Al ratito nomás de haber empezado me dieron ganas de ir a tocar el timbre. No conocía a nadie, pero entre el aroma que venía de la cocina, las conversaciones acaloradas… Me llegué hasta la puerta del banquete sin invitación y pegué la oreja a la puerta, que en estos tiempos se aprende más así que yendo a la universidad. El tema que planteaba la Señora 6 era sobre la esclavitud de los vientres de las mujeres. Fruncí el ceño. Nunca lo había pensado de esa manera. Esclavas porque tuvimos la desgraciada gracia de nacer con útero: “Cuántas pibitas de todo el mundo llegan a los veintitantos y caen como chorlitas en una trampa sin saber la que les espera. Son marionetas del establishment, que impone un contrato de propiedad exclusiva de los órganos biológicos destinados a procrear y a mantener la especie y el patrimonio de las familias”. Ahí mismo me enfervoricé y le hubiera gritado algo por la cerradura, pero me primereó la Pochi: “Desde esa visión todo ese tralalá es para la transmisión de genes y de bienes materiales. ¿Ven, como dijiste vos recién, que la cultura complica todo?». Y luego, el señor 5: «¿Qué estará pasando en las cabezas de los que no pueden durar en la vida de a dos? ¿Será que no todos nacieron para eso?». Cada vez hay más hogares monoparentales. Ahí nomás se metió el señor 10 mientras masticaba un pancito: “¿Sabés lo que pasa? Es que antes había menos tentaciones, y lo que se veía en el entorno de la familia era lo único que podía atraerte. Antes no había aviones, reuniones nocturnas con los del laburo, seminarios en el extranjero… En ese contexto antiguo, sin otra alternativa, salvo algunas escapadas para los que podían pagárselas, la familia era lo único que se conocía”.
A la mesa estaba la señora 2, médica y de afectos dogmáticos por la religión, desencajada frente a la cuestión de haber descubierto en laboratorio que los terceros hijos en un 20% no son de su padre (del que deberían serlo, según la norma); la señorita 9 y sus frustraciones académicas, apabullada porque no entró a la universidad, pone en evidencia la hipocresía, lo que significa en este planeta repleto de organizaciones que consagran a la igualdad y a los derechos humanos no nacer en cuna de oro, lo casi imprescindible de tener algo de plata para poder llegar a “ser alguien en la vida”; estaba también la señora 4, en realidad señor que se percibe señora y trabaja de prostituta para la tercera edad en un acto de justicia para con nuestros mayores pero no por eso menos deseantes.
Y claro, entre borgoña y borgoña me empecé a entusiasmar. El tono de la charla era una fiesta, literal y literariamente, un oasis en medio de tanta politicamentecorrectura (la nueva pandemia). En lo de la Pochi valía ser como viniera en gana, siempre que no se jorobara demasiado a otro. Por eso estaban también los señores 5 y 7 contando a los cuatro vientos que se querían, ambos casados y divorciados de correctas señoras, que con el tiempo se dieron cuenta de que las ganas los llevaban a gustar de cosas diferentes a las que imponía el sistema, y se pusieron de novios: «Con mi ex sentía que todo lo que hacía estaba mal, y ahora no», cuenta el malhablado Gominita mirando a su enamorado señor 5, que agrega: “Yo vivía cómodo en un hogar clase media burgués con dos ingresos. No sé qué decir de los tipos que sufren y no les queda otra que quedarse en la casa que los aburre y los oprime, porque si se van la familia no come o ellos se van al bombo”. Y si “vivimos impregnados por una cultura que tiene el tupé de dar lecciones a las otras y se auto convence que es igualitaria, claro lo es apenitas, y por fuera…”, agregó ya algo beoda la señora 8, de ochenta y largos y opiniones bien filosas. «¿Cómo se las arregla una mujer sola que tiene que mantener al crío?», insistía la señora 6. “La cosa no tiene nada que ver con nuestro género biológico, sino porque no hay plata para pagar ayuda”.
