El ganador del concurso de relatos #historiasdemadres, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, es Juan Fernando Collados Luján, autor del relato ‘Una bajamar espléndida’, premiado con 1.000 euros. Los dos finalistas del certamen, en el que han participado un total de 862 historias, son Claudia Morales —autora de ‘Un charquito de agua en la cocina’— y Víctor Granados de Prádena —autor de ‘La buena Juana’—, que recibirán por su parte 500 euros cada una. El jurado ha valorado la calidad literaria y la originalidad de los textos presentados.
El jurado ha estado formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz.
A continuación reproducimos los tres relatos premiados. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.
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GANADOR
Una bajamar espléndida
Juan Fernando Collados Luján
Al principio pareció una bajamar espléndida, pero nada más. Las gaviotas, en el cielo, se arremolinaban sobre la línea de costa mientras dos chiquillos terminaban un castillo de arena dotado de su correspondiente foso. Habían construido uno bastante profundo y ahora esperaban a que una ola les llevara el agua del mar hasta la puerta misma del castillo. También habían construido un canal para que la ola entrante se encauzara hacia el foso, pero de momento no habían tenido esa suerte. Su madre les miraba trabajar con la arena y sonreía bajo el sol menguante de la tarde. De vez en cuando también me sonreía a mí, como pidiendo perdón por los chiquillos, pues ellos gritaban y chillaban y le pedían olas al mar, mientras yo intentaba dormir el final de mi siesta aprovechando los últimos rayos del sol. Arriba, las gaviotas se congregaban, cada vez más, y se disponían a pasar la noche tierra adentro, o eso parecía. Se levantó de pronto el viento de poniente y los pájaros parecieron flotar, estáticos, en el aire. Cerré los ojos y disfruté del sonido de las olas del mar que se iba apaciguando poco a poco. Escuchaba a los niños quejarse, «no hay olas, no hay olas», y a su madre reírse de ellos. «Id a por ellas vosotros», les decía. «Coged los cubos». La marea bajaba y las olas se calmaban. Abrí los ojos hacia el cielo. Varios pájaros negros volaban en formación, también tierra adentro. Cormoranes, pensé, o algo parecido. No me parecieron patos o gansos. Miré hacia los niños, que volvían corriendo a su castillo con los cubos rebosantes de agua salada. Reían y derramaban el agua. La madre me sonrió, disculpándose de nuevo. Ya no veía el oleaje desde donde estaba tumbado, la marea había bajado mucho y las olas rompían detrás de las dunas de arena. La madre de los niños se levantó y se acercó a la orilla a por ellos. Cerré los ojos otra vez. Solo se oía el viento y las gaviotas sobre mi cabeza, que parecían reírse de todo. Finalmente, poco a poco, hasta el grito de las gaviotas se silenció, y entonces me desperté. No sabía si había pasado un minuto o tres horas. La luz era ahora más difusa y ya nada arrojaba ninguna sombra definida así que supuse que el sol se había puesto tras las nubes. El silencio era casi total. El cielo azul se vació de gaviotas, seguí las últimas con la mirada, volando hacia un ocaso muy nuboso: grandes cumulonimbos negros cubrían el cielo de poniente y engullían uno a uno a los pájaros que volaban tierra adentro. No se oía tampoco a los niños. Miré hacia su castillo, pero ellos no estaban allí. Su madre estaba de pie, mirando hacia el mar, o hacia donde debería haber estado el mar. La marea se había retirado demasiado. Nunca en el Mediterráneo había visto lo que en los mares del norte se llaman mareas vivas, mareas que hacen aparecer o desaparecer playas enteras en apenas unos minutos. Ahora, la arena húmeda se extendía por decenas de metros hasta la verdadera orilla sin olas, donde los chicos recogían agua con sus cubos. En esa dirección el cielo seguía claro, de una azul desvaído, pero el horizonte mismo había cambiado, como si se hubiera hinchado y tensado. La madre de los niños estaba agitada y movía