Foto de portada: Sergio Parra
El joven asesor cultural del gobierno de Salvador Allende, de visita en la casa de descanso del presidente de Chile, espera audiencia mientras curiosea los cuadros en la recepción. De pronto, observa un AK-47 expuesto en una vitrina con una inscripción en la culata: «A Salvador, de su compañero de armas, Fidel». Y entonces Ariel Dorfman escucha una voz conocida: «¿Te gustaría cogerlo?». El asesor titubea, agarra el arma y el miedo debe reflejarse en su mirada, porque entonces Allende exclama: «Esperemos que se quede aquí. Pero pronto lo sabremos, ¿verdad?».
Ariel Dorfman nació en Buenos Aires en 1942 aunque muy pronto su familia se instaló en Chile. Dramaturgo y escritor, fue también compañero de viaje de la vía chilena al socialismo encarnada por el gobierno de Unidad Popular presidido por Allende, que resistiría mil días antes de ser tumbado a sangre y fuego por los milicos. Logró entonces huir de su país y, con el tiempo, convertirse en una de las más respetadas voces internacionales en la defensa de los derechos humanos. En su obra La muerte y la doncella, adaptada más tarde al cine por Roman Polanski, concentró todo el horror de los miles de torturados y desaparecidos tras los golpes de estado de Chile, Uruguay o Argentina. Ahora, en su último libro, dobla la apuesta. Porque Ariel Dorfman, a sus 81 años, no sólo ha escrito una novela torrencial e hipnótica, una intriga política apasionante en la que enjuicia sin contemplaciones su propia vida, sino que además tiende un puente entre los terribles hechos ocurridos hace medio siglo y la amenaza actual que el cambio climático cierne sobre nosotros.
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—He leído que Allende y el museo del suicidio es el libro de su vida. ¿Es así?
—Es el siempre generoso Javier Cercas el que se ha referido así a mi nueva novela, y me ha gustado porque es, en efecto, un libro que contiene mi vida real e histórica (aunque en clave de ficción) y, a la vez, un libro culminante de mi quehacer literario, porque no creo que vaya a superarlo.
—¿Cuál es su génesis?
—Podría aventurarse, entonces, que se gestó a lo largo de esa existencia, tanto vital como literaria, pero para ser más exactos me ha ido rondando la idea de un personaje que iba a retornar a Chile a investigar la muerte de Allende (¿lo mataron o se suicidó?) desde que la democracia retornó a mi país en 1990. Desde ese momento ya era posible ocuparse de las figuras legendarias y los mitos, cosa que era más difícil hacer desde el exilio y durante la dictadura. Pasarían treinta años antes de que descubriera cómo narrarla. Pero no hubiera escrito la novela si, simultáneamente, no hubiese estado obsesionado por otro tipo de suicidio: el que la humanidad está cometiendo al destruir apocalípticamente nuestro clima. Es una obsesión con que cargo al otro protagonista, un billonario llamado Joseph Hortha que para despertar a nuestra especie de su ceguera quiere construir un gigantesco y delirante Museo del Suicidio. Sólo pude empezar a escribir cuando comprendí cómo ligar estas dos formas posibles del suicidio.
—Se cumplen 50 años después del golpe de Pinochet que derrocó al gobierno de Allende pero, ¿no tiene la sensación de que ha pasado mucho más? ¿No ha convertido la aceleración histórica lo ocurrido entonces en una suerte de mundo perdido?
—La novela está habitada por la tristeza por ese mundo perdido y la necesidad de recuperar tanto la experiencia gloriosa de la revolución pacífica de Allende como los dolores de la dictadura. La historia puede acelerarse, pero para quienes vivieron esos años la memoria sigue viva, las heridas abiertas. En parte escribo este libro para hacer de puente hacia el futuro, hacia las generaciones más jóvenes y las que vendrán, para que no haya olvido. Y la ficción sirve particularmente para eso: nos emociona, muchas veces, un personaje inventado más que los seres de carne y hueso que nos rodean. Y nos acordamos de ellos siempre. Ojalá suceda con los míos.
—Advierte que todos los personajes de la novela son ficticios, «incluso aquellos que, como el autor y su familia y amigos, están tomados de la vida real y existen de forma fehaciente e histórica». ¿Qué aporta la «ficción» a una historia tan «real»?
