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Víctor J. Vázquez: «Tenemos derecho a odiar» - Zenda
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Víctor J. Vázquez: «Tenemos derecho a odiar»

La libertad del artista, de Víctor J. Vázquez, es un ensayo imprescindible para todos lo que se dedican al oficio artístico, que señala los peligros que, desde el derecho, surgen en una sociedad que va a un ritmo superior.

Víctor J. Vázquez, profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla, autor de diversos volúmenes dedicados al derecho y uno de los columnistas más lúcidos de la actualidad desde el Diario de Sevilla, publica La libertad del artista (Athenaica), ensayo imprescindible para todos los que se dedican al oficio artístico, que señala los peligros que, desde el derecho, surgen en una sociedad que va a un ritmo superior.

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—¿Qué significa para usted que el cineasta Albert Serra firme su prólogo?

—Creo que Albert Serra es de los pocos artistas españoles que han tenido una idea coherente sobre qué es la irreverencia. No creo que él sea un artista irreverente, probablemente porque no esté en condiciones de serlo, porque ha sido un artista abrazado por la crítica, abrazado por Francia… Es decir, no está en el desamparo. Pero él, desde hace tiempo —yo soy muy amigo suyo—, ha sido muy consciente de que la irreverencia es algo casi imposible en el mundo del arte actual, porque precisamente es un arte subvencionado, protegido y demás. Entonces, para mí era fundamental que fuera él el que hiciera esas páginas. Es muy fácil, yo creo, desde la perspectiva del artista, caer en una autocomplacencia. Es decir, el creer que yo estoy verdaderamente provocando a la sociedad burguesa cuando verdaderamente estoy completamente integrado en ella. Y es más, en el prólogo en ningún caso Albert Serra quiere hacerse pasar a sí mismo como un artista irreverente. Más bien al contrario, yo creo que Albert Serra es un artista conservador.

—Es un artista, además, que entiende su arte. Porque muchos artistas, como usted sabe, son grandísimos artistas, pero no saben explicarse. Y hay una frase que Serra firma aquí que le explica: «El beneficio neto colectivo de permitir la máxima libertad es superior a los eventuales perjuicios psicológicos que pueda provocar en alguien».

—Antes que un cineasta, creo que Albert es un gran lector y un gran espectador y, sobre todo, un hombre muy culto. Entonces, ese prólogo está hecho, sobre todo, desde una perspectiva muy intelectual, muy reflexiva. Y él además es un artista que se piensa mucho a sí mismo. Todo lo que hace Albert Serra no es fruto de la improvisación, sino que ha tenido muy claro siempre el cineasta que ha querido ser en cada película.

—Entremos en harina. Quitemos de primeras lo jurídico de por medio, el derecho de por medio: ¿qué es el arte y qué es ser artista?

"El arte o la condición de artista es algo muy moderno. Si tú preguntaras a Leonardo Da Vinci o a Miguel Ángel si ellos eran artistas... pues eran técnicos"

—Creo que hoy en día la única definición de arte es aquello que los artistas hacen. El arte o la condición de artista es algo muy moderno. Si tú preguntaras a Leonardo Da Vinci o a Miguel Ángel si ellos eran artistas… pues eran técnicos. Tradicionalmente, la distinción entre el artista y el artesano es algo relativamente reciente. Creo que se puede hablar de artista a partir del romanticismo y que tiene mucho que ver con una forma de expresión. Por eso defiendo que todo arte a partir del romanticismo es en buena medida expresionista. Es una forma de transmitir un aspecto muy íntimo de tu yo, tu yo creador, de tu personalidad, a través de determinados materiales, a través de tu ingenio o a través de la ficción. Lo que ocurre es que es a partir de la vanguardia cuando el arte deja de ser objetual, comprensible, inteligible. Cuando, a partir de Duchamp, sobre todo, es la voluntad del artista la que transforma un urinario en arte, tenemos que ser muy modestos a la hora de definir qué es arte y qué no. Es arte aquello que los artistas hacen o aquello que el mundo del arte, el mundo de la cultura artística reconoce como tal, o la industria cultural reconoce como tal.

