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El laboratorio de la naturaleza, de Paola Giacomoni - Zenda
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El laboratorio de la naturaleza, de Paola Giacomoni

En El laboratorio de la naturaleza la filósofa y ensayista italiana Paola Giacomoni se lanza a explorar el impacto cultural que la contemplación de las montañas ha tenido en el pensamiento europeo desde el Renacimiento hasta la Ilustración y, sobre todo, el Romanticismo, desde la idea de la imperfección de la Tierra hasta la admiración absoluta...

En El laboratorio de la naturaleza la filósofa y ensayista italiana Paola Giacomoni se lanza a explorar el impacto cultural que la contemplación de las montañas ha tenido en el pensamiento europeo desde el Renacimiento hasta la Ilustración y, sobre todo, el Romanticismo, desde la idea de la imperfección de la Tierra hasta la admiración absoluta hacia los saberes que se ocultan bajo sus laderas. Un libro impresionante.

En Zenda reproducimos el prólogo de Eduardo Martínez de Pisón a El laboratorio de la naturaleza (Punto de vista), de Paola Giacomoni.

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INTRODUCCIÓN

La montaña cuenta la historia del mundo

Desde cualquier punto de vista que la observemos, la naturaleza nos lleva a formularnos preguntas, ya sea cuando aparece con deslumbradora belleza o en desconcertante caos. A menudo se la ha considerado el resultado de un diseño consciente, con una finalidad más o menos explícita, a la que parecen responder sus fenómenos más extraordinarios. La naturaleza es como la obra de un artista sublime, capaz de llevar a cabo los más ambiciosos proyectos, los más espléndidos planes, tan magníficos, variados y vastos que se escapan a veces a las limitaciones del intelecto humano. «Frente a tal espectáculo de variedad, orden, finalidad y belleza, toda lengua pierde su potencia expresiva, todos los números su capacidad de medida» y nuestro intelecto solo puede «rendirse a un mudo estupor». Kant subraya a menudo el hecho de que la contemplación del orden y la armonía del universo implican una dimensión estética tan sutil y sofisticada que se escapa a la formulación del lenguaje ordinario. Pero el silencio, el estupor y esa sensación enajenadora y desconcertante de impotencia, en cualquier caso no impiden, aunque lo hagan menos obvio, el placer de contemplar el espectacular funcionamiento del mundo, de la vida. La naturaleza, vista con los ojos de quien admira su perfección, lleva a pensar en un creador benévolo, amante del mundo y del hombre.

Sin embargo, Kant sabe bien que no es posible remontarse tan solo con la razón desde la obra de arte visible al incognoscible arquitecto divino que lo habría proyectado todo a la perfección. Entre otras razones, porque no todo es perfecto. Es evidente que la complejidad del universo no puede reducirse a unos pocos y simples principios, ya que en el funcionamiento de la naturaleza, dentro de la belleza misma, se manifiestan incongruencias: el orden va acompañado de destrucción y derroche, y la armonía a menudo esconde una masacre. También los fenómenos geológicos y meteorológicos revelan que no todo se remonta a un orden perfecto y acabado, a un cosmos armonioso y completamente regulado, porque la naturaleza posee una historia, se transforma traumáticamente y presenta numerosos aspectos inarmónicos. Aunque en general se considere regido por el orden, el universo contiene muchas zonas de caos, tanto a escala cósmica como en lo que concierne a la morfología terrestre. Antes de Kant, otros que se habían ocupado del tema en el pasado habían encontrado dificultades en la búsqueda de un sistema ordenado del cosmos al tener que enfrentarse a las irregularidades. Una de ellas, la existencia de montañas o cadenas montañosas, fue considerada durante mucho tiempo una falta de uniformidad, una «inigualdad».

