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Primeras páginas de la nueva edición de Las almas muertas, de Nikolái Gógol - Zenda
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Primeras páginas de la nueva edición de Las almas muertas, de Nikolái Gógol

En Las almas muertas un pequeño terrateniente, Pável Ivánovich Chíchikov, se dedica a comprar campesinos muertos para registrarlos como vivos y conseguir así las tierras que se concedían a aquellos que poseyeran un cierto número de siervos. Nikolái Gógol utiliza este argumento como pretexto para ofrecer la versión más cruda y detestable del ser humano,...

En Las almas muertas un pequeño terrateniente, Pável Ivánovich Chíchikov, se dedica a comprar campesinos muertos para registrarlos como vivos y conseguir así las tierras que se concedían a aquellos que poseyeran un cierto número de siervos. Nikolái Gógol utiliza este argumento como pretexto para ofrecer la versión más cruda y detestable del ser humano, logrando que esta obra, publicada por primera vez en 1842, sea un clásico con una vigencia formidable en nuestro mundo actual.

Alberto Gamón ha realizado un impresionante trabajo gráfico que ahonda en el texto de esta edición, con nueva traducción de Marta Rebón.

A continuación, puedes leer las primeras páginas de esta nueva edición de Las almas muertas, libro que hace el número 100 dentro de la colección de ilustrados de la editorial Nørdicalibros.

 

PRIMERA PARTE 1

 

Capítulo primero

Por el portón de una posada de la ciudad de N.,2 capital de provincia,3 entró una pequeña calesa de ballestas, bastante bonita, una de esas britzkas 4 en las que suelen desplazarse los solterones: tenientes coroneles retirados, capitanes asistentes 5 y terratenientes poseedores de un centenar de almas de campesinos; 6 en pocas palabras, todos esos a los que se conoce como señores

1 Gógol empezó a redactar la primera parte (o volumen primero) del libro a mediados de 1835 y la acabó a finales de 1841. Se publicó en mayo de 1842, con el título Las aventuras de Chíchikov o las almas muertas. (Poema de N. Gógol). El cambio del título y algunas modificaciones (sobre todo con respecto a «La historia del capitán Kopeikin») fueron impuestos por el comité de censura de San Petersburgo. (Todas las notas de la presente edición pertenecen a F. M.).

2 En ruso, la letra ene equivale a la equis en español para ocultar o sustituir el nombre de una persona, localidad u objeto. Al denominar así el lugar donde transcurre la acción, Gógol enfatizaba el carácter genérico e intercambiable de las ciudades que no eran ni San Petersburgo ni Moscú y que se definían por todo de lo que carecían. En sus notas para Las almas muertas, Gógol define N. como un lugar que encarna «el más alto grado de vacuidad». Para él y sus epígonos —Leskov, Turguénev, Dostoievski o Chéjov—, las ciudades N o NN eran la quintaesencia de la mezquindad en la sociedad zarista.

3 Centro administrativo de una de las más de cuarenta y cinco provincias (o guberni) en que Rusia estaba dividida a principios del siglo xix.

4 Nombre de procedencia polaca. Carruaje ligero semicubierto con capota abatible y asiento reclinable, por lo general de piel.

5 Capitán asistente (shtabs-kapitán, en ruso) es un rango militar, entre teniente y capitán, que se utilizó en los ejércitos ruso y prusiano, entre otros. Se introdujo en el Ejército ruso en 1798, sustituyendo el rango de shtabs-porúchik que, a su vez, había reemplazado, en 1705, al de shtabsleitenant, establecido por Pedro I. Hasta 1884 ocupó el grupo X en la Tabla de Rangos.

6 Hasta la abolición de la servidumbre en 1861, decretada por el zar Alejandro II, las vidas de los campesinos estuvieron supeditadas a la voluntad de los terratenientes o del Estado. Desde el siglo xv, para evitar la despoblación en las regiones centrales y la depreciación de las tierras de cultivo, se estableció la obligación de que los campesinos y sus descendientes vivieran en las propiedades para las que trabajaban. Los terratenientes medían su fortuna en número de siervos o almas, y no en extensión de tierras.

de medio pelo. En la calesa viajaba un señor que, sin ser guapo, no tenía mal aspecto, ni demasiado gordo ni demasiado flaco; no podía afirmarse que fuera viejo, pero tampoco era lo que se dice joven. Su entrada en la ciudad no levantó el más mínimo revuelo ni vino acompañada de nada en particular; sólo dos campesinos rusos, apostados junto a la entrada de la taberna frente a la posada, hicieron algunos comentarios relativos, por otra parte, más al carruaje que a su ocupante.

