La anécdota con la que abrimos hoy las Romanzas es protagonizada por un clásico de la sección: don Miguel de Unamuno y Jugo. Siendo diputado por Salamanca, en tiempos de la Segunda República, tuvo a bien dar un discurso (uno de los cinco que llegó a dar en el Congreso, si no me falla la memoria) analizando la influencia de las distintas lenguas de la península en la España republicana. Como conclusión, el vasco afirma: «España no es nación, es renación; renación de renacimiento y renación de renacer, allí donde se funden todas las diferencias, donde desaparece esa triste y pobre personalidad diferencial. […] Ahora me siento bajar poco a poco, al peso no de años, de siglos de recuerdos de Historia, al final y merecido descanso al regazo de la tierra maternal de nuestra común España, de la renación española, a esperar, a esperar allí que en la hierba que crezca sobre mí tañan ecos de una sola lengua española, que haya recogido, integrado, federado si queréis, todas las esencias íntimas, todos los jugos, todas las virtudes de esas lenguas que hoy tan tristemente, tan pobremente nos diferencian».
Reclama por tanto Unamuno, con algo de la ironía que le caracteriza, una lengua como elemento vertebrador, llámese ésta como queramos llamarla. Toda vez que España ha recogido a multitud de pueblos bajo una misma nación renacida, viene a decirnos, alcemos un código que sirva para vertebrar el discurso de todos sus ciudadanos, incluyendo los matices y virtudes de todas las lenguas que traen de base. ¿Supone esto olvidarse de las lenguas originarias? Obviamente no, y así lo reclama Unamuno en su alocución. Él, que tanta vida le dedicó al latín y al griego, idiomas base para entender nuestra mente, nunca abandonaría ni el castellano, ni el gallego, catalán, valenciano, balear, bable, aranés, ni por supuesto su idioma vasco, ni, qué sé yo, cualquier otro dialecto vivo o muerto. Las lenguas dan testimonio de la riqueza cultural de una región, esa base de pensamiento de un estrato histórico, y como tales hay que cuidarlas. Pero el pensador vizcaíno coloca por encima un código común que represente a todos los habitantes de una nación.
Ahora bien, seguro que muchos de ustedes, lectores, estarán pensando: ese código común ya existe, y es el idioma español. Y tendrían razón. Pero, ay, querido lector, aquí entra en el juego la tendencia taifista y repugnante de este país. El sueño de ver a un país blandiendo su verbo común sin complejos es imposible. Primero, porque hay un sector de la política que vive de ciscarse en todo lo que lleve la etiqueta «español», signifique esto la segunda lengua con más hablantes del mundo, la novela más aclamada de la historia de la literatura, o la selección femenina de fútbol. Tanto da. Y segundo, quizá lo más importante, el motivo por el cual no se puede compartir en esta sociedad ni el español, ni el esperanto, ni el volapük, ni la lengua renacida de Unamuno tiene que ver con que hay un sector de la política —relacionado con el anterior— que vive de acentuar las diferencias, de reclamar aquello en lo que divergimos, de promover la desunión. Si la política busca el bien común, he aquí un caso claro de región que apuesta por el modelo estrictamente contrario. ¿El resultado? Un Congreso donde cada cual va a lo suyo, y una sociedad fragmentada, rota, acabada. Decía el propio Unamuno: «La libertad es un bien común, y cuando no participen todos de ella, no serán libres los que se crean tales». Pues eso.
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