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El meñique El meñique - Marcelo Birmajer - Zenda
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El meñique

El jefe de los Invasores, enfundado en su disfraz humano —su apariencia real, repelente para los terrestres, perjudicaría el diálogo—, comentó: —Durante años, te han creído un anticomunista lunático, un lunático a secas, un paranoico. Tu propia especie te ha condenado al ostracismo. Pero persistes en proteger a tu raza y perseguirnos. Hasta ahora. ¿Por...

Finalmente los Invasores habían atrapado a David Vincent, el único humano al tanto de sus planes de conquista de la Tierra y destrucción de la humanidad. Ya no quedaban enemigos de relevancia para los extraterrestres. Sin embargo, se resistían a ejecutar a Vincent. Algo en él los cautivaba. Como si el único humano al que no habían logrado engañar, pudiera proporcionarles algún tipo de secreto para su nueva existencia en el nuevo planeta. Aún no había sucedido la conquista plena, pero sin David como rival, solo faltaba el despliegue, mucho menos fatigoso de lo previsto.

El jefe de los Invasores, enfundado en su disfraz humano —su apariencia real, repelente para los terrestres, perjudicaría el diálogo—, comentó:

—Durante años, te han creído un anticomunista lunático, un lunático a secas, un paranoico. Tu propia especie te ha condenado al ostracismo. Pero persistes en proteger a tu raza y perseguirnos. Hasta ahora. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué lo haces?

—Soy un hombre libre —replicó Vincent—. No es solo por deber hacia mi especie. Yo mismo no soportaría ser derrotado por ustedes.

—Pero eso ya no está en tus manos.

—Hasta la muerte, lo seguiré intentando.

Una sonrisa triste se dibujó en el falso rostro del interrogador.

—¿Qué quieres saber de nosotros? —consultó—. Siempre nos has combatido. Pero hoy, como un vencedor dadivoso, pretendo concederte un consuelo. ¿Alguna curiosidad que pretendas despejar?

—El meñique —pronunció Vincent sin dudar.

—¿El meñique? —repitió el Invasor, como si nunca hubiera escuchado la palabra. Pero era evidente que sabía a qué se refería. También alzó las cejas, en un falso gesto de ignorancia.

—El meñique de vuestras manos —insistió Vincent—. No sé el de vuestros pies. Pero ustedes no pueden mover el meñique, ni el de la mano izquierda ni el de la derecha. ¿De los pies?

—Tampoco de los pies —se resignó a confesar el Invasor.

—¿Por qué?

El Invasor levantó las palmas de las manos hacia arriba y estiró la piel de su falso rostro, en la clásica expresión de falta de respuesta.

—Han atravesado galaxias —recitó Vincent— replicaron con precisión nuestros rostros, nuestros miembros, nuestras voces, nuestro idioma; incluso nuestro pensamiento. Quizás nuestras almas. Pero no fueron capaces de imitar el movimiento del dedo meñique de la mano humana. Una nimiedad. Era más fácil que cualquiera de sus otros prodigios. Aún a punto de conquistar la Tierra, no consiguen mover el meñique.

Vincent se permitió una pausa, y agregó con osadía:

—Mueva el meñique.

El Invasor permitió cierta agresividad, hasta entonces ajena, en su tono:

—No obedecería la orden de un humano. Pero…

—No es una orden —aclaró Vincent—. Solo mi curiosidad.

Muévalo.

—Es cierto —reconoció el Invasor—. No podemos moverlo. No lo intentaré. Le concedo resolverle una duda. Pero me resisto a hacer el ridículo. Después de todo, los ridículos son ustedes. Su especie. Los perdedores son ridículos por antonomasia.

Pero por qué no pueden mover el meñique —formuló Vincent—. Eso es lo que quiero saber. Esa es la duda que quiero que me responda. Sería tan sencillo como cualquiera de las otras articulaciones que han logrado impostar.

El Invasor se rascó la barbilla, se miró el meñique rígido de la mano derecha. No intentó moverlo, pero en su mirada se deducía su resignación.