los brazos llamándolos. «Volved», gritaba, «nos vamos a casa ya». El viento era ahora más fuerte, aunque no producía ningún sonido; chocaba contra nosotros, contra las tumbonas y las sombrillas, con violencia, pero no silbaba en nuestros oídos. Por un último momento pensé que seguía soñando, soñando sueños febriles por haber dormido la siesta bajo el sol. Además de los niños, su madre y yo, no podía ver a nadie más en toda la playa, lo que acentuaba la sensación de pesadilla. Me incorporé y volví a revisar la extraña línea del horizonte, de un blanco lechoso, y al otro lado las nubes negras, altas y densas, que amenazaban una verdadera tormenta. Ya no había pájaros en el cielo. Los chiquillos volvieron, tirando agua desde sus cubos, aunque en silencio. «Ya no hay olas, mamá», dijo uno de ellos mientras descargaban el agua en el foso del castillo de arena: «Esta es de un charco». «No, ya no hay», dijo la madre, «por eso nos vamos a casa». Su voz pretendía ser firme y tranquila y tal vez para los niños lo pareciera, pero yo noté el miedo en las palabras. Una vibración. La observé en silencio mientras recogía las toallas, secaba a sus hijos y les vestía. Les miré mientras yo mismo me vestía, dispuesto, como ellos, a volver a casa. Sonreí a la madre. «Vaya marea viva», dije. Pero ella no me respondió ni me devolvió la sonrisa y solo lanzaba miradas rápidas hacia el mar. Me vestí mientras ella terminaba de recoger. Estaba cada vez más tensa y no dejaba de mirar el mar como yo no dejaba de mirar los cumulonimbos, esperando el estallido del rayo o ese desgajarse que tienen las nubes cuando comienza a llover a cántaros. Ella terminó de recoger y se acercó a mí. Mientras sujetaba a cada uno de sus hijos con una mano me dijo: «eso no es una marea viva». «Mire a los animales», añadió señalando al cielo, refiriéndose a las gaviotas que habían entrado en los cumulonimbos. «Se ha ido», dijo. «¿Los animales?», pregunté. Negó con la cabeza. Miré hacia mar, al horizonte lechoso que parecía ahora muchísimo más hinchado, como si se hubiera alejado y crecido enormemente, y la arena húmeda que se extendía hasta donde me alcanzaba la vista. «Ya no está, ya no hay olas», decía casi para sí mientras pasaba por mi lado tirando de sus hijos hacia la calle y el aparcamiento. «Se ha ido», repitió, «el mar se ha ido».
FINALISTAS
Un charquito de agua en la cocina
Claudia Morales
Mi mamá se derretía todos los veranos. Yo ya sabía que apenas llegábamos a la casa en la playa, pum, adiós mamá. Papá me explicaba que sufría mucho del calor. Muchísimo, pensaba yo, cuando al día siguiente de llegar a Mar del Plata, me encontraba con un charquito de agua en la cocina.
Cuando volvíamos a nuestra casa en la Capital, en Marzo para que yo empezara la escuela, mamá aparecía de nuevo. Así durante toda mi infancia. Ya en la adolescencia empecé a desconfiar un poco de esa historia. Me sonaba… rara. Nadie más tenía una mamá que se derretía.
Hoy mamá se derritió para siempre. Tanto que ni siquiera estamos en verano. Tanto que ni siquiera encontré el charquito de agua en la cocina. Tanto que papá llora mientras dice que lo dejó, nos dejó, por ese hijo de puta que vive en Mar del Plata.
***
La buena Juana
Víctor Granados de Prádena
Sus carrillos siempre se sonrojan al tender la colada de ropa blanca en la azotea de su vieja casa. Viste tan solo una fina bata a medio abrochar, que transparenta los sacos de los bolsillos, repletos de pinzas de madera. A esta altura, las sábanas, batiéndose con el viento estival, ponen a prueba las tensas cuerdas. Juana sonríe al sentir cómo los lienzos húmedos se le pegan al cuerpo, como si buscasen crear el molde de su figura, efímera. Antes de volver a entrar en la casa, se acerca al borde de la azotea y mientras su sonrisa se va ensanchando, se desabrocha los botones. Abriendo en dos la bata, deja su cuerpo, maduro, expuesto a la revoltosa brisa que se eleva desde el valle del río, sintiendo cómo la piel y los pezones se erizan a su paso. Sabe que el momento ha llegado.