—El problema del arte incomprensible. Es decir, del arte que nadie entiende, porque está así ideado, ese arte que a veces tarda cien años en apreciarse. Y sobre todo, el grave problema que eso supone, no solo jurídicamente, sino intelectualmente, o para el análisis crítico: el cine incomprensible, la fotografía incomprensible o la pintura incomprensible.

—Aunque no contenga discurso, ya que en la vanguardia se renuncia al discurso, o se renuncie a un lenguaje, no significa que el arte no sea expresión. El arte siempre se expresa. Creo que ese es uno de los elementos esenciales, incluso aunque el propio artista haya sido deliberadamente hermético o quiera ser incomprensible. De la misma manera el tracto artístico siempre presupone un receptor que interpreta. Una de las claves fundamentales para mí fue estudiar la vanguardia, porque precisamente el arte que quería alejarse de lo comprensible, no participar en el debate social, es el que más impacto social tenía. Y más rechazo producía al poder.

—Se nos olvida muchas veces que el arte per se es una metafísica. Que sólo se entiende si se tiene en cuenta que es compartido con más gente, donde adquiere su significado total. Y de ese olvido sale esa obsesión por la literalidad, por señalar la obra de arte malvada, que te va a pervertir, como si el receptor no tuviese capacidad para interpretar.

—Creo que ahí se olvidan dos cosas. Una, que nadie es público cautivo de una obra de arte. Si tú quieres, no miras al cuadro, no pones la tele.

—Utilicemos siempre la frase de Jorge Ilegal: «Señora, si no le gusta mi careto…».

—«… cambie de canal». Es decir, nadie está en un cautiverio artístico, eso por un lado. Y luego, que se presupone la inteligencia del espectador y su capacidad de contextualizar. Y su capacidad de salir de la literalidad. Bueno, se presuponía. Yo creo que ese es uno de los problemas: vivimos en una sociedad muy literalista.

—¿Existe un paternalismo moral que quiere sustituir al derecho en ese sentido, de protegernos de la corrupción que entra a través del arte?

"No es que a mí no me haga gracia: es que además quiero protegerte de este humor que es malo para ti. Eso sólo puede darse en una sociedad puritana"

—Sí. Creo que hay dos conceptos que son completamente ajenos al mundo del derecho, pero que empiezan a influenciar en la manera en que los jueces se aproximan a esto. Primer concepto: que hay derecho a no sentirse ofendido. Eso es imposible de sostener jurídicamente: no podríamos vivir en una sociedad liberal donde no nos ofendieran cosas. Y segundo, que tengo una obligación de proteger a los demás para que no accedan a determinados materiales que son catalogados como perniciosos, que tengo esa obligación ética. «Voy a evitar que esto llegue a…». Creo que están completamente al margen de lo jurídico las dos preocupaciones, pero pueden influir, porque al fin y al cabo los jueces no son impermeables a la cultura en la que viven. Pueden influir en la forma en que se aproximan a estos conflictos. Lo estamos viendo en algunos casos, en los casos del humor, que tú lo conoces muchísimo mejor que yo. O sea, no es que a mí no me haga gracia, es que además quiero protegerte de este humor que es malo para ti. Eso sólo puede darse en una sociedad puritana.

—¿Qué es el arte para el derecho? ¿Cómo afronta un jurista el arte?

