Yo a Clinton lo conozco desde hace mucho, desde los tiempos en que mi padre regentaba la peluquería.
Recuerdo a mi viejo hablando con él en gallego, mientras le afeitaba la cabeza y le arreglaba la barba; pero no en el gallego normativo de los políticos; ni siquiera en la variante barroca y cantarina de las rías. Los recuerdo a ambos conversando en el dialecto aún más impenetrable de los marineros, de los que se tiran dos meses en el Atlántico Sur pescando el calamar, jerga que merecería su propio diccionario y una gramática con olor a sentinas.
Mi padre también salía a la mar, antes de montar la peluquería.
De niño me decía: «Brais, no te hagas marinero; esa gente es muy ruda, cuesta ganarse su confianza».
Nunca se me pasó por la cabeza. A mí siempre me ha gustado el oficio de peluquero. Cinco años después de haber heredado el negocio, me sigo levantando con alegría para ir al trabajo, aunque de vez en cuando me toque cortarle el pelo a tipos tan diferentes como Clinton. Digo diferentes porque yo a la peluquería le imprimí mi sello particular, la hice más moderna. Mis clientes suelen ser chavales pluriempleados que se mueren por ir a la moda.
De los tiempos de mi padre, solo queda Clinton. Aunque debería decir quedaba, pues ya no lo dejo entrar en la peluquería.
—¿Qué sucedió? —me pregunta el joven al que le cuento esta historia, mientras le corto el flequillo.
—Pues que me montó un cristo de narices, y lo quiero lejos —respondo.
—¿Y por qué lo llaman así?
—Porque se parece a Bill Clinton.
—¿Bill Clinton?
—El expresidente de los Estados Unidos.
—Ni idea —admite el chaval.
Es igual. El caso es que antes de 1993, fecha en que el norteamericano accedió a la Casa Blanca, al marinero todos lo llamaban por su nombre: Modesto.
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Yo a Clinton le habré rapado la cabeza una veintena de veces, afeitado arriba afeitado abajo.
Su modus operandi era casi siempre el mismo: cuando finalizaba la campaña del calamar, el buque arrastrero regresaba a Vigo, Clinton tomaba del patrón su parte y a continuación reservaba una habitación de hotel. Se aseaba, se compraba ropa y, por último, venía hasta la peluquería, para ir como un pincel a los burdeles. Después de desaparecer varios días, cruzaba la ría en el transbordador y se quedaba en casa de su hermano, hasta la siguiente campaña.
—¿Iba de putas? —pregunta el chaval.
—Me temo que las políticas de igualdad no han llegado a los caladeros —respondo.
—¿Y no te importaba?
—Un peluquero es como un abogado defensor. Todo el mundo tiene derecho a uno.
O sea que mi negocio era el último lugar que visitaba, antes de frecuentar los clubes de alterne.
La última vez que lo hizo fue la semana pasada. Como siempre, se presentó sin cita y tuvo que esperar.
Cuando los dos trabajadores que tengo empleados acabaron con sus respectivos clientes, no quiso ir con ellos. Quería que lo atendiese el hijo de Amancio, o sea yo, aunque nunca tuvimos filin.
Clinton se acomodó finalmente en la silla.
Le rapé la cabeza.
Le recorté la barba espesa y blanca, que olía a las Islas Malvinas.
Como se aburría, se puso a discutir con un cliente sobre si la juventud era medio retrasada.
Joder.
Me daba miedo ese hombre.
Me suelen dar miedo los tipos que se presentan en los locales con un sobre lleno de billetes.
Me causan vergüenza ajena y terror la gente que hace ostentación de ello.
Pues Clinton no llevaba un sobre, sino dos, cada uno con cinco mil euros en su interior. Alardeaba en alto de lo obtenido en la marea; le importaba un carajo lo que pensásemos de él.
Cuando lo afeité, me pagó y se largó.
—¿Y eso es todo? —me pregunta el chaval.
—Ahora viene lo bueno —respondo, mientras le rapo la nuca como me ha pedido.
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Supe tiempo después que, nada más salir de la peluquería, se fue a beber a un garito del puerto con sus viejos amigos del lumpenproletariado; antiguos obreros de los astilleros que al no encontrar trabajo, iban tirando gracias a los subsidios y al trapicheo de poca monta.
