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Un lugar lejos del mundo - Miguel Barrero - Zenda
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Un lugar lejos del mundo

La misma canción De viejos bestiarios Existe en Zamora una iglesia pequeña que suele pasar inadvertida a ojos de los visitantes. Se encuentra en el nudo de calles que trazan la frontera entre la parte vieja y la antigua, sus dimensiones son reducidas y tampoco el alzado —una reconstrucción moderna sobre una fábrica anterior que...

La misma canción

Una misma canción puede decir cosas distintas en función de quien la interprete. Parece ser que John Lennon escribió la letra de «In My Life» siguiendo el consejo de un periodista que le recomendó escribir acerca de su infancia. Los Beatles incluyeron la pieza en el que fue su sexto álbum de estudio, Rubber Soul, y años después la revista Rolling Stone la incluiría en el vigésimo tercer puesto del listado que pretendía compendiar las quinientas mejores canciones de la historia. Cuando se lanzó el disco, Lennon acababa de cumplir los veinticinco y a McCartney, el autor de la música, le faltaban dos años para alcanzar el cuarto de siglo. Por más que el texto tuviera resonancias claramente nostálgicas, al escuchar sus voces de entonces uno capta que en esa añoranza hay no pocas dosis de impostura. En su versión original, «In My Life» suena como una canción alegre, sus versos evocan el pasado no con el propósito de regodearse en él ni para entregarse a la búsqueda de razones que justifiquen la autocompasión, sino más bien orientados por la vocación de emplearlo como trampolín desde el que auparse hacia el futuro. Hay optimismo ante un porvenir que se cree prometedor, se percibe la convicción de que vale la pena celebrar la dicha de estar sobre este mundo. Cuatro décadas más tarde, Johnny Cash se metió en un estudio para grabar esa misma canción. Eran, para él, tiempos crepusculares. Arrastraba una diabetes que le había generado una cardiopatía y tanto él como su esposa sabía que estaban cerca del final. El disco American IV: The Man Comes Around fue casi póstumo: el músico falleció un año después de su publicación, tras sobrevivir a su mujer durante sólo cuatro meses. En boca de Cash, el «In My Life» arroja un significado radicalmente distinto. Es la misma melodía, son las mismas palabras, pero aquí la canción carece de la euforia o la ingenuidad o la despreocupación de las que hacía gala en sus orígenes. Se vuelve una canción oscura, pero a la vez extrañamente luminosa: está la constatación de que el tiempo pasa y está la pesadumbre que da el saberse cerca de la meta, y esa resignación que se acepta a regañadientes convive con una tibia satisfacción por lo vivido, una especie de «no ha estado mal» o «pudo haber sido peor» que se filtra entre los pliegues de la garganta ajada de la que brotan unas sílabas que pesan en el aire con gravidez testamentaria. Es una versión deprimente y consoladora, que ensombrece el ánimo en la misma medida que reconforta el espíritu. Si la escuchas en un buen día, todo alrededor se tiñe de color sepia; si, por el contrario, la sintonizas en un mal momento, da la impresión de que el mundo sonríe. Alguien que no recuerdo me hizo una vez una observación muy lúcida: el «In My Life» de los Beatles es la canción ideal para celebrar tu boda, el «In My Life» de Cash es la canción ideal para celebrar tu funeral.

De viejos bestiarios

"De aquel rinoceronte hembra que pisó nuestros predios, el mismo que protagoniza el libro, queda memoria en una calle que serpentea entre la Gran Vía y la plaza del Carmen y que se llama calle de la Abada"