Desde la Antigüedad los estudiosos no pudieron obviar la problemática cuestión que representaban las asperezas de la corteza terrestre, por su conformación geométricamente imperfecta, que Aristóteles adscribía a la imperfección característica del mundo sublunar. Este se contraponía al orden inmutable de los cielos, constituidos por material perfecto e impulsados por un único movimiento siempre igual a sí mismo, el circular y uniforme. Nuestro mundo, en cambio, era lugar de generación y corrupción, de nacimiento y muerte, de lo que continuamente muda sin orden, salvo que sea parcial y contingente. Algunos, como Lucrecio, pensaban, por el contrario, que el desorden visible era la prueba evidente de que este mundo no había sido creado para el hombre por una divinidad ordenadora, sino que se había formado casualmente, por movimientos fortuitos de átomos que habrían dado lugar a una conformación particular, sin motivos racionales comprensibles. También en el gran «inventario del mundo» de la Historia natural de Plinio los relieves de la Tierra, de los que habla en el libro dedicado a la cosmología, merecen poquísimo interés: aunque se les atribuya a las montañas una genérica utilidad como elemento de defensa, se le asigna un espacio incomparablemente mayor a la descripción de ríos, costas y mares, por su evidente y múltiple utilidad.

La Antigüedad griega y romana no estaba interesada ni se sentía atraída estéticamente por los fenómenos de la naturaleza que no estuvieran relacionados de algún modo con las actividades del hombre. Menos aún si se presentaban como obstáculos o fuente de miedo o de temor, como los terremotos, tempestades y otras catástrofes de diversa índole y magnitud. Era el paisaje campestre, relajante y ameno el que reflejaba la actividad «civilizadora» del hombre, el que era apreciado por su utilidad y armoniosa belleza. El llamado locus amoenus, o lugar deleitoso, está presente en la sensibilidad paisajística de muchos autores; mientras que los fenómenos salvajes de la naturaleza, cuando esta aparece como remota, inaccesible o se interpone como obstáculo a las actividades del hombre, no parecen presentar ningún aspecto positivo.

Los lugares montañosos como el Olimpo, el Helicón o el Parnaso se consideraban sedes de los dioses no tanto por su elevación, lo que podría contribuir a hacerlos más puros y nobles, más adecuados (por su naturaleza) para las divinidades, sino en cuanto lugares misteriosos y desconocidos, inaccesibles a los hombres. Esos no parecían propios de humanos, no eran idóneos para su vida, y solo en ese sentido se consideraban posible morada de los dioses. La sacralidad de la alta montaña tenía un valor privativo en el pensamiento de la Antigüedad clásica, era lugar de ausencia, de no conocimiento, de no relevancia para el hombre, el cual no se sentía elevado en su presencia. Era un no lugar, o el locus horridus, descrito como reverso negativo del locus amoenus, como espacio de miedo y de temor, un lugar del que huir. La Antigüedad no sucumbió a la fascinación de la belleza terrible o de lo sublime, de aquello que nos exalta estéticamente pasando a través del miedo o del horror. La naturaleza que estimaban era el lugar del refugio y de la tranquilidad campestre, no iban en busca de sensaciones fuertes ni apreciaban la estética del contraste.

El lenguaje usado en la Antigüedad para referirse al paisaje montañoso, que llega a veces incluso hasta nosotros, recurre a menudo a metáforas procedentes del ámbito de la patología de los seres vivos. Los Alpes y los montes en general son vistos por quienes los atraviesan por necesidad como excrecencias, ampollas, verrugas, protuberancias, tumores… Siempre términos de significado negativo que denotan enfermedad o deformidad. No eran lugares que suscitaran interés científico ni que proporcionaran emociones estéticamente significativas. Era mejor esquivarlos; era preferible evitarlos. Se trata de espacios ignorados, carentes de significado, cuando no fuente de desconcierto o de repulsión.