—El arte es una forma de expresión. Es una subespecie de la libertad de expresión. La libertad artística necesita autonomía. ¿Por qué? Porque el arte, como dice un juez americano, es el lugar donde cada hombre es único. Tiene mucho que ver con la individualidad: además es una forma de expresión que necesariamente ha de proteger la irreverencia. Porque cómo se ha decantado históricamente la libertad artística ha sido muy claro: ha sido a través de la profanación del tabú. O sea, que es una subespecie de la libertad de expresión muy vinculada a la irreverencia, muy vinculada a la expresión del yo y que en la mayoría de los casos es inocua en tanto juega en el mundo de la figuración. En la mayoría, no en todos. Juega en la ficción, en la figuración, y la ficción no produce un daño que pueda tener una respuesta por parte del derecho. Ahora bien, el arte a veces quiere salirse de la ficción, jugar con una ficción temeraria, hacer pasar por real algo que yo me estoy inventando. O puede, como Banksy, querer pintar las calles, pintar la propiedad ajena. O puede un tatuador querer no aceptar aquello que ha contratado con el cuerpo tatuado y hacerle un tatuaje del tamaño de un campo de fútbol. Y eso podemos entender que es arte. Pero obviamente, como ya no te mueves en la ficción, estás en un mundo tangible, entras en el mundo de los límites. La libertad artística tiene límites. Por supuesto que tiene límites. La autoficción. Si yo utilizo la autoficción para narrar la intimidad de terceras personas de manera muy detallada e incisiva, pues obviamente nadie me puede negar mi condición de artista, pero puedo haber lesionado la intimidad ajena. El arte es un mundo que en lo puramente figurativo no encuentra límite en la idea de daño, pero cuando abandona la figuración o la ficción puede encontrarlo.

—Ahí se encontraría el arte provocativo y una figura que a mí me interesa muchísimo, especialmente en el humor: el insulto. Los límites del insulto en el arte.

"Si yo estoy asistiendo a una sátira o leo una revista satírica, el pacto es claro"

—Esto lo conoces tú mucho mejor que yo. Está muy vinculado al código o al pacto que tú hagas con el espectador. Si yo estoy asistiendo a una sátira o leo una revista satírica, el pacto es claro. Por eso yo creo que la sátira está muy alejada de la idea de daño. Porque cuando yo estoy viendo que una persona está satirizando, no me están diciendo que eso es así. Se está distorsionando. Claramente hay un código aceptado, aparte de un código cultural antiquísimo, el de la sátira, que es muy liberador. Y desde el momento en que yo conozco el código, asumo que eso que se está diciendo de la persona equis, o esa hipérbole que se está haciendo de ella, no es cierta. Me está transmitiendo una información sobre ella, crítica, pero no es cierta. Ahora bien, lo peligroso es cuando yo no dejo claro ese pacto. Y te estoy transmitiendo como si fueran ciertos hechos relativos a esta persona que no lo son. Eso no es sátira, eso es otra cosa. Y cuando el insulto, o las palabras malsonantes, o los juicios de valor hipertróficos, o las groserías se hacen en el código satírico, pues obviamente se pueden perfectamente subsumir como tal. Distinto es cuando yo me salgo del código satírico y la intención es el animus iniuriandi. Yo te digo esto para humillarte públicamente.

—A pesar de que te avise «no te insulto, sólo te estoy satirizando».

—No, no, no, no, no tiene nada que ver. Entonces ahí, por ejemplo, quien abre una revista satírica asume el código. Eso es distinto. Tú has hecho sátira. No eres el mismo Edu Galán cuando escribes en una revista satírica que cuando hablas en un programa de radio sobre política. Evidentemente. Y entonces un juez que no sepa distinguir eso es un juez que se equivoca a la hora de aproximarse a estos conflictos.

—Habla de la autoficción y sus límites.

—Creo que si tú haces un documental sobre la vida de una persona, te estás sometiendo al canon periodístico. Al público le estás diciendo: «Esto es un documento. Lo que yo digo es cierto, está contrastado y tiene relevancia pública». Ese es tu marco jurídico. No hay más. Si tú haces una ficción inspirada en un personaje, tienes que dejar muy claro que está inspirada en, pero que es una ficción. También hay un derecho a la inspiración, está claro. Ahora bien, el punto entre medias es el peligroso, donde yo hago pasar como un documental, utilizo el formato del documental, algo que en realidad es una ficción, y que un espectador puede verlo como un relato cierto de la vida de una persona. Yo creo que ahí es donde está el conflicto jurídico, y habrá que ir caso por caso. Pero claro, si usas la voz, la manera de vestir, el ambiente, el lugar, el trabajo y al mismo tiempo le imputas hechos que son deshonrosos, o incluso que pueden ser constitutivos de delito, y no está claro que tú le estás diciendo al espectador que esto es una ficción, que esto es una creación, ahí obviamente pueden producirse conflictos jurídicos con él.