—Dice Novalis, en un epígrafe que reproduzco, que «la novela surge de las deficiencias de la historia». Al ficcionalizar esta historia, incluyéndome a mí mismo, pude escarbar en situaciones que hubiera sido imposible abordar de haberme ceñido a la facticidad. Hortha y el ficticio “Ariel”, por ejemplo, presencian, desde un escondite, la exhumación del cadáver de Allende, una situación que ningún periodista pudo haber reportado, porque se llevó cabo en el secreto más absoluto. La novela está llena de similares circunstancias, todas ellas sumamente verosímiles. Me gusta que, en un libro donde se trata de yuxtaponer diferentes interpretaciones acerca de la muerte de Allende, y lo difícil que es desentrañar los misterios del pasado, que los lectores se encontraran con un autor y un narrador que son ambos unos mentirosos, que juegan con lo real y lo ficticio. Reducir mi libro a un thriller (aunque es un thriller también) es no hacerle justicia, pues es a la vez una exploración de nuestra precaria condición humana contemporánea en que la verdad se esconde bajo capas de tergiversaciones.
—Separemos pues realidad y ficción. Su novela fantasea sobre lo ocurrido aquella mañana en el Palacio de la Moneda, pero me gustaría preguntarle ahora por su convicción personal como testigo de todo aquello. ¿Allende se mató o lo mataron?
—La novela ofrece la respuesta, y los lectores tendrán que formarse su propia opinión. Sería injusto que las convicciones del autor menoscabaran lo que deciden sus personajes, que tienen, después de todo, dignidad y disponen de bastante autonomía.
—¿Cuál cree que fue el mayor error de Salvador Allende?
—Tengo muchos más años ahora, en el 2023, que Allende cuando trabajé para él en La Moneda a la edad de treinta y uno, así que de alguna extraña manera soy mayor que mi querido presidente, y eso quizás me daría derecho a conversar con su fantasma sobre los errores que cometió. Pero sigue siendo como un padre para mí, alguien que me salvó la vida el día once con su discurso final en que nos dijo que no nos dejáramos matar. La novela establece que más urgente que criticarlo es criticar nuestro propio proceder durante los mil días de la Unidad Popular, lo que causó un desastre tal que todavía estamos pagando.
—Hay algo hermoso en la historia reciente de Chile, pese a todo el horror. Demuestra que no es obligatorio que los dictadores mueran como tales. Su trabajo de presión internacional y el de tantos otros dentro y fuera lograron que el dictador cediera el testigo tras perder aquel referéndum, algo que no ocurrió en otros países, como España. ¿Qué hicieron bien exactamente ustedes?
—Fuimos capaces, la mayoría de los seguidores de Allende, de entender que para derrotar al dictador era necesaria una coalición mucho más vasta que la que se había armado para los cambios revolucionarios, y capaces, también, de valorar la democracia como el arma más eficaz para construir un futuro mejor. El modo en que, en el referéndum de 1988, terminamos con el intento de Pinochet de perpetuarse eternamente en el poder fue entendido como un modelo para el mundo entero, demostrando que la acción pacífica de multitudes de hombres y mujeres puede vencer el miedo y la mentira. Es una lección que hace falta recordar hoy, cuando nuestro planeta sufre tantas tribulaciones y amenazas.
—Es muy interesante en su novela la dialéctica entre la revolución pacífica que encarnaría la vía chilena al socialismo de Allende y la de la otra izquierda radical y violenta. Usted confiesa que llegó a tontear con la segunda, pero regresó firmemente a la primera. ¿La violencia, aunque pueda ayudar a que una revolución triunfe, la corrompe de alguna forma de origen?
—Sobre mi posición en contra de la violencia nadie puede dudar. Llevo décadas abogando por esa solución, en mis libros, en mis comentarios periodísticos, en mi trabajo político, en mis discursos, como el que pronuncié en el homenaje a Mandela en Johannesburgo, un año antes de que el gran líder africano muriera. A pesar de esas convicciones, como autor he creado en esta novela personajes que creen en la vía insurreccional y violenta para tomarse el poder y los he dotado con elocuencia y pasión y prestancia para que traten de convencer a los lectores. Los trato con el mismo respeto que otorgo a mi personaje favorito de la novela, Angélica, la esposa con que llevo 57 años casado.
—Cincuenta años después, Chile tiene hoy un presidente que nació más de una década después del golpe de Pinochet y el país parece ya liberado al fin de las cadenas con que lo ciñó el dictador cuando abandonó el poder. ¿Lo ve así?
—Tenía esa impresión, de que habíamos dejado atrás a Pinochet, pero los últimos años demuestran que todavía nos ronda su sombra y más que su sombra. El exdiputado Kast, que podría bien ser el próximo presidente de Chile, es un fervoroso admirador de Pinochet y justifica el golpe militar como legítimo. Y sus adherentes han ganado la mayoría en el nuevo Consejo que va a redactar la nueva Constitución. Creo que mi novela muestra cómo la dictadura se ha metido en los rincones y vericuetos de nuestra vida cotidiana y nuestra alma. Y la novela va ofreciendo también modos alternativos de tratarnos y tolerarnos y querernos. Fue escrita temblorosamente, como una canción de amor a mi dañado pueblo de parte de este también dañado (y esperanzado) escritor.
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