Son el resultado del pecado y de la depravación humana: esta será la explicación que de ellos dé inicialmente la cultura cristiana. La naturaleza entera fue «castigada» con el diluvio. Montañas y relieves terrestres, según una cierta interpretación de la Biblia, no aparecieron hasta después de dicho diluvio como residuos desordenados de una destrucción. El sentido del pecado y de la decadencia lleva a pensar que la naturaleza ha sufrido los efectos de la degradación moral del hombre y que la imperfección y el desorden son su consecuencia: los montes se presentan bajo esa sombría luz. Mucho más tarde, a principios del siglo xvii, el descubrimiento por parte de Galileo Galilei de los montes de la Luna fue interpretado por algunos estudiosos como el signo de una decadencia universal: si la Luna presentaba asperezas y depresiones era porque no estaba constituida por material perfecto, como hasta entonces se había creído. Si tenía una apariencia mundana, significaba que su naturaleza era terrestre. Esto a pesar de que se conociera bien su movimiento en los cielos. Para Galileo, sin embargo, esa era la prueba de que también la Tierra, y no solo los cuerpos celestes, podía desplazarse con movimiento circular: la teoría copernicana se confirmaba experimentalmente. Para muchos otros, en cambio, era la prueba de una extensión universal de la imperfección: los montes no eran más que los restos incompletos de un diseño perfecto que se había perdido a causa del hombre, sin belleza, sin estabilidad, sujetos a cambios imprevisibles.

Una excepción es la famosa Carta de Francesco Petrarca a Dionisio de Borgo San Sepolcro, de 1336, en la que aquel cuenta la ascensión al Mont Ventoux, cercano a Aviñón. En ella el paisaje montañoso aparece por primera vez como lugar de interés; pero, como es bien sabido, esa ascensión, que ha sido comentada por muchos estudiosos, es interpretada por el poeta en términos de elevación del alma y purificación, ascensión a lo más alto en cuanto búsqueda de espiritualidad, tal como testimonia la lectura que hace al llegar a la cima del monte de un pasaje de san Agustín. El interés por el espacio y el paisaje, si bien está presente, es solo fugaz, y Petrarca no se formula preguntas acerca del orden ni de la belleza de la naturaleza. El motivo de la búsqueda interior, de la perfección del alma es predominante y hace que pase a segundo plano la atención por «las cosas terrenales». Hay que señalar también que en el siglo xvi aparecen obras como la carta De montium admiratione, del naturalista suizo Conrad Gesner, y el tratado erudito De Alpibus, del teólogo y clasicista suizo Josias Simler, que muestran conocimiento y aprecio por el hábitat de montaña; pero se trata de casos aislados, son textos leídos y conocidos solo en un reducido ambiente intelectual, no determinan cambios relevantes en la mentalidad de la época y son ajenos a la dimensión cósmica del análisis de la naturaleza.

Un interés nuevo, capaz de advertir que la montaña es un lugar crucial para entender la historia de la Tierra, una especie de archivo del mundo, donde encontrar «documentos» nuevos y nuevas cuestiones que resolver, se va formando paulatinamente o a través de brechas imprevistas y no aparecerá en realidad hasta la modernidad tardía. Solo entonces, aquello que parecía sustraerse a las leyes o reglas universales y que se presentaba como irregular, o incluso como deforme, dará lugar a una nueva época científica y estética. Cuando al fin se recorre y se estudia directamente la montaña, se comprende que esta nos cuenta la historia del mundo, una historia larga y complicada, hecha de movimientos lentos, así como de repentinas catástrofes y derrumbamientos, que se dilatan en el tiempo a una escala no humana y que los plegamientos de las paredes, los precipicios y los estratos que han acabado en disposición vertical atestiguan de manera inquietante. Ese tiempo es un oscuro abismo cuyo fondo no se alcanza a ver, no es comprensible si se piensa en él como una prolongación hacia atrás de la historia del hombre. La geología contemporánea, con las mediciones y dataciones precisas que ha hecho posibles el nuevo instrumental científico, tiene sus raíces en el conocimiento del mundo alpestre y, más tarde, en la exploración de las montañas de todo el mundo. Al mismo tiempo, se irá afirmando de manera gradual una nueva estética que considera la belleza de lo salvaje y de lo irregular como provisto de valor, para luego abrir paso a una nueva dimensión no convencional de la belleza.

