Era una gilipollas, pero era mi gilipollas.
Se llamaba Julia, tenía dieciséis años y era la hija menor del principal productor de huevos del norte de España. Estudiaba en el colegio de élite donde yo impartía clase de francés desde hacía un lustro.
Soy francés. Me llamo Christophe Kuentz.
Kuentz es un apellido alsaciano, o sea, medio alemán.
A mí no me gusta que me digan que soy medio alemán.
Todos mis alumnos gilipollas me llamaban “el alemán”.
Pero esto no tiene nada que ver con la historia.
A diferencia de sus competitivos compañeros, a Julia le costaba pasar de curso, y eso que el papá productor de huevos y el director del colegio de élite se entrevistaban con frecuencia con los profesores, en teoría para hablar sobre la chica, en la práctica para presionarnos.
A mí solo me tocó aguantarlo una vez (al padre, quiero decir). Qué quieren que les diga. Que me pareció un gilipollas. No voy a ponerme ahora a describir al típico empresario de huevos del norte de España. Se pueden hacer una idea. Que a ver si le podía subir unas décimas a la niña, me sugirió. Su hija había sacado un 4.3 en el parcial y no llegaba al aprobado.
«Pas question!», respondí.
«¿Qué?», dijo él.
«Que no», le traduje.
No sé cómo funcionan las cosas aquí, pero en Francia no aceptamos este tipo de chantajes. Allí ya tenemos que vérnoslas con los islamistas, como para ceder ante un productor de huevos.
Luego supe que la profesora de Filosofía había ignorado también las presiones del fulano.
Recuerdo bien aquellos días.
La segunda evaluación de Julia fue un desastre.
Más suspensos, un amago de expulsión, aumento de las visitas del padre.
Sin embargo, cuando la cosa ya no parecía tener remedio, ocurrió algo extraordinario: la joven empezó a levantar la mano en clase.
Lo comentamos en el claustro de profesores, fue la noticia de la semana. Julia había comenzado a alzar la mano, cada vez que lanzábamos una pregunta al aire; y aunque rara vez daba en el clavo, el cambio de actitud ya era en sí mismo un hecho increíble. Como suele ser habitual, varios compañeros quisieron apuntarse el tanto y se armó una pequeña tangana.
—Un momento, alemán —me abordó el director, cuando yo ya abandonaba el claustro.
—Que se passe-t-il?
—Es por la alumna. Ya acabas de oír que no solo se ofrece voluntaria para responder, sino que está mejorando algo las notas. ¡En Filosofía ha sacado un 6!
—¿Y? —respondí.
—Pues que a ver si entre todos la empujamos un poco con el Francés I, que parece que le cuesta.
—¿Perdón?
—Yo solo digo que la asignatura es optativa y el francés lo estudian cuatro; no sé si me explico…
—Gilipollas —pensé, antes de escabullirme por las escaleras.
Una semana más tarde, cuando sonó la campana y los alumnos salieron como ñus de clase, y cruzaron el río habitado por el cocodrilo apático del bedel, y se perdieron en el espejismo de calor que separa el colegio de los coches de alta gama de sus padres (cada día me expreso mejor en español, joder), una semana más tarde, digo, cuando todos mis alumnos salieron de clase, la última en hacerlo, y arrastrando los pies y como triste fue Julia.
—¿Qué sucede? —la detuve.
—Nada, profe. Estoy bien —dijo, y se marchó.
Me asomé a la ventana. Julia apareció por el patio, salió del colegio y se dirigió a un Audi de lunas tintadas aparcado junto a la verja. Una ventanilla trasera comenzó a descender y por la abertura surgió la cabeza nerviosa de un perrito, que, al ver a la chica, saltó y cayó en brazos de ella. Julia lo acarició, lo besó muchas veces, y can y alumna partieron con el coche.
Algo iba mal. No sabía qué, pero algo no me encajaba en todo aquello.
Pasaron los días.
Llegaron los exámenes de junio.
