Otro 23 de agosto, el de 1572, hace hoy 451 años, fue sábado y la víspera de una de las grandes matanzas de todos los tiempos. Caía el sol en París cuando los monjes y soldados que iban a perpetrarla empezaban a armarse. Entre ellos yacían los primeros cadáveres que su furia había dejado. Al menos así es como nos los muestra un óleo de Claudius Jacquand, datado en 1837, y conservado en el Nationalmuseum de Estocolmo.
«Mientras escribo, los están matando a todos: los desnudan, los arrastran por las calles, saquean las viviendas y no perdonan ni a los niños. ¡Bendito sea Dios, que ha convertido a los príncipes franceses a Su causa! ¡Quiera él inspirar sus corazones para que continúen como han empezado!”, comenta el embajador español, Diego de Zúñiga, en una carta enviada a Felipe II. Ahora bien, se impone señalar, máxime considerando que, según los historiadores, a la larga sería el beneficiado de la escabechina, su Majestad Católica condenó sin fisuras la matanza.
Cuantos estiman que aquellas muertes beneficiaron al imperio español consideran su instigador al duque de Alba. En su opinión, el entonces gobernador de los Países Bajos habría encargado el asesinato de Gaspar de Coligny, el calvinista jefe de los hugonotes en las guerras de religión, que el día 22 había sufrido un atentado y, habiendo sobrevivido, el 24 fue defenestrado.
Sin embargo, son más quienes defienden que los responsables fueron los Guisa, a la cabeza de los católicos y clamando venganza desde que Francisco de Guisa —el segundo duque de la casa— fue asesinado en 1562, por orden de Coligny. Al menos esa era la idea de los más exaltados.
Pero la tradición y Alejandro Dumas, que en La reina Margot (1845) hizo una novela histórica de todo esto, prefieren culpar a Catalina de Médici, la madre florentina y regente del rey de Francia, Carlos IX. La extranjera veía peligrar su poder a causa de la nobleza, con independencia de su credo. Ni los calvinistas de Gaspard de Coligny y Antonio de Borbón, el rey de Navarra, ni los católicos liderados por la familia Guisa, dispuesta a librar a Francia de la herejía, querían nada bueno para ella.
Ya el día 26, cuando en París apestaba el olor a muerto, a quemado y a carne apaleada, Carlos IX, hijo y pelele de la florentina, culparía de la carnicería a las cortes. Aseguró que él solo pretendía “prevenir la ejecución de una detestable y desdichada conspiración tramada por el almirante Coligny, jefe y autor de ésta, y sus secuaces y cómplices contra el rey y su Estado, la reina, su madre, sus hermanos, el rey de Navarra y cuantos príncipes y nobles estuvieran a su lado”.
Pero todo parece indicar que fue Catalina de Médici quien, con el frenético furor de una madre y la satánica ambición de una reina que creía en los designios del zodiaco, orquestó los odios que alimentaron el degolladero.
“El París refinado y culto, cruel, cínico y supersticioso”, leíamos en la contraportada de la edición de La reina Margot, dada a la imprenta por la editorial Sopena en 1978 —aún con el título de La reina Margarita y con la especificación de “padre” tras el nombre de Alejandro Dumas—, fue donde tuvo lugar una de las noches más oscuras de la historia. Un momento en que la humanidad dejó constancia para los siglos venideros de todo lo cruel que puede llegar a ser consigo misma. Aquella de San Bartolomé fue una de las vigilias en que la política aprendió de la religión a llevar a la gente a la muerte. Siguen en ello una y otra.
Entre los fragmentos trágicos, sangrientos y macabros que abundan en sus páginas, el novelista supo introducir el amor, la pasión turbulenta, imposible y nefanda de la reina Margarita de Valois, la Margot de Dumas, hermana de Carlos IX, hija de la regente y esposa del rey de Navarra. Salvó a su marido, Antonio de Borbón, de los católicos cuando fueron a degollarle. Como no pudo hacer lo mismo con su amante, Jacinto Oliviero de la Mole, acudió a pedir su cabeza al verdugo una vez fue decapitado.
Los historiadores se enfrentan a Dumas padre por este último dato. Para ellos siempre es la reina Margarita de Valois, una mujer culta, protectora de las artes y de esa paz entre los distintos credos para la que fue dada en matrimonio. Dicen los cronistas que el mismo nombre de Margot, en el que parece resonar el de una prostituta de Montmartre o el de la protagonista de un tango, ya es difamatorio.
Mero lector de la historia, en esa edición de hace 45 años, yo no soy quién para afirmar si el amor de la reina Margot por De la Mole fue verdadero o falso. Desde luego, merecería ser cierto. Al igual que la amistad que le unió a Aníbal de Coconnas, quien al verle imposibilitado para la huida de la capilla de los condenados por las torturas a las que había sido sometido, decidió que era un honor morir junto a él en el cadalso. Dos gentilhombres, que se les llamaba en aquellas traducciones de Sopena que no firmaba nadie. Así se escribe la historia, o debería escribirse.
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