—Esa misma duda —confesó por fin— nos embarga a ambos: a usted y a mí. Su especie ni siquiera ha percibido el desajuste. Solo usted. A la mía, no le importa. Pero a mí me preocupa. No me desvela, pero me perturba. Nuestros científicos nunca han sido capaces de replicar el movimiento del meñique humano. Pueden fabricar ese dedo, implantarlo, pero no hacerlo movible. De hecho, ninguna de nuestras tropas ha sido capaz de ejecutar ese movimiento. Tampoco yo, lo admito.

—¿Pero por qué? —pareció preguntarse a sí mismo Vincent— Incluso dentro de lo inaudito de esta invasión extraterrestre, ese detalle carece por completo de sentido.

—Es un misterio que comparte con el universo el mérito de no tener respuesta, diría vuestro autor, Somerset Maugham.

El Invasor lo había leído mejor que Vincent. Y apostilló:

—Supongo que es una característica humana irreproducible. Del mismo modo que usted no podría mostrarme el alma, que recién mencionó, aunque hayan logrado méritos no menos notables. Incluso la próxima llegada a la Luna… !Están realmente  muy cerca! Aunque, claro, nuestra invasión modificará vuestros discretos planes.

—Finalmente no tienen la menor idea de por qué no pueden mover el meñique —confirmó Vincent—. Del mismo modo que nosotros no tenemos la menor idea de qué hay después de la muerte, o cómo apareció el hombre sobre la Tierra.

—Del mismo modo —coincidió el Invasor—. Un enigma de nuestra especie.

Como la nave estaba poblada de guerreros invasores armados, y Vincent no tenía la menor capacidad de escapatoria —ni a donde escapar, en vilo, en medio del Universo—, le habían dejado las manos libres. Vincent alzó su meñique y lo clavó en el ojo del Invasor, veloz e inesperado. La pupila se derritió bajo el impacto y la criatura se deshizo en combustión, como el resto de los Invasores cuando perecían. El primer escolta que entró, contempló la escena y disparó: pero el meñique de Vincent desvió el proyectil. El pelotón de Invasores que lo asedió, ya no habilitaba una defensa posible. Con el mismo meñique, perforó la pared lateral de la nave. Igual que sus captores, se desprendió hacia el vacío. La nave perdió el rumbo, probablemente colisionara con un asteroide. No encabezaría la invasión decisiva a la Tierra.

Mientras David Vincent flotaba a merced del despiadado espacio, meditó que la falencia de los Invasores hablaba en rigor de los humanos: no habían reparado en la voluntad. Ese descubrimiento se pareció a una esperanza. Vio la luna tan cercana que creyó que la alcanzaría incluso antes que sus congéneres. Fue lo último que vio.

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina                 

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Marcelo Birmajer

Marcelo Birmajer nació en Buenos Aires en 1966. Ha publicado, entre otros títulos, las novelas Un crimen secundario (1992), El alma al diablo (1994), Tres mosqueteros(2001), La despedida (2010), El Club de las Necrológicas (2012) y Las nieves del tiempo (2014), El rescate del Mesías (2018); los relatos Fábulas salvajes (1996), Ser humano y otras desgracias (1997),Historias de hombres casados (1999), Nuevas historias de hombres casados (2001), Últimas historias de hombres casados (2004), además de la crónica El Once. Un recorrido personal (2006) y Libro de emergencia (2013). Es coautor del guión de la película El abrazo partido, ganadora del Oso de Plata en Berlín 2004. Escribe semanalmente en el diario Clarín. Ganó el premio Konex 2004 como uno de los cinco mejores escritores de la década 1994-2004 en el rubro Literatura Juvenil. Sus libros han sido traducidos al inglés, hebreo, neerlandés, esloveno, japonés, lituano, búlgaro, francés, coreano, italiano, portugués, rumano, alemán y estonio. En 2017 fue declarado por la Legislatura porteña Personalidad distinguida de la cultura de la Ciudad de Buenos Aires. El 29 enero de 2005 The New York Times dedicó dos páginas a una nota sobre su obra. Su más reciente novela es Martín Fierro, siglo XXI, en coautoría con Simón Birmajer.

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