Julia continuaba mejorando, sobre todo su comportamiento en clase. Seguía mostrándose colaborativa, hacía los deberes, no montaba follones, había dejado de frecuentar la compañía de sus compañeros más gilipollas… Sin embargo, había perdido totalmente la sonrisa.
Una mañana, al terminar la clase, la profesora de Filosofía se presentó en el aula. Era la única que me llamaba por mi nombre. Me gustaba mucho esa mujer. Me gustaba y estaba casada.
—Christophe, quería comentarte algo —me dijo.
—Dispara, Ana.
—No debería meterme donde no me llaman, pero ¿qué tal le fue a Julia en el examen final?
—Un 4.4 —respondí—. Solo subió una décima.
—¿No podrías aprobarla?
—¿Tú también, Ana? —me indigné.
—Quiero que sepas que yo sí le he subido la nota.
—Pero si me dijo el director que sacó un 6 en el anterior examen…
—Sacó un 4.2 —me aclaró—. Pero le puse un 6, sí.
—No puede ser…
—La chica lo intenta, Christophe. No te puedes imaginar lo mucho que está hincando los codos. Se pasa el día estudiando, pero está sometida a una presión de la que no eres del todo consciente.
—¿Qué presión?
—Julia lleva dos años deseando tener un perro. Pues bien. Hace un mes, su padre le compró un cachorrito, pero le dijo que si no aprobaba todas las asignaturas, se lo quitaría.
Un momento. Al menos en Francia, cuando un padre quiere motivar a un hijo para que apruebe, le promete un premio; no le da antes la recompensa y luego lo amenaza con quitársela.
—Venga ya, Ana. ¿Quién coño puede hacerle eso a una hija?
—El productor de huevos —respondió mi compañera—. Su escala de valores es distinta a la nuestra. Ya le hizo lo mismo a la hija mayor, con un poni. Le compró el poni y se lo quitó.
—¿Cuántos profesores le han subido la nota? —quise saber.
—Todos, menos tú. No podemos permitir que la separen del perro, Christophe.
—Pero entonces el gilipollas se va a salir con la suya— protesté.
—Este es un colegio pensado para los hijos de los padres que se suelen salir con la suya.
—No sé, Ana —dudé—. Esto es un chantaje inadmisible.
—Mira, te voy a decir cómo se llama el cachorrito.
—No! ¡No me lo digas!
—Cyrano.
—¿Cyrano?
— Sí, como Cyrano de Bergerac.
—Por el hocico… —deduje, y así terminó nuestra conversación.
Aquella misma tarde me puse las mallas y salí a correr. Mi subconsciente me condujo al exclusivo barrio de Villamiel, donde vivían los padres, los tíos, los abuelos y toda la parentela de Julia, hasta el décimo grado de consanguinidad. Si en los Estados Unidos o Sudáfrica te pueden disparar, al entrar en un barrio así, aquí te matan con la indiferencia, que llega incluso a ser molesta. Nadie te mira, nadie cruza sus ojos con los tuyos. En estas cosas andaba yo pensando, a buen trote, cuando vi en la distancia a mi alumna, paseando a Cyrano mientras repasaba un manojo de apuntes, y esa visión, lo juro, me hizo papilla por dentro.
Regresé pitando a casa.
Apenas concilié el sueño aquella noche.
Eché de menos mi pueblito en Alsacia.
Cuando finalmente Julia recogió su examen de francés y vio el 5 anotado en el folio, me miró con ojos avergonzados. Sería mala estudiante, pero era buena tía. Sabía que lo del perro era vox populi en el colegio y eso no le agradaba en absoluto. Le dije que lo había hecho bastante bien, que siguiera por ese camino, y ella me sonrió y me dio un beso en la mejilla.
De algún modo, aquel beso me animó a presentarme a la oposición al año siguiente. Ahora soy profe de la pública y voy de un sitio a otro, a la espera de destino definitivo. Así llevo tres años y esto no es vida, pero debo estarle agradecido a la suerte. Al menos, en la educación pública los padres no suelen arrebatarles los animales a sus hijos, si no aprueban, aunque el instituto tampoco es la panacea. ¿Saben? Aquí también hay mucho gilipollas.
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