Foto de portada: Alba García
En la literatura de Aixa de la Cruz hay un «antes de Noa» (a.N.) y un «después de Noa» (d.N). Noa, se entiende, es la hija que tuvo hace ahora cuatro años con el también escritor Iván Repila. Una niña que le cambió la vida… y el método de trabajo.
Aceleraba la realidad con las drogas para que su cerebro, saturado con la velocidad de cuanto percibía, se centrara en un único elemento: la novela. Durante dos o tres meses, la autora escribía y se drogaba y se drogaba y escribía, y toda esa agitación daba como resultado el primer borrador de una ficción que, de tan torrencial como era, parecía haber sido escrita por alguien que llegaba tarde a su propio entierro.
Pero entonces llegó Noa y el mundo pegó un frenazo. Literalmente. Porque estalló la pandemia y todo se detuvo. Aixa de la Cruz e Iván Repila fueron de los que, tras el confinamiento, decidieron abandonar la ciudad y largarse a vivir a un pueblo. Y esta mudanza, sumada a la llegada de la maternidad y al consiguiente abandono de las drogas, transformó también la relación con el trabajo.
Lo primero que cambió, de una forma natural, fue el tecleo. Aixa de la Cruz llevaba casi un año cuidando de un ser tan frágil como puede ser un bebé y sus gestos se habían vuelto más delicados, menos bruscos, más cuidadosos. Salió de su interior una gracilidad que no recordaba poseer, y de pronto ya no aporreaba el teclado con ritmo acelerado, sino que lo hacía con la misma suavidad que cuando tocaba el piano en el Conservatorio, época de la que, por cierto, todavía mantiene la costumbre de marcar con el pie el ritmo de su propio fraseo.
El segundo cambio que Aixa de la Cruz introdujo en su método de trabajo fue el de la meditación. De tanto vivir en un pueblo donde reinaba el silencio, la escritora bilbaína se acercó a la cultura del yoga y, por lógica, a las técnicas de respiración. Y así fue como descubrió que existía otra forma de alcanzar la concentración que le llevaba exactamente al mismo lugar, cuando no más lejos, que cuando se drogaba durante las sesiones de escritura. Y es que, si las anfetaminas y las bebidas energéticas y los concentrados de cafeína aceleraban la realidad hasta el punto de detenerla, el yoga, la respiración y la meditación la frenaban hasta el punto de conseguir exactamente lo mismo. Y encima sin poner en riesgo la propia salud.
Así pues, Aixa de la Cruz viajó de la velocidad a la calma en apenas tres años, y ahora ya no es una mujer que trabaje de noche, que le robe horas al sueño y que se aísle de todo para vivir en su mundo. En estos tiempos «después de Noa» ha adaptado su jornada laboral a los ritmos escolares de su hija, lo que significa que, tras dejar a la pequeña en la escuela, practica un rato el yoga y se pone a trabajar a las 10:30. Lo hace en una habitación totalmente vacía en la que sólo hay una mesa y una silla plegables que la autora monta cuando quiere escribir y desmonta cuando necesita espacio para hacer el saludo al Sol, la postura del cuervo y la de la flor de loto. Por otra parte, cada tres cuartos de hora, medita durante tres minutos, y este sistema de tramos le permite alcanzar las 1000-1500 palabras al día, objetivo que suele lograr antes de las 16:00, que es la hora en la que recoge a Noa y la literatura queda de lado.
Aixa de la Cruz ha hecho el camino inverso al realizado por algunos de sus colegas. Ella ha ido de la aceleración a la lentitud, de la violencia a la calma, del ruido al silencio, cuando lo normal en este oficio —o al menos lo que se ve a poco que uno ponga los ojos donde debe ponerlos— es que los autores vayan ahogándose en el alcohol o consumiéndose en las drogas a medida que la realidad les va distanciando del éxito.
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La última novela de Aixa de la Cruz es Las herederas (Alfaguara).
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