En la época moderna, los científicos que proponen una imagen positiva de la naturaleza como sobreabundante y perfecta ya no pueden ignorar la presencia de fenómenos naturales difíciles de clasificar. Cuando en la época renacentista y posrenacentista el cosmos, entendido como el mundo habitado por el hombre, se convierte en objeto de estudio digno de grandes obras de síntesis, como la Cosmographia universalis, del naturalista suizo Sebastian Münster del siglo xvi o el Mundus subterraneus del jesuita alemán Athanasius Kircher del siglo siguiente, los fenómenos geológicos, geográficos, físicos, químicos y eléctricos se considerarán en gran medida ligados entre sí. Interesa, pues, una visión de conjunto acerca del origen y la formación del cosmos a partir del caos primigenio. En la base de tal visión se encuentran, por un lado, la narración bíblica y, por otro, la observación directa, cercana, de los fenómenos naturales: ambas avanzan todavía al mismo paso. El escenario tiene un marcado trasfondo teológico: el relato de los días de la creación, del diluvio universal y de lo que siguió al mismo funciona como hilo conductor de la descripción de los fenómenos del mundo físico. Sin embargo, la teología será cuestionada cada vez más a medida que se vayan haciendo más observaciones de campo y que estas sean más precisas.

Con las síntesis de la nueva ciencia mecanicista derivada de la revolución científica del siglo xvii, las obras del filósofo francés René Descartes y, sucesivamente, las del científico inglés Isaac Newton, la explicación del origen y el funcionamiento del universo y del mundo del hombre alcanza un nivel muy elevado. El análisis científico se vuelve coherente y sistemático y es capaz de explicar a partir de pocas leyes mecánicas fenómenos muy diversos y hasta entonces considerados poco relacionados entre sí. Un nuevo programa científico sustituye completamente al aristotélico y se impone en poco tiempo. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas en todos los campos como lo son en la física; es mucho más complicado llegar a tener la misma visión sistemática e integral en el campo de los fenómenos de la vida orgánica. Igualmente complejo resulta explicar la cuestión —muy pronto crucial— de la gran variedad de los fenómenos terrestres. Los nuevos hallazgos que la investigación paleontológica y geológica sacaba a la luz, como los fósiles o la diversa formación y origen de las rocas, ponían en discusión los 6000 años de la creación del mundo convencionalmente aceptados de acuerdo con la narración bíblica. Pero, para ir más lejos habrá que esperar a la monumental Histoire naturelle del científico francés Georges Buffon, de mediados del siglo xviii, en la cual el periodo de tiempo desde la época de la creación pasará finalmente a tener unas dimensiones mucho más amplias, si bien aún muy alejadas de las actuales. Buffon habla de un tiempo de 75 000 años desde la creación. Por entonces era peligroso divulgar lo que ya se conjeturaba, es decir, que se trataba más bien de millones de años.

En la Protogea del filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz, de algún decenio antes, el razonamiento científico del origen de la Tierra estaba relacionado con la necesidad de explicar la imperfección, considerada como mal físico dentro del orden global del universo conocido. De hecho, según Leibniz, el universo no es producto del azar, sino, por el contrario, la realización de un proyecto entendido como la mejor combinación posible de fenómenos compatibles entre sí: «el mejor de los mundos posibles». Los elementos considerados de desorden o de irracionalidad —entre los cuales se encuentra también el carácter accidentado de la corteza terrestre, fruto del enfriamiento de un cuerpo incandescente— son para él tan solo aparentes, incomprensibles debido a nuestra limitada capacidad de intelección del proyecto divino.

