«Nadie, ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas»
E. E. Cummings
Son las ocho y media de una tarde de agosto. En la arena de Verona se agolpan los siglos y las personas en sus localidades. Huele a lluvia, el león del Véneto anda suelto por la Piazza delle Erbe y un Hércules arrancado de la columna de Via Capello completa su décimo tercer trabajo. Hoy es noche de Rigoletto, y en el mar revuelto de un patio de butacas se fragua una de esas tormentas con las que el verano riega sus incendios. Afina la orquesta sus cuerdas como un encuadernador cose los cordeles de un libro.
Son las ocho y media de la tarde. Bajo un arco de la antigua arena se libra el combate diminuto de quienes se guarecen. El poco espacio de lo inesperado. Un viento húmedo taladra los huesos y los dientes castañetean, pidiendo su propia hoguera. Anda suelto el león de San Marcos por las calles de un vestido y la ópera cancelada se convierte en la noche perfecta para salir a cazar bestias en los pliegues de una servilleta.
Anochece en Verona, la ciudad traicionada por un balcón. Mañana, cuando un cuerpo amanezca dentro de otro, la tierra habrá girado sobre sí misma, y en quienes la habitan, hasta juntarlos como en aquel sueño Montejo. Son las ocho de un verano sin aviones. Una piel aprende de memoria el tiempo de otra. El verano es la mano que acaricia, la yema del dedo que dibuja una segunda boca. Es el León del Véneto que anda suelto por las calles de la ciudad.
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