Existe en Zamora una iglesia pequeña que suele pasar inadvertida a ojos de los visitantes. Se encuentra en el nudo de calles que trazan la frontera entre la parte vieja y la antigua, sus dimensiones son reducidas y tampoco el alzado —una reconstrucción moderna sobre una fábrica anterior que fue reubicada en este lugar— llama en exceso la atención. Sin embargo, si uno la encuentra abierta, cosa que no es muy fácil, encontrará en el nártex un detalle que llamará irremediablemente su atención: sobre el dintel de la puerta que da acceso a la nave única se exhibe una gran serpiente disecada en torno a la cual el imaginario autóctono ha ido fecundando leyendas que hablan de una encarnación diabólica subsanada por el consabido milagro redentor. Se desconoce su origen exacto, pero todo hace pensar que se trató en realidad del exvoto de algún indiano que, de vuelta en su tierra y como agradecimiento por algún bien o quién sabe qué clase de negocio llevado a bien puerto, quiso obsequiar a la virgen correspondiente con un ejemplar de la fauna que se habría encontrado del otro lado del océano. Fue ésta una práctica bastante común durante mucho tiempo, y adquirió visos de costumbre acendrada en aquellos siglos en que los navegantes europeos iban descubriendo nuevos mundos y trayendo desde allí a sus cortes respectivas diversas muestras vegetales y animales que ilustraban la riqueza y el exotismo de aquellos territorios aún por conquistar. Hace ahora diez años, anduve yo muy pendiente de la historia de una de ellas, el rinoceronte que viajó desde las Indias a Lisboa para servir de obsequio al rey Manuel y que perecería más tarde en un naufragio frente a las costas italianas, cuando el monarca portugués tuvo a bien entregárselo en señal de buena voluntad al Papa. De la triste historia de aquella pobre bestia queda el recuerdo de un memorable y célebre grabado de Durero y la efigie con la que se la quiso inmortalizar en un canecillo de la torre de Belém. En la época en que me interesé por los pormenores de su andadura, descubrí que por aquellas mismas fechas había llegado a la ciudad de Madrid, que se iba convirtiendo en pujante corte, otro ejemplar de rinoceronte, en este caso una hembra, que tampoco tuvo una peripecia demasiado afortunada. Es ella la que protagoniza Badaq, la novela que el 14 de septiembre publicará Carlos Bardem y cuyas galeradas pude leer este verano por generosidad de su autor, que mientras se documentaba tuvo noticia de mi antigua afición por estos mamíferos. En cierta manera, la historia actúa en ella de metáfora para hablar del modo en que los hombres han venido tratando de imponer sus leyes sobre la naturaleza y, por extensión, de las consecuencias que a la larga ha terminado por acarrear esa obsesión que muchas veces linda con lo enfermizo y casi siempre ha engendrado consecuencias que oscilan entre lo peligroso y lo grotesco. No quiero decir con esto que la novela incurra en tópicos o ponga su argumento y sus recursos narrativos al servicio de la causa, esto es, que sean meros andamios sobre los que se sostiene la estructura de una tesis que muestra sus costuras desde la primera línea. Al contrario, el gran acierto de Bardem radica en haber empleado esa coartada para trenzar una novela de aventuras que avanza en dos direcciones: la del hombre que se adentra en un espacio virgen y la del animal que conoce, a su pesar, lo que aquél denomina civilización; y lo hace, además, dotando de voz propia a este último, dejando que sea su lenguaje el que nos conduzca por los pasadizos de un estupor que se acrecienta y que por fuerza nos obliga a preguntarnos alguna que otra vez quién es realmente el ser racional y quien es en verdad la bestia. De aquel rinoceronte hembra que pisó nuestros predios, el mismo que protagoniza el libro, queda memoria en una calle que serpentea entre la Gran Vía y la plaza del Carmen y que se llama calle de la Abada, precisamente, por el nombre con el que antiguamente se conocía a esa especie. Desde que conocí su existencia, siempre que mis pasos me conducen por esas latitudes madrileñas procuro recorrerla en homenaje a aquel pobre bicho, igual que saludo a la serpiente zamorana cuando deambulo por esos predios mesetarios y de igual modo que acudiré en busca de mi rinoceronte lisboeta la próxima vez que anide junto a la Torre de Belém. Los tres fueron, a su modo, víctimas de las ansias de conquista. Ninguno de ellos tuvo un nombre propio, los tres perecieron a consecuencia de una causa que ni les iba ni les venía y pese a todo su memoria, así es la historia de caprichosa, ha terminado guardando más memoria de ellos que de los hombres que los apresaron.