—¡Mira! —dijo el primero—. ¡Fíjate qué rueda! ¿Qué te parece? ¿Llegaría una rueda así a Moscú, si se diera el caso, o no?

—Llegaría —respondió el otro.

—Pero ¿y a Kazán? A mí me da que no…

—No, a Kazán no. Y la conversación terminó ahí. Cabe añadir que, al llegar a la posada, la calesa se cruzó con un joven que vestía pantalones blancos de fustán muy ajustados y cortos, así como un frac pretendidamente a la moda del que asomaba una pechera cerrada con un alfiler de bronce de Tula en forma de pistola. El joven se volvió, miró el carruaje, se sujetó con la mano el gorro, que el viento había estado a punto de arrebatarle, y prosiguió su camino.

Cuando el coche entró en el patio, el señor fue recibido por un criado o mozo, como se los llama en este tipo de establecimientos en Rusia, un hombre hasta tal punto vivaracho e inquieto que incluso resultaba imposible verle la cara. Presto y solícito, acudió servilleta en mano, todo él larguirucho en una levita de demi-coton cuya parte trasera le llegaba casi hasta la misma nuca. Se sacudió la melena y condujo con agilidad al señor hacia arriba, a lo largo de toda la galería de madera, a fin de mostrarle el aposento que Dios le concedía. El aposento era de los que ya se sabe, pues la posada era también de las que ya se sabe; es decir, ni más ni menos como las que se suelen encontrar en las capitales de provincia, donde, por dos rublos al día, al viajero se le brinda una apacible habitación con cucarachas que, como ciruelas pasas, emergen de todos los rincones, y con una puerta que da a la habitación contigua, siempre atrancada con una cómoda, donde se aloja un vecino, por lo demás tranquilo y taciturno, aunque extraordinariamente curioso e interesado en conocer todos los detalles del recién llegado. La fachada de la posada se correspondía con su interior: era muy larga, de dos plantas. La inferior no estaba enyesada y, en sus muros de obra vista, se distinguían pequeños ladrillos de color rojo oscuro, más ennegrecidos si cabe por los bruscos cambios de tiempo, aunque ya de por sí bastante sucios. La superior, en cambio, estaba recubierta de la sempiterna pintura amarilla. Abajo había unas tiendas donde vendían colleras, sogas y roscas de pan. En uno de estos negocios o, mejor dicho, en la ventana de la esquina, estaba apostado un vendedor de sbiten 7 con su samovar de cobre rojo y una cara tan colorada como el mismo samovar, de modo que, a lo lejos, se habría podido pensar que, en la ventana, había dos samovares, de no ser porque uno de ellos lucía una barba negra como el betún.

Mientras el honorable forastero inspeccionaba su habitación, le entregaron sus bártulos y, antes que nada, una maleta de cuero blanco, algo desgastada, prueba de que no era la primera vez que la ponían a recorrer mundo. La maleta la llevaron entre el cochero Selifán, un hombre bajito con una zamarra raquítica, y el lacayo Petrushka, un tipo de unos treinta años, de nariz y labios gruesos, apariencia un poco hosca, con una holgada levita toda raída que, en otro tiempo, a todas luces, había pertenecido a su señor. Siguieron a la maleta un cofrecillo de caoba, adornado con marquetería de abedul de Carelia, unas hormas para las botas y, envuelta en papel azul, una pularda asada. Una vez introdujeron todo esto en la habitación, el cochero Selifán se dirigió a la cuadra para cuidar de los caballos, mientras que el lacayo Petrushka se instalaba en una pequeña antesala, un cuchitril muy oscuro adonde se había apresurado a llevar su capote y, junto con él, su particular olor que también impregnaba el saco que contenía su parafernalia de criado. Allí, arrimó a la pared un estrecho camastro de tres patas que cubrió con algo semejante a un pequeño jergón, aplastado y fino como una tortita y, sin duda, tan grasiento como la tortita que había obtenido del amo de la posada a base de ruegos.