El orden del mundo resulta cada vez más complejo para quien utiliza instrumentos técnicos como el telescopio y el microscopio. Y cada vez son más numerosos y frecuentes los fenómenos difícilmente clasificables. Las leyes científicas, para adecuarse a las nuevas exigencias cognitivas, han de ser cada vez más comprensibles y menos rígidas. En el campo de las ciencias de la vida (Life Sciences) resulta un problema, por ejemplo, el clasificar ciertas formas de vida entre los animales o los vegetales. Algo nada obvio en la época si se observan de cerca los diversos modos de crecimiento y reproducción. A su vez, quien estudia la historia de la Tierra ya no puede excluir objetos o fenómenos difíciles de descifrar, como mostró la emblemática disputa sobre los fósiles, o cuando se intentó dar una explicación de la accidentada morfología de la corteza terrestre.

Llegados a este punto, algunos innovadores comienzan a sentir la necesidad de salir del espacio cerrado de sus estudios y conocer de cerca territorios en gran parte todavía inexplorados y aparentemente poco interesantes como los mares y las montañas. Con la observación directa se comprende que hay que distinguir antes de juzgar y empieza a cambiar el lenguaje. Para hablar de las llamadas «desigualdades» de la superficie terrestre se sale lentamente del léxico de la anatomía patológica y se comienza a utilizar uno más rico y más neutro. Resulta interesante estudiar la naturaleza directamente allí donde incluso parece más complicado recoger pruebas y testimonios, donde los fenómenos son menos sencillos de explicar. Lenta pero inexorablemente, estos lugares, en vez de ser repudiados como se venía haciendo hasta entonces, empiezan a resultar atractivos para los científicos y también para los artistas.

Para algunos, la experiencia directa de la visión del paisaje de alta montaña será deslumbradora. El caso del geólogo y teólogo inglés Thomas Burnet, a fines del siglo xvii, es muy significativo. Después de meditar largo tiempo acerca de su viaje por Italia a través de los Alpes, sentirá la necesidad de formular una «teoría sacra de la Tierra» para dar respuesta a una especie de cortocircuito teórico que le había provocado la experiencia crucial de la irregularidad y también del caos bajo cuya apariencia se le había presentado el paisaje de montaña. El episodio bíblico del diluvio le servirá para explicar cómo un cosmos originario —que solo podía ser pensado como esfera perfecta y uniforme— se transformó traumáticamente en el «cúmulo de ruinas» que el paisaje montañoso presenta ante sus ojos. La contemplación del paisaje alpino, visto con una mirada externa llena de consternación y admiración, provoca un shock que promueve la reflexión científica y filosófica.

A principios del siglo siguiente, poetas y escritores ingleses como John Dennis o Joseph Addison describirán experiencias estéticas nuevas y sorprendentes a su paso por los Alpes en el transcurso del Grand Tour. Esas experiencias constituyen el núcleo inicial de poéticas innovadoras que tienden a sacar a la luz elementos que no eran propios de la estética clasicista, como el raptus, el entusiasmo, el estremecimiento de «deleitable horror» que invade a quienes contemplan paisajes accidentados y salvajes, altas cumbres y precipicios profundos. Comienza a abrirse paso la idea de que la naturaleza, cuanto menos se arregla y se cuida, más gusta. Filósofos como el noble inglés Anthony Ashley Shaftesbury sabrán encajar el dato en apariencia discordante de los paisajes terrestres inhóspitos dentro del gran cuadro de una armonía de la naturaleza que no ignora lo que se presenta como incongruente, imperfecto o desentonado. Se entiende que también eso puede formar parte del diseño de un dios cuyo proyecto de perfección es reconocible también —como para Leibniz— en los elementos en apariencia accidentales. Si bien la idea de la armonía y el equilibrio de la naturaleza aún prevalece, se dan cuenta —incluso científicos italianos como Antonio Vallisneri y, más tarde, Anton Lazzaro Moro y Giuseppe Arduino— de que ya no se puede negar la presencia de lo que aparece como irregular y no favorable a la vida del hombre; sobre todo si se reconoce la importancia de la experiencia directa del conocimiento de la naturaleza y de la montaña. El diseño divino, pues, es más intrincado y menos uniforme de lo que se pensaba, aunque, por principio, este continúe siendo perfecto y unitario.

