros y enfermos impostores que sufren el síndrome hasta el tuétano como consecuencia de su falsedad e hipocresía, pues, no lo olviden, también pululan demasiados artistas de pacotilla que no dudan en pisotear y atravesar cualquier aro que se les ponga por delante con tal de copar portadas y recibir premios aun pagando y comprando al personal para ello. Son estos los chupópteros de la creatividad y de la pieza original, lo que explica su afán por copiar e imitar atribuyéndose el mérito, mientras denuestan y silencian la brillantez, el duende o el genio de quien ha nacido con el verdadero poder. Les encanta ser pirañas y quimeras que alimentan y colman las tripas orondas de algunas plataformas henchidas de la más absoluta mediocridad. Y beben de subvenciones que no merecen, y aceptan sobornos y se sustentan por ser hijo, hermano o vecino de…
Es tarea de todos aprender a identificar y diferenciar a los artistas verdaderos que no sólo dan su vida por el Arte, sino que encuentran en él su razón de ser y de existir. Artistas cuyo templo de oración es una sala de cine, de música, de teatro o de exposición, y su credo la obra que se esté representando. Artistas que propugnan el arte puro, sagrado, que transmite y hace sentir. Ese arte que vibra y trastoca y te convierte en otra persona, en alguien mejor. Ese arte que está vivo y habla por sí. Y eso es lo que necesitamos: arte y artistas que sean testigos del verdadero para convertirse en herencia.
He aquí mi manifiesto. Nada más que añadir.
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