Luego subió al barrio chino y siguió bebiendo en una taberna donde los puteros se suelen reunir, antes de ir al burdel. Me consta que lo vieron sacar dinero de uno de los sobres e invitar a unos filipinos de un buque portacontenedores, que iban como cubas. Luego insinuó que los filipinos tenían sexo con las rayas que pescaban y parece ser que se lio parda.
Nadie llamó a la policía. Varias mujeres mediaron en la trifulca. Volvió a congraciarse con los filipinos y acabaron todos en el Barullo’s Guitar, donde bebió con un maquinista de Crimea hasta reventar. Pero luego planteó dudas sobre la nacionalidad del eslavo y se montó.
—Tú eres ucraniano —le dijo Clinton.
—Te mato y luego te como —respondió el ruso.
Acabó sacando el sobre e invitándolo, como a los filipinos. Una prostituta había venido a poner paz. También le dio dinero a esa mujer, por su intervención, aunque no se acostó con ella.
Me contaron que se fue con Julia, una gallega que se había criado en Cangas, como él.
Luego alguien vio a Julia bajando del piso de arriba, con uno de los sobres de Clinton en la mano.
A saber si será verdad.
*****
Todo eso me lo contaron tiempo después. El caso es que al día siguiente de arreglarle la poblada barba, Clinton reapareció por mi local, acompañado de dos agentes de la Policía Nacional.
—¿Y eso? —se sorprende el cliente.
—Decía que le habíamos robado uno de los sobres —le explico—-. Que le faltaban cinco mil euros.
—¿En serio?
—El viejo aseguraba que se lo habían birlado en la peluquería.
—Jaja ¡No puede ser! —exclama divertido el chaval.
Con dos cojones, después de haberse pasado la noche bebiendo con yonquis, prostitutas, borrachos y asesinos, Clinton se presentó en mi negocio asegurando que alguien se había quedado el sobre. No daba crédito a lo que decía. Había que tener mucha cara para afirmar eso.
—¿Estamos locos o qué, Clinton? —le dije—. ¡Que te has desmadrado, como cada vez que vuelves de las Malvinas!
—Foi eiquí (fue aquí) —insistió el marinero.
—¿Y no sería en el Barullo´s Guitar o en el antro de Jonás el Maracas? —le solté, muy harto.
—Foi eiquí.
Como la cosa no conducía a nada, los policías le dijeron que pusiera una denuncia y se fueron.
El marinero se largó jurando en arameo, no sin antes amenazarme con quemar el local. Sin embargo, yo ya le había perdido el miedo. Le dije que no se le ocurriera volver por aquí.
—Vaya morro que le echa la peña —concluye el cliente.
—Y tanto —asiento.
—¿Ya hemos terminado?
—Ya casi estamos. Sube un poquito la barbilla, por favor… —le pido, para poder afeitarlo.
—Pero si no tengo barba… —se extraña el joven.
—Cállate y no te muevas —le ordeno, a la vez que alcanzo una navaja y se la coloco en la nuez.
—¿Pero qué haces?
—¿Sabes? Te vi acercarte al abrigo de Clinton el otro día —le cuento—. Hace justo una semana. Cuando te asomaste por la puerta del local para preguntar si tenía un hueco y te dije que no, ¿recuerdas? Vi cómo te acercabas al perchero y cogías algo.
—¿Es una broma? —protesta el chaval.
—Te vi por el espejo, idiota.
—Si hubiese sido yo, ¿tú crees que aparecería de nuevo por aquí?
—Te di cita ese mismo día. Si no te hubieras presentado hoy, te hubieras delatado solito.
—¡Juro que no fui yo! —grita el crío.
—Bueno, ahora lo averiguaremos.
El cliente mira a los lados, pero estamos solos.
No hay nadie más aquí y ya tengo a este imbécil preparado para el sacrificio.
Clinton abre la puerta de la peluquería, entra y sonríe. Me mira y me muestra unos buenos alicates.
—Aquí tienes a tu calamarcito —le digo—. Anda, explícale tú quién es Bill Clinton, que no lo sabe.
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