—Qué tremendo reto tenemos en las profesiones, especialmente en las audiovisuales, con la inteligencia artificial. Y creo que jurídicamente tanto los artistas, o la gente que nos dedicamos a este mundo, como los que os dedicáis a lo jurídico vamos muy atrás.

—Ahí va a ser importantísimo la autorregulación del gremio.

—No me haga llorar.

—(Se ríe) Ahí yo creo que tiene que ponerse un cierto código deontológico, y que eso va a facilitar la solución jurídica. Por lo menos aunque se hagan, que tengan una cierta sanción gremial.

—El daño en el arte se ha transmutado, o por lo menos se cacarea, al discurso del odio. ¿Nos estamos pasando con el discurso del odio?

"En el último libro sobre el Bataclan de Emmanuel Carrère lo que más molestaba a las víctimas es que no odiaran a los asesinos. Les molestaba el que hubiera gente que fuese comprensiva"

—Creo que la idea jurídica del discurso del odio ha sido una idea nociva. Primero, porque odiar no es delito. Es más, tenemos derecho a odiar. En el último libro sobre el Bataclan de Emmanuel Carrère lo que más molestaba a las víctimas es que no odiaran a los asesinos. Les molestaba el que hubiera gente que fuese comprensiva. Odiar no es delito, con lo cual es una contradicción en los términos actuales: si odiar no es delito, aquí ocurre que decir algo que a otro le puede despertar el sentimiento de odio puede ser delito. Es un concepto jurídico inútil. Tú no puedes hacer el test de la inquina a una persona. «Usted ha hecho esto, pero yo lo que voy es a cotejar su sentimiento». Es mucho más útil y pragmático jurídicamente movernos en las expresiones que pueden incitar directamente al delito, crear una situación donde el peligro sea real y cierto para determinados bienes jurídicos.

—¿Como por ejemplo?

—Como por ejemplo, poner un tuit en el que se inste a los jóvenes de un determinado lugar a ir al domicilio de X a pegarle una paliza. No es discurso del odio. Es que es algo más fácil. Es una incitación. Es una incitación, una provocación. Se está generando un peligro real y cierto a través de esas declaraciones. Pero medir el odio, el sentimiento, es decir, hacer jurisprudencia de los sentimientos es nocivo. Y además podemos llegar al absurdo de que se considere que quemar una foto del rey ha de estar condenado por el delito de injurias a la corona, porque hay un sentimiento de odio, como ha dicho el Tribunal Constitucional. El delito de odio surge para proteger a las minorías.

—El rey no es una minoría.

—Numérica, sí (nos reímos). O por ejemplo, los delitos de odio contra la policía. Hay que proteger a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Pero la idea del odio era para proteger a los transexuales, a los gitanos… Y creo que ha sido un concepto muy poco útil en el ámbito del derecho. Hay que proteger frente a expresiones que generen un peligro real y cierto. Pero los delitos de peligro abstracto como «lo que usted está diciendo genera una atmósfera, y dentro de esa atmósfera puede haber eventualmente una persona»… El derecho penal no es conjetural, al revés. El derecho penal, como derecho de ultima ratio del ordenamiento, exige unos nexos causales. Por lo tanto, yo creo, y en el mundo del arte más, que la idea de discurso del odio hay que erradicarla. No tiene ningún sentido trasladar al mundo del arte el concepto de discurso del odio, porque te mueves en la figuración, en lo interpretable.

—Una película donde, por ejemplo, se mate sin remordimiento a personas de otras razas, ¿es discurso del odio?