Mientras los criados trajinaban, yendo de aquí para allá, poniendo las cosas en orden, el señor se dirigió a la sala común. Cualquier viajero sabe a la perfección cómo son estas salas: las mismas paredes recubiertas de pintura al óleo, oscurecidas cerca del techo, a causa del humo de las pipas, y pringosas abajo por el roce de las espaldas de numerosos viajeros, sobre todo de los comerciantes locales, pues en los días de feria acudían en grupos de seis o siete a degustar su

7 Bebida tradicional rusa, muy popular hasta el siglo xix, mezcla de miel, agua, especias, fermentos cereales y una variedad de hierbas, que se tomaba caliente.

famoso té servido en doble tetera; 8 el mismo techo tiznado; la misma lámpara de araña cubierta de hollín y adornada con un sinfín de colgantes de cristal, que bailan y tintinean cada vez que el criado corre por el gastado suelo de linóleo, moviendo con brío la bandeja con una cantidad tan enorme de tazas de té como pájaros se posan a la orilla del mar; los mismos cuadros por toda la pared, pintados al óleo; en pocas palabras, lo mismo que hay en cualquier parte; la única diferencia es que aquí uno de los cuadros representaba a una ninfa de pechos opulentos, como el lector probablemente nunca haya visto. Esta clase de caprichos de la naturaleza, por lo demás, suelen encontrarse en diversos lienzos históricos que nos llegaron a Rusia Dios sabe cuándo, de dónde y por medio de quién, a veces incluso por obra y gracia de nuestros altos dignatarios, aficionados al arte, que los adquirían en Italia por consejo de sus guías. El señor se quitó la gorra de visera y se desenrolló del cuello una de esas bufandas de lana con todos los colores del arcoíris, de esas que las mujeres tejen para sus maridos, no sin prodigarles las instrucciones correctas acerca de cómo deben atárselas; mientras que a los solteros no sabría decir quién se las hace, pues yo nunca he llevado una. Liberado de la bufanda, el señor pidió que le dieran la comida. Entretanto, le fueron sirviendo los diferentes platos que se suelen ofrecer en las tabernas de las posadas, a saber: sopa de col con empanadillas de carne, guardadas expresamente para los viajeros durante semanas, sesos con guisantes, salchichas con col, pularda asada, pepinillos salados y la consabida tarta dulce de hojaldre, siempre a disposición del comensal. Mientras le ponían en la mesa, pues, todo esto, recalentado o simplemente frío, obligaba al criado, o mozo, a que le contara todo tipo de sandeces acerca de quién regentaba antes la taberna y quién en la actualidad, si daba muchos beneficios o si su dueño era un sinvergüenza, a lo que el mozo respondía, por costumbre: «¡Oh, un granuja de los grandes, señor!». Pues hoy en día en Rusia es igual que en la Europa ilustrada: abunda la gente respetable que no puede probar bocado en una taberna sin entablar conversación con el criado; a veces, incluso burlándose gustosamente a sus expensas. Por otra parte, no todas las preguntas que formulaba el forastero

8 Para chaya (literalmente «un par de té») consistía en dos teteras: una grande con agua caliente y otra pequeña con la infusión de hojas de té, dispuestas la segunda encima de la primera. Este objeto de menaje era un atributo imprescindible en la vida cotidiana de los comerciantes de la Rusia prerrevolucionaria; en el cuadro Taberna de Moscú (1916), de Borís Kustódiev, aparece uno en el centro de la mesa.