Descarada y malhablada, la joven Juana no disfrutó de la amistad de las muchachas del pueblo, que la detestaban. Criticándola siempre con la boca pequeña al pasar por su lado, cogidas del brazo. Por su parte, los hombres, que negaban con la cabeza al verla, se perdían en lascivos pensamientos, ya que si así se comportaba en público, cómo no lo haría en privado. Sin embargo, y para desesperanza de muchos, tras enterrar a Silvio, Juana tomó la decisión de no compartir su vida más que con ella misma. Y hasta hoy, con seis décadas a sus espaldas, no se ha arrepentido ni un solo día de su decisión.
Con los años, la Juana había pasado de ser una malcarada criaja a una mujer respetada, por su carácter desenfadado y jovial, su pensamiento moderno y, sobre todo, por sus acertados consejos. «Sabia como la tierra», decían las viejas, recelosas de los conocimientos tan versados que parecía albergar en su cabeza. No era raro que, en los meses de calor, cuando resultaba más fácil atravesar la larga senda que separaba su casa de las del pueblo, se vislumbraran las figuras de los que venían a pedirle opinión, bendiciones e incluso algún que otro remedio para el corazón.
Pero hoy, mirando al cielo, Juana sabe que esos días no volverán a repetirse hasta dentro de varias décadas. El sol comienza su descenso y con él, el verano toca a su fin. Sabe que la hora ha llegado, se adentrará en el bosquecillo que linda con su casa para guarecerse hasta el amanecer.
Mientras trenza sus canas frente al espejo, el vidrio le devuelve, una vez más, los viejos recuerdos de su vida con Silvio y de la figura que ha ido creando con los años, la buena Juana, una mujer de la que hoy se despedirá. Esas cápsulas de memoria se enredan con su recogido al percibir un fino mechón, todavía castaño entre sus dedos. Despidiéndose con un guiño de su reflejo, sale de la casa a pies descalzos y enfrenta el camino de tierra gris.
En aquel bosque, las copas de los árboles se entremezclan formando una cúpula que sombrea el suelo. Juana sabe perfectamente hacia dónde se dirige: pasados esos montículos rocosos, se abre ante ella un claro protegido donde descansa una pequeña poza oscura, rodeada de una laguna de aguas prístinas. Dejando caer la bata a sus pies, se arrodilla y acaricia la superficie del agua con la yema de sus curtidos dedos, sintiendo una punzada de dolor de tan fría. Juana se levanta y, decidida, comienza a adentrarse en la cristalina laguna, avanzando segura hasta que el agua cubre sus caderas. Es entonces, mientras siente en la palma de sus pies cómo el resbaladizo fondo de piedra se curva hacia abajo, cuando se zambulle en la poza de agua negras. La superficie crea ondas que se extienden por toda la laguna, hasta que pasados unos minutos vuelve a su tibieza original.
Cuando parece que ha terminado, de las aguas emerge una figura envuelta en una melena castaña y espesa, de piel suave y carnes prietas. Los senos firmes, el vientre terso y las piernas rotundas. La joven se tumba en la hierba respirando profundamente al principio, hasta sosegarse y quedarse dormida.
Horas después, cuando ya es la luna la que tiñe las hojas, la muchacha se levanta, y desperezándose, recoge la bata para cubrirse con ella. Con una sonrisa dibujada en sus rosados labios, se acerca hacia el límite del claro en busca de algo que comer. Resulta delicioso observar la gracia con la que la joven escruta los arbustos de espino del bosquecillo, esquivando las ramas punzantes hasta conseguir pellizcar las tersas bayas que le esperan arracimadas y ocultas a los picotazos de los pájaros. Hermoso, salvaje. Atávico. Juana devora las moras a dos carrillos, mientras el jugo pegajoso tiñe sus dedos y mancha las comisuras de sus labios de púrpura.
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