"Trasladar la idea de discurso del odio al arte es completamente absurdo"

—El Padrino podría ser discurso del odio. Claro, el que ve El Padrino no está pensando. Como hay una aproximación estética a la violencia, me están diciendo que yo sería un tío más guay si corto la cabeza de un caballo, hombre, o sea, el código. Entonces, yo creo que trasladar la idea de discurso del odio al arte es completamente absurdo. Ya lo es en otros ámbitos; pues con respecto a la libertad artística más todavía.

—¿Qué tipos de censura nos deben preocupar?

—Creo que la censura es polisémica. Censura jurídica es algo muy concreto. Es que el Estado haga un control previo de las publicaciones o haga un control previo de las opiniones, de las producciones. Eso no existe.

—Sí, al estilo de Corea del Norte.

—Eso no existe en Occidente. En sentido cultural, llamamos censura también a la censura que puede hacer un grupo empresarial o a la censura de la cultura de la cancelación. El problema de estas censuras es que, precisamente porque no tienen una solución jurídica, la responsabilidad frente a ellas reside en la propia sociedad. En la propia sociedad de no tolerarlas. Por eso son preocupantes. Es decir, si asumimos como algo normal el que se condene el ostracismo a un determinado artista por una opinión inmoral, pues obviamente nos exponemos a que hay un efecto de desaliento en el mundo de la creación artística muy fuerte. Muy fuerte. La cultura de la cancelación no tiene relevancia jurídica, salvo cuando la tiene. Es decir, que si a mí me amenazan, o si a mí me queman la editorial por haber publicado un libro, eso va a tener relevancia. O si tú quieres hacer un espectáculo y te amenazan.

—Muchos en España minimizan la cultura de la cancelación, en el sentido de que en algunos casos no condena el ostracismo. Pero aceptan que por tus opiniones o hechos de tu vida privada se te haga pasar por caminos psicológicos muy malvados, tanto meter miedo con tu futuro económico, identificarte como machista, violador o pederasta o recuerdo a la escritora María Frisa, a la que señalaron como una maltratadora de niños y tratan de excluirla profesional y socialmente. No sé qué derecho tienen, ya que va más allá de la crítica legítima. Y menos los que los justifican. Pero claro, eso no tiene ningún camino jurídico.

—Una cultura de la libertad requiere también gente que en un momento determinado diga que esto no puede ir por este camino.

—¿Qué tipo de censura representa la Asociación de Abogados Cristianos, que acude al juzgado por cualquier representación artística crítica con su religión?

—Creo que los abogados cristianos el éxito que tienen es que les admitan a trámite las querellas.

—¿Y por qué ocurre esto?

"Creo que en el caso de los abogados cristianos su éxito reside en que provocan procesos penales para su publicidad"

—Creo que porque hay muchos jueces que tienen miedo a dictar autos de sobreseimiento, cuando en ningún caso de este tipo tendría que haber proceso. El proceso ahora de la revista Mongolia. Es que no tiene que haber proceso. Es que es tan claro, tan clarísimo, que el delito de la ofensa es de dudosísima constitucionalidad… Lo ha dicho la doctrina. Lo han dicho sentencias del Tribunal Supremo, sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La sátira religiosa está completamente integrada en nuestra cultura jurídica. La manera de que las querellas de los abogados cristianos se agoten en sí mismas es que no haya procesos porque siempre haya absolución. El éxito suyo, en último término, es mínimo. Porque siempre acaba en una sentencia de resolución. Pero es que lo que no tiene que haber es un proceso siquiera. Porque los procesos penales son muy duros. Aunque los ganes. Un proceso penal es una putada. Y tú no puedes someter a ese trance a dos artistas o a una pequeña revista de tener que contratar un abogado, de tener que ir a declarar, del efecto de desaliento que produce, pensarte otra vez lo que dices, cuando el derecho aquí es muy claro, muy, muy claro. Creo que en el caso de los abogados cristianos su éxito reside en que provocan procesos penales para su publicidad, que aunque tengan un resultado insatisfactorio para ellos se lo hacen pasar mal siempre a la persona que se tiene que enfrentar a ellos. El delito de ofensa a los sentimientos religiosos es de dudosísima constitucionalidad. Era un delito que prácticamente no se aplicaba, que no había procesos, y desgraciadamente desde unos años para acá ha habido procesos y condenas. El «coño insumiso», por ejemplo. El caso del «coño insumiso» es una condena que no supera en ningún caso un test de constitucionalidad, y que me imagino que el Tribunal Constitucional amparará, y si no, lo hará el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

—¿Y qué respuesta deberíamos dar a estos abogados?

