En un lugar de Castilla, de cuyo nombre jamás podré olvidarme, hice uno de los primeros «bolos» de mi vida. Para los legos del mundanal ámbito literario, les aclararé que se trata de uno de esos encuentros a los que a veces somos convocados los escritores. A veces nos llega la invitación a través de la editorial, a veces a nuestras propias redes sociales o a los correos de nuestras webs. En ocasiones, nos cuelan una tarjeta detallando las bondades del evento en cuestión en una firma de libros. Los caminos de la literatura, como los del Señor, son inescrutables.
Al principio de mi andadura como escritora me pareció rarísimo cómo se desarrollaba el oficio. Aquel peregrinar por librerías, pueblos y ciudades. ¿Qué se codiciaba, la palabra del escritor, su firma? Me parecía extraño que no tuviese más peso la historia, el libro en sí mismo. El autor no tenía porqué ser una persona interesante ni de conversación fluida. Pero entendí pronto el reclamo, la excusa para convocar y vender el material, que era de lo que se trataba. Ya sé, ya sé lo que me van a decir: también es importante el encuentro, la sociabilización de la palabra. No saben lo satisfactorio que ha sido para mí, de hecho, acudir a villas perdidas en el mapa para hacer clubs de lectura y comprobar cómo estos reclamos habían logrado unir en animado debate a sus habitantes, que por fin se saludaban por las calles tras conocerse gracias a los libros.
Sin embargo, no es posible para ningún escritor acudir en su calidad de vende-pócimas a todos los pueblos, ciudades y encantadoras villas que se cruzan en el camino. En muchas ocasiones quien «invita» se limita a eso, a reclamarte «por si vas a pasar por la ciudad». Como si el viaje, el hotel y la comida fuesen gratis. Como si tu tiempo fuese un regalo y no fuese a extinguirse nunca. También existe un nutrido grupo de festivales y eventos que invitan a autores costeando el traslado y el alojamiento, pero sin honorarios. Muchos carecen de presupuesto y suponen un soporte cultural impagable para la ciudad donde se encuentran, pero otros —unos cuantos— son creados a base de subvenciones que no pagan a los autores invitados, pero sí opíparas cenas y comidas a los organizadores y allegados. En otras ocasiones, te invitan para compartir escenario con otros dos o tres escritores con el objetivo de mantener una charla sobre los asuntos más típicos que puedan imaginar. Algunas de estas conversaciones son interesantes, pero cuando los encuentros implican largos viajes —dos aviones ida y dos de vuelta y/o AVE—, así como dormir fuera de casa, resulta un poco desconcertante semejante despliegue para haber podido hablar solo quince minutos, al tener que compartir ese pequeño rato —no suele exceder de una hora u hora y media— con otros compañeros.
Y no me entiendan mal: el que escribe sabe de su enorme fortuna cuando lo convocan a encuentros literarios; somos muchos y de alguna forma debemos poder darnos a conocer. Seguiremos haciendo lo posible por vender nuestras pócimas, tan queridas y trabajadas, y por acudir allá donde se nos reclame, aunque el presupuesto cultural de los ayuntamientos siga siendo muy superior —y hablo de comparaciones estratosféricas— para conciertos musicales que para literatura. Sin embargo, amables lectores, sean indulgentes cuando no podamos acudir a tal o cual evento: mantener el equilibrio entre la creación y el viaje constante que tan bien se dibuja en la novela de El médico no es fácil. Cuando se niega la asistencia no es por soberbia, sino por tiempo. Por encaminar los pasos hacia la criatura de papel, y no hacia los flashes ni a veces sorprendentes reconocimientos. El verdadero esfuerzo del escritor está en no defraudar, en volcar con honestidad absoluta toda la pócima en cada página, para que cuando el lector abra el libro se encuentre una aventura, un sueño y un espejo.
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