Así se llega a una primera síntesis cuando, a mediados del siglo xviii, el filósofo e historiador inglés Edmund Burke, relanzando a lo grande un antiguo y olvidado concepto, lo sublime, esclarece y sistematiza una nueva estética, realmente extraña respecto a la clasicista, fundada en la proporción y la armonía. Una pasión «negativa», el terror, será considerada, inesperadamente, la base de una sensibilidad moderna para todo lo que escapa a las reglas de la razón clásica. La distinción respecto a la belleza clásica e incluso la contraposición a ella marcan una cesura en la estética del siglo xviii: los elementos de la vastedad, la potencia y la irregularidad, que superan la capacidad de la mente humana, revelados por Burke, encontrarán lugar más tarde en la Crítica del juicio de Kant. Esta obra representa el verdadero y propio manifiesto de una estética radicalmente renovada y abierta a los elementos conflictuales que se expresan en el sentimiento de lo sublime, el cual surge de la contemplación de una naturaleza cada vez menos tranquilizadora, a veces misteriosamente destructiva, pero vista de un modo nuevo y fascinante.

En los primeros decenios del siglo xviii, ya otros habían empezado a ocuparse del fenómeno de la montaña desde el punto de vista científico, recorriendo los valles y ascendiendo a algunas cumbres suizas, como había hecho el erudito Johann Jakob Scheuchzer, amigo de Newton. Este estudioso suizo, curioso y aventurero, se proponía no solo describir detalladamente la flora, fauna, minerales, metales, puertos y altitudes, es decir, un mundo hasta entonces prácticamente desconocido, sino también escribir una verdadera teología natural. Según él, era preciso demostrar el orden y la congruencia de la naturaleza precisamente allí donde esta se mostraba más accidentada y amenazadora. Sin olvidar los dragones, que describirá con la misma «precisión». También en los primeros decenios del siglo xviii otro suizo, el riguroso científico Albrecht von Haller, autor de importantes obras de medicina, recorre algunos senderos alpinos que le desatarán la vena poética y le inspirarán el primer poema dedicado por entero a los Alpes, con la intención explícita de presentarlos alejados de las antiguas imágenes negativas. Los propondrá como una nueva Arcadia, provistos por primera vez de valor positivo y en contraste con las ciudades modernas llenas de humo. Fue una obra de gran resonancia europea y una especie de inesperada anticipación del enfoque ecologista.

En la segunda mitad del siglo, la ambientación en Ginebra de la Nouvelle Héloïse roussoniana y la descripción de una breve ascensión solitaria llevada a cabo por uno de los personajes, el preceptor Saint-Preux, lanzarán la moda del viaje alpino en Europa, del que, sobre todo al principio, los ingleses se mostraron entusiastas. La vena sentimental del ilustrado franco-suizo Jean-Jacques Rousseau tiende a concentrarse sobre todo en torno a lo que acontece en el interior de los personajes, pero no es casual que, cuando habla de paisajes naturales, estos aparezcan a menudo como reflejos de los contrastes psicológicos de los protagonistas. La naturaleza salvaje gusta más que la naturaleza cultivada y tranquilizadora, su bondad originaria no se pone en discusión, a pesar de los escenarios impracticables o las cimas infecundas. En contraposición a la insostenible corrupción de la civilización, este se convierte en un lugar de paz, un lugar donde un hombre de carácter difícil y con complejos como Rousseau inesperadamente se encuentra a sus anchas.