eran triviales; con extraordinaria minuciosidad preguntó por los funcionarios de la ciudad: quién era el gobernador de la provincia, quién el presidente de la Cámara, quién el procurador…9 En pocas palabras, no se le pasó por alto ningún funcionario de postín; pero, aún con mayor esmero, mostrando incluso un vivo interés, preguntó por la flor y nata de los terratenientes: cuántas almas de campesinos poseía cada uno de ellos, qué carácter tenían, a qué distancia quedaban sus tierras de la ciudad y con qué frecuencia la visitaban. Sometió al mozo a un interrogatorio exhaustivo sobre el estado de la provincia: ¿había epidemias, fiebres letales, viruelas u otras enfermedades por el estilo? Y todo ello con tanto detalle y tanta precisión que se advertía algo más que mera curiosidad. El señor imponía por sus maneras y, al sonarse, provocaba un ruido atronador. No se sabe cómo lo hacía, pero su nariz trompeteaba. Esta cualidad, a primera vista de lo más inocente, le granjeó, sin embargo, un gran respeto por parte del criado de la posada, quien, cada vez que oía ese sonido, se sacudía la melena, se erguía con más reverencia si cabe e, inclinando la cabeza desde lo alto, le preguntaba: «¿Se le ofrece algo al señor?». Después de la comida, el señor tomó una taza de café y se arrellanó en el sofá, con la espalda contra uno de esos cojines que, en las tabernas rusas, en lugar de con lana mullida, rellenan con algo que se parece extraordinariamente al ladrillo y al adoquín. En ese instante se puso a bostezar y ordenó que lo condujeran a su habitación, donde se acostó y durmió un par de horas. Ya descansado, escribió en un trozo de papel, a petición del criado, su rango, así como su nombre y apellido, para que lo comunicara donde es debido, en la Policía. Mientras bajaba las escaleras, el mozo leyó del papel, sílaba a sílaba, lo siguiente: «Asesor colegiado 10

9 El cargo de gobernador era designado directamente por el zar y residía en la ciudad más importante de la provincia. En cuanto al presidente de la Cámara (palata, en ruso), es un término genérico que engloba varios organismos administrativos. El procurador era un oficial que gozaba de amplios poderes, pues ejercía sus funciones al margen del gobernador y, como se lee en los cuadernos de Gógol, era «los ojos de la ley».

10 En la Tabla de Rangos del Imperio ruso, el asesor colegiado ocupaba el octavo nivel de los catorce existentes entre los funcionarios civiles. Establecida por Pedro I (1672-1725) en 1722, permitió reorganizar todo el escalafón del funcionariado y del Ejército rusos, vinculando la obtención del rango, y de los privilegios asociados a él, al servicio que desempeñaban para el emperador, y no al nacimiento, como sucedía hasta entonces. Existían tres categorías diferentes: cortesano, militar y civil. Las tres estaban divididas en catorce rangos. Hasta 1856, la obtención del rango más bajo dentro de la categoría del funcionariado civil otorgaba derecho a la condición de noble a título personal de modo que únicamente cuando conseguía ascenderse hasta el octavo rango se lograba que el título pasara a ser hereditario. 

Pável Iváno-vich Chíchikov, 11 terrateniente, en viaje por asuntos propios». Aún estaba el mozo descifrando la nota cuando Pável Ivánovich Chíchikov salió a visitar la ciudad, con la que, al parecer, se sintió satisfecho, pues encontró que de ningún modo era inferior a otras capitales de provincia: el deslumbrante amarillo de las casas de piedra contrastaba con el gris humilde de las de madera. Había construcciones de planta baja, de una sola planta o de planta y media, con las sempiternas buhardillas tan favorecedoras a juicio de los arquitectos locales. Aquí y allá, las casas parecían extraviadas entre las calles inmensas como campos y las interminables empalizadas de madera; en otras partes, se hacinaban sin ton ni son, y era allí donde se apreciaba más movimiento de gente y animación. Saltaban a la vista letreros casi borrados por la lluvia, con dibujos de panecillos y botas o, en otro sitio, de unos pantalones azules y la firma de cierto sastre de Arsovia;12 en otra parte, una tienda de gorras y sombreros con la inscripción: «Vasili Fiódorov, extranjero»;13 más allá, se veía la imagen de un billar con dos jugadores en frac, como los que llevan en nuestros teatros los invitados que aparecen en escena en el último acto. Los jugadores estaban representados apuntando con los tacos, los brazos ligeramente echados hacia atrás y las piernas dobladas como si acabasen de ejecutar un entrechat. 14 Debajo de todo esto se leía: «Aquí está el establecimiento». En algunas partes, directamente en la calle, se veían mostradores con nueces, jabón y unos melindres que también parecían jabón; se veía asimismo una fonda con el dibujo de un pez atravesado por un tenedor. Lo que más destacaba, sin embargo, eran las ennegrecidas águilas bicéfalas imperiales,15 que en la actualidad se han sustituido con el lacónico letrero: «Casa de bebidas».