¡Y para qué! Eso último sí que me efervesció. Dejé el vino a mi lado y ya no pude con mi genio. Chillé, con el libraco en la mano. ¡Tiene razón la norteña! ¿Acaso no todos somos esclavos? ¿Acaso los hijos que firman el contrato de cuidado de sus padres al nacer no lo son? ¿Cómo se arregla alguien que debe trabajar para mantenerse y tiene un progenitor al que cuidar? ¿Y los hombres que son rajados y deben mantener dos hogares y para eso tener tres trabajos y para eso tomar cinco Prozac y diez vitamínicos al día y no pueden llorar ni mostrarse vulnerables delante de los demás? ¿Y las madres que sí quieren hijos? ¡¿Por qué el deseo de ser madre es mandato y la rebelión uniparental es libre elección y no al revés?!
Volví al vaso casi vacío. Por más que pataleaba, nadie me ponía atención, claro, por esta cuestión de que el lector no tiene vela en el entierro. Usted vio cómo son las aburridas leyes del mundo real. Seguían los diez en la suya, escuchando a la señorita 9, que los enteraba de que entre el cerebro y el botoncito de la alegría femenino hay ocho mil cables que hacen que nos pase lo que nos pasa cuando nos lo saben hacer pasar. Sí, el almuerzo iba también de lección de anatomía pornosoft subidita de tono. Así que así estuve durante noches largas, algunas más beodas que otras, atrapada sin salida entre tecito y Trou Normand con hierbas catalanas, entre brote de cólera y reflexión al respecto, que la cosa no terminaba más, porque se ve que cuando se puede decir lo que se piensa el entusiasmo se va de boca y el tiempo vuela sin que uno se dé cuenta. Qué quiere que le diga, el libro no tiene desperdicio. Escrito de pe a pa en diálogo a lo Banquete de Platón. El señor 1 es el encargado de taquigrafiar todo lo que se conversa en el encuentro como singular regalo para la cumpleañera, la Pochi, anfitriona generosa que reúne en su casa de Paris a este variopinto grupo de viejas amistades de su tierra lejana, varios exiliados de la reina del plata en tiempos de persecutas gubernamentales. La escritura de forma desprolija, con errores de tipeo, como el mismo personaje advierte que saldrá debido al constante y efusivo parloteo de los invitados, nos va llevando a través de diálogos coloquiales, modismos bien argentinos, a una reflexión profunda sobre temas espinosos, algunos de los cuales parecieran estar ya discutidos y cerrados. Pero no.
Y sí, y además la Argentina… Siempre la Argentina… Como en su anterior novela, Americanos lastimados, atrapado entre dos patrias, Pablo Goldschmidt. Un poco de él en el país que le vio nacer, y otro poco en Paris. Y otro poco en Pakistán, en Camerún, en Guinea, en tantos lugares a donde va a curar, y a enseñar a curar a los que viven lejos, bien lejos del asfalto. Por eso muchos no sabemos que existen, pero se enferman lo mismo. Porque el autor, además de autor, es un montón de otras cosas: bioquímico, virólogo, farmacéutico, psicólogo, sabe de clínica médica, fue voluntario en la OMS. Se llega seguido hasta el África. Allí aplica un tratamiento que él mismo creó para curar el tracoma, una enfermedad que afecta a los pobres y causa millones de ciegos. Pablo cedió su patente a cambio de 600 mil dosis gratis para los africanos.
En fin… «La esperanza es el espacio del alma que muestra el lado infeliz de la humanidad», afirma bien borracha la señora tierra adentro, la doña 6, ya en el palier de retirada. En eso me hace pensar el doctor Goldschmidt, que conmueve prestándose a ayudar a cambio de que lo dejen, sin esperar nada más que la gente se cure. Conmueve porque escribe para espabilarnos. En el planeta hay gente que se la pasa mal. Muchísimas jovencitas mueren en partos, mal atendidas. “Un campesino africano de Burundi tiene que trabajar más de 35 años para cobrar lo que como promedio cobra otro representante de la misma especie animal por trabajar un mes en Suiza”. Y pienso: «Si queda alguien así, posiblemente haya otros, y si hay otros tenemos changüí para pecar de optimistas». Quizá en un futuro artificial e inteligente nos demos cuenta de que ser útiles a los demás es lo mejor que podemos hacer, y escuchar, que suele ser más provechoso que hablar (si la próxima me invitan aprendo a hacer panqueque de manzana al rhun).
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