A finales de siglo, el fenómeno se propaga entre los intelectuales europeos, quienes comprenden que el paisaje montañoso se presenta como una especie de teatro anatómico en plein air, como un gran laboratorio al aire libre en el que es posible estudiar, seccionar, pesar y medir los fenómenos de la naturaleza, precisamente allí donde parecía que estos eran menos fáciles de clasificar y sistematizar. Con los viajes del naturalista ginebrino Horace-Bénédict de Saussure, citado en la Crítica del juicio kantiana, asistimos a una etapa importante de este recorrido. La exploración directa y detallada de los Alpes, y del Mont Blanc en particular, en el que abre la primera vía recorrida por él personalmente, desmiente la idea iluminista según la cual la naturaleza está ordenada sobre la base de un sistema simple, organizado por ejes centrales y secundarios, visible desde la cima de un monte. En el mundo de la naturaleza, por el contrario, el sistema es menos previsible de lo que él esperaba, y eso le impedirá concluir la proyectada y omnicomprensiva «teoría de la Tierra». Todo debe ser estudiado caso por caso, evitando caer en síntesis generales. La naturaleza es contingente. El mismo Immanuel Kant, no obstante su indisponibilidad a viajar fuera de Königsberg, se ocupa de la geología y, por tanto, también de la montaña en sus diversos escritos científicos, desde la Teoría del cielo a las Lecciones de geografía, insertándola en un amplio cuadro de reflexión cósmica. Admitir una constante transformación de la naturaleza a lo largo del tiempo significa aceptar que los elementos del orden científicamente cognoscible coexisten con vastas zonas de caos en un universo en gran parte todavía en formación. El ser consciente de la existencia de elementos destructivos e incluso catastróficos en un cuadro de la naturaleza, que de todos modos no es pesimista, lo llevará en la última etapa de su vida a hacer afirmaciones menos tajantemente sistemáticas, más abiertas a una profundización sucesiva.

Desde este momento, el viaje alpino resulta prácticamente indispensable en la formación de un intelectual moderno, y la época romántica de la cultura europea será la heredera y catalizadora de la transformación que supuso en los estudios y en la sensibilidad. La estética de lo sublime hallará en esta experiencia uno de sus rasgos cruciales. La afasia que la caracteriza, la poética de lo irrepresentable, que es producto de ella, provoca una auténtica ruptura en el lenguaje poético, la irrupción de un nuevo campo metafórico que expresa un estado de disolución psíquica y, al mismo tiempo, de expansión de tonalidades emotivas.

El conocimiento directo del paisaje de montaña es una experiencia de discontinuidad y transgresión. Constriñe al científico a reformular de un modo más complejo una teoría del cosmos que requiere tener en cuenta también los fenómenos conflictivos y dinámicos de los cuales es expresión la morfología terrestre. Deja fuera de juego teorías con alto grado de abstracción como la cartesiana, que implicaba un orden geométrico que la naturaleza no siempre parece respetar, y, al mismo tiempo, reta al poeta a enfrentarse a la idea de la catástrofe, a medirse con ella, y a atreverse a usar un nuevo lenguaje audaz e innovador. Se siente la necesidad de un estilo que reconozca y acepte la transgresión y la discontinuidad y que la sepa convertir en el valor positivo de esa «poética del fragmento» típica y emblemáticamente romántica. La sensación de extravío, o incluso de desastre, parece abrir paso a nuevos paradigmas. Lo sublime que el paisaje montañoso representa hace que se considere lugar de transformación, elemento dinámico, renovador, y provoca también una neta metamorfosis en la poesía.

Habrá quien se involucre en ambas direcciones: los viajes alpinos a finales del siglo xviii del eximio poeta alemán Johann Wolfgang Goethe testimonian ese doble interés. Ante todo el estético, frente a un mundo que se le presenta al mismo tiempo como desafío al ser humano y su negación demoníaca; pero también el científico, por sus investigaciones sobre el granito, considerado «piedra originaria». Sus observaciones lo llevarán a plantearse la disputa científica en el ámbito geológico entre la hipótesis partidaria de las lentas modificaciones basadas en la continuidad de la naturaleza y la que se inclina por un proceso catastrófico y discontinuo.

