Giuseppe Scaraffia es uno de los narradores más cultos de la literatura europea contemporánea. Y lo demuestra en su nuevo libro: una suerte de callejero en el que recorre no la famosa rive gauche de París, sino la muy olvidada rue droite. Por estas páginas circulan Anaïs Nin, Duchamp, Colette, Céline, Isadora Duncan, Zweig y tantos otros intelectuales que, tras el desastre de la Gran Guerra, revolucionaron la manera de entender el arte.
En Zenda regalamos la Introducción de La otra mitad de París (Periférica), de Giuseppe Scaraffia.
Entre 1919 y 1939, los veinte años comprendidos entre ambas guerras mundiales, la rive droite, en tantos sentidos olvidada, fue sin duda el escenario principal de la vida artística, literaria y mundana de París. Desde siempre nos hemos acostumbrado a identificar París con la rive gauche, pero no está de más saber que, durante mucho tiempo, su centro indiscutible fue la margen derecha del Sena. Allí se encontraban el Palais-Royal, la Opéra y la Bibliothèque nationale; los grandes bulevares, con sus lujosos cafés; los Champs-Élysées, con sus lugares de encuentro, teatros y cinematógrafos; la rue du Faubourg Saint-Honoré, con sus lujosos hoteles y sus tiendas a la última; los barrios de la alta burguesía, donde se desarrollaba la vida social; las periferias y Montmartre, donde aún vivían los artistas que no se habían mudado a Montparnasse.
Por la noche una multitud de locales nocturnos y teatros acogían a artistas y escritores; por la mañana los cafés y los prostíbulos ofrecían placer a sus visitantes. Por supuesto, únicamente los buenos entendidos, como Simenon, sabían apreciar un barrio como el Marais, que parecía olvidado por el presente. Lo mismo sucedía con Île Saint-Louis, siempre inmersa en una quietud soñolienta. Y eso por no hablar de los arrabales, donde las cenizas de las chimeneas y el estrépito de los talleres envenenaban el aire; pero allí la vida resultaba barata para los artistas más pobres, como Marina Tsvietáieva y Henry Miller.
Desde luego, todos aquellos personajes, ya fueran franceses o extranjeros, estaban de acuerdo en algo: París. Sólo se podía vivir en París. Para André Breton, la capital era «la única ciudad de Francia en la que [tenía] la impresión de que en cualquier momento [podía] suceder algo que [mereciera] la pena». Para Gerald Murphy, «cada día era diferente; en su atmósfera flotaba una tensión y una excitación casi palpables». Para Elsa Triolet, «el aire de París [era] una droga: [dolía] cuando no lo [tenías]». Para Evelyn Waugh, «en Montecarlo [era] imposible sentirse extranjero; París [era] cosmopolita, [era] todo lo contrario: esa ciudad [hacía] de cualquiera un extranjero». Para Sacha Guitry, «ser parisino no [significaba] que [habías] nacido allí, sino que allí [habías] renacido». Tras sobrevivir a un tour por Francia en bicicleta, Henry Miller sentenció: «Tengo que vivir en París. Descubrir una nueva calle o un nuevo café me interesa mucho más que visitar un viejo castillo o una iglesia en cualquier pueblucho perdido».
André Gide, siempre tan atento a su imagen pública, había cruzado el Sena ya en 1926 abandonando así la lujosa zona residencial donde vivía. Tendría que llegar la segunda mitad de los años treinta para que el interés de intelectuales y artistas se desplazara hacia la orilla izquierda.
Antes de convertirse en espacio natural de los intelectuales comprometidos, la rive gauche de París había vivido una larga historia. El barrio latino era el reino de la extrema derecha política, mientras que Saint-Germain continuó siendo el bastión de la nobleza. Si Paul Morand consentía en vivir en el VII arrondissement era porque su mujer, la princesa Soutzo, había elegido la zona más aristocrática de la ciudad para construir su palacio. Únicamente unos pocos excéntricos, a menudo extranjeros, como la escritora Gertrude Stein o Natalie Clifford Barney, reina del París sáfico, elegían la rive droite. Algunos literatos, es el caso de Hemingway y Pound, la habían escogido porque era barata. Ernest Hemingway tenía muy claro que atravesar el río significaba no sólo ir a ver a los amigos, sino también «hacer todas esas cosas divertidas que no podías pagarte o que podían meterte en líos». La única manera que el escritor tenía de no caer en ninguna tentación era lucir un aspecto desaliñado y así sentirse incómodo, rechazado, en medio de tanta elegancia.
Cierto es que no todos los intelectuales de la rive droite eran pobres y que algunos incluso habían acabado por asumir muchas de las costumbres de los ricos que allí habitaban. Pero la margen derecha del Sena incluía también algunos barrios pobres en los que vivía más de un révolté, como André Breton o Céline, y había más de una callejuela hoy en desuso en la que los surrealistas habían encontrado un primer lugar donde reunirse y romper de una vez por todas con la bohemia afectada, la bohemia de salón de Montmartre y de Montparnasse.