11 Es probable que Chíchikov derive del verbo ruso chijat («estornudar»). El nombre también evoca el gorjeo de los pájaros o el ruido de las tijeras al cortar.

12 Se refiere a Varsovia, cuya inicial se ha borrado.

13 Gógol no pierde ocasión de subrayar todos y cada uno de los tics esnobs de sus contemporáneos quienes, por regla, preferían los productos confeccionados en Occidente. Por eso, los artesanos autóctonos, como en el caso de este Vasili Fiódorov, de nombre genuinamente ruso, se hacían pasar por extranjeros, con el fin de atraer más clientela.

14 Paso de danza clásica en el que, durante el salto, se cruzan las piernas extendidas por delante y por detrás, alternativamente.

15 En virtud de una ley aprobada en 1765, Catalina la Grande (1729-1796) permitió vender vodka a la nobleza. Dado que el Estado no tenía funcionarios suficientes para recaudar los impuestos derivados de las ventas, a los comerciantes se les permitió adquirir concesiones que les otorgaba el monopolio de venta de esta bebida alcohólica en una zona determinada por un periodo específico de tiempo. Por esta concesión, los comerciantes pagaban al Estado un importe fijo basado en las ventas anticipadas previstas. Estos contratistas o concesionarios (otkupschiki) aseguraban al Estado un flujo de ingresos constante. Para frenar la galopante corrupción, este sistema se abolió en 1817, y las tabernas pasaron a ser propiedad del Estado; de ahí, el símbolo del águila bicéfala del escudo zarista. En 1827, se abolió este monopolio y, con el paso a la venta libre de bebidas alcohólicas, las tabernas pasaron a llamarse casas de bebidas

En todas partes el adoquinado se hallaba en un estado deplorable. Echó un rápido vistazo al jardín municipal, compuesto por unos árboles escuálidos, mal arraigados, mantenidos en pie con unos soportes triangulares y recubiertos llamativamente con una pintura verde lustrosa. Por otra parte, aunque esos arbolitos no fueran más altos que unas cañas, en los periódicos se había dicho al describir la iluminación festiva: «Gracias al desvelo de las autoridades municipales, nuestra ciudad se ha embellecido con un jardín compuesto de árboles frondosos que serán un remanso de sombra y frescor en los días de bochorno», y añadían que «era muy enternecedor ver cómo palpitaban los corazones de nuestros conciudadanos, rebosantes de agradecimiento, y cómo derramaban ríos de lágrimas en señal de gratitud al señor alcalde». Después de preguntar en detalle a un centinela, apostado en una garita, cuál era el camino más corto para ir, en caso de que fuera necesario, a la catedral, las oficinas municipales y la residencia del gobernador, el forastero se dirigió a contemplar el río que cruzaba la ciudad; por el camino arrancó un cartel clavado en un poste para leerlo con calma cuando llegara a la posada. Miró fijamente a una dama de presencia agradable mientras ésta paseaba por la acera de madera, seguida de un muchacho en librea militar que llevaba un paquete en la mano; luego, después de abarcarlo de nuevo todo con la mirada, como si quisiera grabar en la memoria la disposición del lugar, se dirigió de inmediato a su habitación, a la que subió por la escalera apoyándose ligeramente en el criado de la posada. Después de tomar té hasta saciarse, se sentó a la mesa, hizo que le trajeran una vela, sacó el cartel del bolsillo y se sumió en la lectura, guiñando ligeramente el ojo derecho. En el cartel, por lo demás, no había nada destacable: se representaba un drama del señor Kotzebue 16 en el que Don Popliovin interpretaba el papel de Rolla, y la señorita Ziáblova, el de Cora; daban vida a los demás personajes figuras aún de menor categoría; aun así, leyó todo el reparto, incluso el precio de las butacas de platea, y supo que el cartel se había impreso en la tipografía del Gobierno provincial; después le dio la vuelta para comprobar si en el reverso había algo más, pero, al no encontrar nada, se frotó los ojos y lo enrolló con cuidado antes de depositarlo en su cofrecito, donde solía guardar todo cuanto caía en sus manos.