Serán luego los diarios de viaje de muchos intelectuales de la época —como el del antropólogo suizo Christoph Meiners, que se convertirá en una especie de Baedeker, una guía de viaje para toda una generación, los del intelectual alemán Wilhelm von Humboldt o los del famoso científico italiano Alessandro Volta— los que definan los itinerarios «clásicos» por los Alpes y difundan su conocimiento y su fascinación. En los años siguientes, los Alpes se convierten en un nuevo elemento de inspiración poética para los románticos ingleses y alemanes. Friedrich Hölderlin, Ludwig Tieck, William Wordsworth, Percy y Mary Shelley, Lord Byron escribirán sobre ellos, así como el italiano Ugo Foscolo en Ultime lettere di Jacopo Ortis. Las mediciones barométricas y trigonométricas de Saussure o de Volta, encaminadas a tratar de determinar con rigor científico alturas que todavía distaban de ser precisas, se enlazan sin dificultad con el inflamado fervor de la poética romántica, experimental y experimentadora, en la que las cumbres pueden ser sacras, pero también arcanas. Se las ve como salvajes y potentes, como la patria de un alma que ya se siente fragmento y que, en lugar de terror o repugnancia hacia peñas y precipicios, advierte afinidad con ellos.

Pero no todos están de acuerdo: el gran filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel, a finales de siglo, no sucumbe a la fascinación de la sublime naturaleza. Los itinerarios alpinos, que de todos modos recorre a pie según la nueva moda, carecen completamente de atractivo a sus ojos, están fuera de la estética y de la ciencia. Considera la Tierra un organismo geológico que, no obstante, ya no está sometido al devenir y a la transformación —lo único que cuenta en tiempos de revoluciones—. Si ha habido historia de la Tierra, esa ya ha concluido y, por consiguiente, como tal, resulta poco interesante. En las discusiones geológicas de la época no estaba todavía definitivamente claro, como, en cambio, lo estará más tarde, que el tiempo y la transformación son categorías fundamentales también para la explicación de la morfología terrestre, absolutamente incomprensible y muda si se la considera estática y extraña a toda evolución.

Con el científico y viajero alemán Alexander von Humboldt y su obra Kosmos, escrita tras sus viajes por Sudamérica a principios del siglo xix, esa corriente encuentra una primera conclusión. Humboldt, como científico, recorre frenéticamente el globo en diversas direcciones, como nadie antes había osado hacerlo. La nueva ciencia puede relacionarse con la nueva poética romántica sin renunciar, al mismo tiempo, a un lenguaje racional. El lenguaje científico parece haber encontrado una forma positiva y ordenada tras haber asimilado la discontinuidad y el caos. El paisaje terrestre, sobre todo tras el descubrimiento de los trópicos como mundo regulado, como cosmos ordenado, se podrá estudiar ahora con un nuevo método: los seis mil metros de altitud andinos y el devenir de las estaciones trazan una fisonomía visible y reconocible de diversos tipos de paisaje. Estos adquieren orden, unidad y estructura en las diversas latitudes, haciéndose por tanto reconocibles positivamente en el lenguaje científico, así como en el poético y metafórico.

Desde el cosmos renacentista al humboldtiano es posible, pues, observar el paso de un orden simple, que implica amplias zonas de exclusión, a un orden más articulado, que conoce la complejidad de la modernidad y la asimila, dejando en herencia un nuevo bagaje científico y estético. Una conclusión que es también una anticipación del pensamiento ecologista, que hoy vuelve a ver la naturaleza como un todo en el cual las partes convergen según un equilibrio intrincado, pero todavía muy reconocible, y del cual puede hacerse poesía y pintura. La montaña como lugar crucial para comprender la organización de nuestro planeta habla no solo el lenguaje de la conquista y la fatiga, sino también el de una nueva y difícil belleza, de una concordia fundada en la disonancia, de una naturaleza materna y amenazadora a la vez, en la cual los contemporáneos, frenéticos, nerviosos y ansiosos de paz, podemos reconocernos. Una montaña moderna: inquietante y al mismo tiempo acogedora, antigua y a la vanguardia.

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Autor: Paola Giacomoni. Título: El laboratorio de la naturaleza. Traducción: Álida Ares. Editorial: Punto de vista. Venta: Todostuslibros

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