Aun así, muchos seguían identificando la rive droite con sus zonas más burguesas. «Siempre existió el prejuicio de que, si no vivías en la rive gauche, no eras de fiar… ni tampoco un auténtico escritor», recordaba Emmanuel Berl. Un día le comunicó a Roger Martin du Gard que había encontrado un apartamento en Palais-Royal: «Me agarró las manos y me dijo horripilado: “¿Es que no has sido capaz de encontrar nada en este lado?”». Era evidente, concluyó: «El viento de l’esprit no cruzaba el pont du Carrousel». «¡Quién me iba a decir que acabaría viviendo aquí, en el XVI arrondissement, junto al Bois!», suspiraba François Mauriac, quien, desconfiando de su reputación, había tardado mucho en decidir marcharse al otro lado del Sena: la rive droite tenía fama de frívola. Jacques Prévert, sin tantos prejuicios, aconsejaba tener siempre «un pie en la orilla derecha, otro en la izquierda y un tercero en el culo de un idiota».
Este libro abarca un período en apariencia reducido, sólo veinte años, pero realmente significativo. El trágico juego de la Primera Guerra Mundial se había cobrado un millón trescientos sesenta y cuatro mil muertos, setecientos cuarenta mil mutilados y tres millones de heridos. La sensación de que había comenzado una nueva era no había conseguido relajar las rencillas políticas y sociales, aunque en París la voluntad de olvidar la contienda era generalizada. Las editoriales que apostaron por libros sobre la guerra fracasaron. Nadie quería oír las historias de los supervivientes, quienes a su regreso se encontraron con que los esperaban mujeres ahora sorprendentemente emancipadas. Al plomo de la Gran Guerra no sólo había sucumbido una inmensa muchedumbre de soldados –dos muertos y cuatro inválidos de cada diez franceses–, sino también el sometimiento ancestral del género femenino. Las miserias del conflicto habían obligado a los modistos a no gastar en cada traje más de cuatro metros y medio de tela. La consecuencia inevitable, el desvelamiento de los tobillos inútilmente condenado por el clero, solamente fue el comienzo de la revolución. La moda del pelo corto, el peinado a lo Juana de Arco, inundaba las calles. Y hubo una auténtica oleada de divorcios.
Habían sido cuatro años de sufrimiento, así que la costumbre hizo más o menos llevadera la epidemia letal de gripe española, que llegó a causar más muertos que las trincheras. La cantidad de cadáveres era tan elevada que parecía servir de justificación para el desenfreno. Y todos se mezclaban: las orquestinas de los cafés cantantes estaban formadas por negros americanos, y las encargadas de los lavabos eran nobles rusas exiliadas. «Mientras aquellos hombres tan importantes discutían —recuerda Élisabeth de Gramont— nosotras bailábamos.»
Tras haber sustituido en la vida civil a los hombres destinados al frente, ahora las mujeres ya no tenían miedo a conducir automóviles ni a fumar en público. Todo hacía pensar que la modernidad había impuesto acortar no sólo faldas y cabellos, sino también los tiempos de la seducción. Los monumentales peinados de la belle époque dejaban paso a cómodos sombreros campana de fieltro o a suaves turbantes. «Las mujeres —recuerda Berl— querían ser felices a toda costa. Eran muy pudorosas, pero su pudor no tenía que ver con el cuerpo. Eran unas sentimentales sin remedio.»
La vida se les figuraba breve y había que disfrutarla deprisa. Las vanguardias rompían los lazos del arte con el pasado. Ninguna provocación era suficiente. La guerra que habría debido «poner fin a toda guerra» se había convertido en el Rubicón de un nuevo arte. El viejo, que no había sido capaz de impedirla, quedó fuertemente estigmatizado. Tristan Tzara había tenido éxito exportando a París el dadaísmo: «Estoy en contra de los sistemas: el único sistema deseable es no tener sistema», «Orden=desorden; yo=no-yo; afirmación=negación», rezaba su Manifiesto. Los surrealistas bullían impacientes. Su revista, Littérature, dirigida por André Breton y Louis Aragon, había desafiado a los escritores con una pregunta: «¿Por qué escribís?». Bien es verdad que su primer número, que con el tiempo se haría célebre, no encontró el eco que esperaban. Daba igual, Breton y Aragon sentenciaron con amargura: «¡El éxito, bah!, ¡hay que volverse repulsivo!».
Solamente los más pesimistas se dieron cuenta de que lo que parecía ser un magnífico amanecer era en realidad un extraordinario ocaso al que la larga noche de la invasión nazi acabaría poniendo fin. «Nos precipitábamos hacia 1939 –escribió Morand– igual que en 1900 hacia 1914: dejándonos caer en el abismo como quien se abandona al placer.»
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Autor: Giuseppe Scaraffia. Título: La otra mitad de París. Traductor: Francisco Campillo García. Editorial: Periférica. Venta: Todostuslibros.
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