16 August Friedrich Ferdinand von Kotzebue (1761-1819), dramaturgo alemán que residió varios años en Rusia y ostentó cargos en el servicio diplomático ruso. Escribió un gran número de obras sentimentales que gozaron de gran éxito en la época. Señalado por ser un espía del zar, Kotzebue fue asesinado por un estudiante alemán durante una función. El drama que se anuncia es Die Spanier in Peru oder Rollas Tod [Los españoles en Perú o la muerte de Rolla, 1796].  

Sirvieron de colofón a este día, parece ser, una ración de ternera fría, una botella de kvas espumoso 17 y un sueño atronador en el que roncó como una bomba de succión a toda potencia, como se dice en algunas partes de nuestro vasto imperio. Todo el día siguiente lo destinó a hacer visitas: el forastero pasó a saludar a todos los dignatarios de la ciudad. Fue a presentar sus respetos al gobernador que, todo sea dicho, al igual que Chíchikov, no era ni gordo ni flaco, llevaba colgada al cuello la Cruz de Santa Ana y se rumoreaba incluso que lo habían propuesto para una estrella.18 Por lo demás, era un bonachón que a veces incluso se entretenía haciendo bordados en tul.19 Luego, nuestro viajero fue a ver al vicegobernador, al procurador, al presidente de la Cámara, al jefe de Policía, al contratista, 20 al director de las fábricas imperiales… ¡Ay!, es difícil recordar a todos los poderosos de este mundo; baste con decir que el forastero desplegó una insólita actividad en materia de visitas: fue incluso a presentar sus respetos al inspector de Sanidad y al arquitecto municipal. Después, aún siguió un buen rato dando vueltas con la calesa, pensando a quién más podía visitar, pero en la ciudad ya no había más altos funcionarios. Al conversar con estos señores importantes, supo lisonjear a cada uno de ellos con gran habilidad.

17 El kvas es una bebida de muy baja graduación alcohólica y de sabor ácido que se prepara a base de harina de centeno, malta y pan negro, cuya mezcla se deja fermentar en agua. El tipo particular de kvas al que hace referencia se hacía con harina de trigo y de cebada y se envasaba en botellas de champán.

18 La Cruz de Santa Ana, una de las numerosas distinciones que se otorgaban al mérito civil y por servicios al Estado, se llevaba colgada al cuello o prendida en la solapa, según el grado. La Estrella alude a la Orden de San Estanislao, distinción civil polaca que empezó a concederse en 1765 y, a partir de 1831, en todo el Imperio ruso.

19 La práctica del bordado estaba muy extendida entre los hombres de la sociedad noble rusa a principios del siglo xix. El propio Gógol sabía bordar.

20 El contratista, o concesionario de alcohol (otkupschik), tenía un gran poder entre la ciudadanía local debido a su posición privilegiada como monopolista en el comercio de este producto. Para más información, véase la nota al pie n.º 15, en las págs. 15-16.

Al gobernador, de pasada, le insinuó que entraba en su provincia como quien se aventura en el paraíso, que los caminos en todas partes eran de terciopelo y que los Gobiernos que designan a mandatarios sabios son merecedores de gran elogio. Al jefe de Policía lo obsequió con palabras de alabanza sobre los centinelas; y, al conversar con el vicegobernador y el presidente de la Cámara, que aún no eran más que consejeros del Estado, se le escapó por error, en dos ocasiones, un «Su Excelencia», lo cual resultó sumamente agradable para los aludidos. De ahí que el gobernador lo invitara a una velada que ofrecía aquel mismo día en su casa; los demás funcionarios, cada uno por su parte, también lo invitaron bien a comer, bien a jugar a las cartas, bien a tomar el té.

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Autor: Nikolái Gógol. Título: Las almas muertas. Editorial: Nordicalibros. Venta: Amazon

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