—Tiene que ser una respuesta social. La derecha, ahora que presume de amante de la libertad de expresión, que se autodenomina «derecha punk«, pues que ejerza coherentemente. Sería muy saludable que desde medios de derechas conservadores, que presumen de oponerse a la cancelación y de amar la tauromaquia, por ejemplo, y de defender toda la libertad de expresión con todas sus consecuencias, les digan a estos señores, abogados cristianos, que hasta aquí hemos llegado.

—Última pregunta que le hago, probablemente la más siniestra. Y que más me duele de todo su libro. ¿Qué hace el Estado de Derecho para defender expresiones artísticas que ofendan a religiones o a verdaderas violencias duras, como el yihadismo extremista, la ultraderecha… ¿Cómo se puede proteger el artista a través del derecho contra esta gente que te puede matar?

"El problema de la blasfemia contra el islam, y aquí hay que ser realistas, es que los blasfemos estaban amparados por la libertad de expresión y por los estados"

—Ahí lo duro, Edu, es lo siguiente. El problema de la blasfemia contra el islam, y aquí hay que ser realistas, es que los blasfemos estaban amparados por la libertad de expresión y por los estados. Theo van Gogh, Salman Rushdie, Charlie Hebdo… eran blasfemos insider. Ellos simplemente se situaban en una cultura occidental conquistada en el siglo XX, que es que te puedes reír y cuestionar los dogmas religiosos. Esto ya está aceptado. El ordenamiento jurídico los protege. A ellos se les condena no por el Estado sino por el fundamentalismo islámico que rivaliza con el Estado en el monopolio del uso de la fuerza. Y les dice: «Ustedes han vulnerado no el ordenamiento jurídico del Estado, sino el mío. Y la sentencia es ésta, la muerte». Pero lo terrorífico es que se ejecutan.

—No en suelo islámico.

—Son sentencias implacables. A Theo van Gogh lo matan. A Salman Rushdie casi lo matan hace dos días, y mataron a su traductor. En Charlie Hebdo matan a varios. Ya no es un problema de derecho a la libertad de expresión, es un problema de derecho a la vida, y de la capacidad que tienen los estados para monopolizar el uso de la fuerza. Y se ha demostrado que es muy jodido. Estos sí que son verdaderos héroes y mártires de la libertad de expresión. Mucha gente dice «yo he estado censurado» porque le han boicoteado una presentación o no le sacan en un canal de televisión. Qué va: estos tíos son los únicos héroes que nos quedan.

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Edu Galán

Edu Galán (Oviedo, 1980) es escritor y psicólogo. Desde 2002 escribe con regularidad en diferentes medios: a día de hoy, en Zenda y ABC Cultural. En 2022 publicó La máscara moral, una reflexión sobre el manoseo individualista de las diversas morales en nuestros tiempos, y estrenó la serie documental en audio Casete (2022), una sociología de los chistes de casete y el país que los parió. Su ensayo El síndrome Woody Allen (Debate) vio la luz en 2020. Ese año se reeditó en digital Morir de pie. Stand-up (y Norteamérica) (Rema y Vive). Es cofundador de la revista satírica Mongolia (2012): ha participado en todos sus números mensuales, libros, espectáculos teatrales, podcasts y apariciones televisivas hasta junio de 2021, donde ya solo continúa como accionista. Produjo con David Trueba y Fran Nixon el documental Salir de casa (2016) de David Trueba. Colabora en La brújula de Onda Cero, con Rafa Latorre, y en diversos programas de La Sexta, como Encuentros inesperados (2022) con Mamen Mendizábal. @edugalan

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