Luis Fernández Roces: una ausencia

"No sé de nadie que haya leído La borrachera, El buscador, De algún cuento a esta parte o Ageón sin deslumbrarse por la calidad de su prosa"

Solía bromear con Luis Fernández Roces acerca de la pequeña plaza del centro de Gijón a la que bautizaron con su nombre. Cuando el Ayuntamiento tuvo a bien distinguirlo con tan alto honor, él vivía en el edificio que se levanta justo enfrente, en un tercer o cuarto piso cuyas ventanas se asomaban a ese pequeño rincón del callejero con el que se vio compartiendo identidad, y se hicieron pronto frecuentes las chanzas al respecto: «Menuda responsabilidad, no puedes permitir que se siente cualquiera a descansar en sus bancos», «dile al kiosquero que tenga allí siempre dispuestos ejemplares de tus libros», «tendrás que bajar de vez en cuando a pasar una bayeta por la placa». Él acogía mis comentarios con la sonrisa beatífica con que atendía a las ocurrencias de los amigos, y cuando alguna vez conté esto mismo por escrito en algún artículo —sin mencionar ni su nombre ni el de la ciudad a la que me refería para no incomodarlo, era un hombre muy tímido— recibí enseguida un correo electrónico en el que me amonestaba cariñosamente y desmentía esa incomodidad que yo le achacaba en tono paródico. Se mudó de casa hace unos años, cuando la edad y los achaques le aconsejaron buscar un domicilio más propicio para sus condiciones físicas. Las últimas veces que nos vimos caminaba con dificultad y apenas se entregaba a sus paseos legendarios, sus ojos escondidos tras unas gafas de sol con las que procuraba atemperar los estragos de la luz. La edad le iba arrebatando facultades, pero no perdió nunca la elegancia, la cordialidad, la cortesía, el buen humor. Era tan generoso que ni siquiera lo vi nunca irritado por el escaso eco que se concedía a su obra, una de las más interesantes de cuantas se han venido pergeñando en España desde mediados del siglo pasado hasta la fecha, ni permitió que eso terminara con una vocación a la que se entregaba con obstinación y recogimiento, porque siempre supo que la literatura, más que para ganar prestigio u oropeles, ha de servir fundamentalmente a la redención de uno mismo. Leí unos cuantos libros suyos en la primera década de esta centuria, que fue cuando lo conocí y comencé a frecuentarlo en una tertulia que instauró su editor, Álvaro Díaz Huici, y cuyas convocatorias se fueron espaciando hasta desaparecer sin que nadie llegara nunca a saber muy bien las causas. No sé de nadie que haya leído La borrachera, El buscador, De algún cuento a esta parte o Ageón sin deslumbrarse por la calidad de su prosa, por la solidez de sus argumentos, por la sutileza y la hondura con que se abordaban en ellos asuntos esenciales sin ceder jamás a la ocurrencia fácil, a la palabra gratuita, a la fórmula consabida. Me dijo una vez, sentados ambos en la sala de estar de aquel tercer o cuarto piso desde el que se veía la plaza con su nombre, que es siempre el fondo de la cuestión el que determina la forma de los textos. En él, uno y otra fueron sublimes siempre. Algunos de sus relatos más brillantes —o al menos los que él más quería— se reunieron en un libro que vio la luz hace un lustro y que se ha convertido ahora en el último. Se tituló Un lugar muy lejos del mundo, y suena a premonición ese título ahora que él se ha convertido en ausencia, aunque mantenga su nombre el rincón —los bancos en círculo, el kiosco ahora cerrado, la iglesia que acogió su funeral— que ya no podrá vigilar de cerca.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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