Foto de portada: Víctor Moreno – Festival Noches del Botánico.
Las Noches del Botánico son una agenda musical donde la gente paga 45 euros para grabar vídeos y los periodistas van gratis para criticar. Las Noches del Botánico son una mezcla de hierba, arbolitos, luces LED color Podemos y sillas de tijera como de hacer cine; luego hay un escenario. Las Noches del Botánico son una gran idea para acabar con el aburrimiento, dado que provocan todavía más aburrimiento. Son ponerle al tedio un precio y un selfie; al hastío, un lacito; a las noches de los martes, una coloración.
El último concierto botánico que he visto ha sido el del Placebo. Placebo tiene el nombre perfecto para dar conciertos en directo, como es obvio. Antes de la actuación, una grabación de audio sorprendió al auditorio. “Hola, soy Stefan”, oímos. (Stefan —lo he mirado en Wikipedia— es el que toca la guitarra). El que toca la guitarra, nacido en Suecia, hablaba en español. Esto era de agradecer. Y decía Stefan: por favor, no graben el concierto, molesta a la banda y al resto de espectadores, hemos venido a crear comunidad y trascendencia, la gente no tiene por qué ver durante todo el show la pantalla encendida de tu móvil.
El mensaje era amable y borde en dosis milimétricamente encantadoras. Me cayó bien Placebo por ser amable y ser borde. La gente ha pagado 45 euros por ver tu (por lo demás) espantosa música, y tú le pides que no se lleve ni un recuerdo de su desembolso. Que se lleve, en lugar de vídeos y selfies, “comunidad y trascendencia”. En principio, parecía un buen canje.
Cuando acabó el mensaje, una pareja de espectadores, sentada a mi lado, lo comentó. Él estuvo muy agudo (aunque sólo sea porque me ha dado la idea para este artículo) al apuntar que ni en el teatro ni en el cine la gente graba lo que ve. Es cierto. Grabar una función de teatro o de cine es, para empezar, delito, y para acabar, una extravagancia. La gente no lo hace, no se le ocurre hacerlo. Quizá porque está sanamente doblegada por la fuerza de una ficción.
Nadie está interesado en lo que pasa sobre un escenario en un concierto. O, vale, una vez de cada cien estás interesado. El resto de las ocasiones en las que vas a un concierto, vas a pasar el rato con amigos, con tu pareja, con tu bebida. La prueba evidente de que la música en directo es un coñazo es que sólo acuden a ver a un grupo sus fans. Casi nadie entra en un concierto sin saberse las canciones. Como te sabes las canciones, las reconoces. Como las reconoces, te revalidas. El fan acude a ver su grupo para verse viendo a su grupo, como una especie de bingo donde todos los números que salen los tienes en tu cartón. Es una felicidad autoinducida.
Cuando Placebo pide por favor, y un poco de mandatory (ojo: la gente obedeció, lo cual nuevamente promueve en mí sentimientos encontrados: educación, esclavitud), pide, Placebo, digo, que no se grabe su espantoso concierto, está dándose todos los aires imaginables (“comunidad y trascendencia”), proponiendo que realmente ellos creen que hacen buena música, suficientemente sustancial para llenar el tiempo de miles de espectadores. Esto es no conocer a tus fans. Si el concierto de Placebo se hubiera llenado de gente que nunca los ha escuchado, nadie haría fotos y nadie haría vídeos. Estaría ese público virgen esperando a ver qué es eso de Placebo, cómo suena, cuántos son, de qué país llegaron.
Como en mi visionado de Oppenheimer (me salí; me salí también de Placebo), dediqué en el Botánico algunos minutos a mirar la cara del público. La cara del público de Placebo no era de estar pasándolo en grande; no era de sentir cosas; no era, desde luego, de paladear trascendencia alguna. Era de total aburrimiento. La gente que parecía divertirse parecía más bien querer divertirse, como es lo lógico cuando has pagado unos cincuenta euros por un espectáculo.
Placebo no era un espectáculo, era como gente tocando la zambomba a ver qué sale. Algunos días antes había visto a Nicki Nicole en el mismo espacio, y sí era un espectáculo. Desde luego, no musical, pero sí un espectáculo. Había bailarines, vídeos molones en las grandes pantallas y juegos de luces sorprendentes. Era como ver aterrizar naves espaciales en las películas de Spielberg. En Nicki Nicole las canciones a dúo las cantaba a dúo la argentina con la propia grabación del videoclip (Delaossa, v.g.). Esto quedaba muy bien, no siendo música en directo. Al final Nicki Nicole o Rosalía podrían dar conciertos poniendo sus propios videoclips en la pantalla, y la gente saldría muy contenta de pasarse dos horas viendo vídeos de Youtube junto a la persona que los protagoniza.
Yo una vez entré en un concierto sin saberme la banda. Fue en la sala Low (Madrid) y fue Fujiya & Miyagi. Y me pareció extraordinario. Pasa, sí.
Hace como un año escribíamos aquí sobre Wilco. Viendo la matanza musical de Placebo, pensé que Wilco estaba a años luz de ellos. Y a años luz de Nicki Nicole. Hacían música en directo, que es una cosa que se ve muy poco en los conciertos de música en directo.
Curiosamente, Wilco fue tan antipático que daban ganas de irse a casa, de dejarles ahí solos haciendo su música en directo, como quien deja solo a su padre con el bricolaje del domingo. Digo curiosamente porque Nicki Nicole fue abrasivamente cariñosa con el público, de creerte que eras su amigo. No dejaba de amar al público desde el escenario, aunque luego hiciera esa música como de ponerte los videoclips en Youtube. Placebo también eran muy majos, haciendo la segunda o tercera peor música en directo que he visto en mi vida.
Bob Dylan parece que también fue muy antipático, cuando pasó por allí.
Para hacer buena música en directo, quizá haya que volver a Bob Dylan, en efecto, que dijo: “Que te guste mi música no significa que yo te deba nada”.
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