Tenemos noticia de que, desde la aparición de la prensa en España, en la primera mitad del siglo XVIII, existe una vinculación constante entre la misma y la literatura. De hecho, relevantes autores literarios han estado siempre presentes en revistas y periódicos, en ocasiones para difundir su obra y en otras para, a partir de algún acontecimiento que tuviera relación con la actualidad del momento, cavilar y comentar por escrito lo ocurrido. Otras veces el literato escribía en el periódico exponiendo sus categorías intelectuales sobre el mundo cultural de su entorno. Esto continúa sucediendo hoy día en la prensa en papel o digital, por lo que considero que sigue siendo un recurso interesante para aproximarnos al contexto social y literario.
Es posible que la relación entre literatura y prensa no atraviese hoy su mejor momento, pero diría que las columnas de prensa siguen siendo, en alguna medida, un baluarte literario para los que permanecen atentos a la noticia a través de los medios de información escritos. Por ello dedico ahora unas líneas a comentar la labor del columnista de prensa, a aquellos que con cierta frecuencia construimos un argumento y lo asomamos al balcón del periódico.
La columna de prensa propiamente dicha, es decir, tal como ahora la conocemos, surge en la historia del periodismo a finales del XIX, en 1872, en periódicos de Chicago y Nueva York. Y desde entonces, mal que bien, los columnistas acreditan alguna capacidad para contar cosas que consideramos interesantes, actuales, que están vinculadas con el momento coyuntural o cercanas a esa otra actualidad siempre constante en la condición humana.
Los columnistas realizamos esa tarea en un cuadrilátero reducido, en un folio poco más o menos, y allí queda condensado todo un universo. En mi caso, diré que es una tarea que intento llevar a cabo concienzudamente, documentándome, desde cierto escepticismo y pulsión literaria y —desde luego— con dosis de humor.
Diría que los columnistas, como “vírgenes” vestales en la antigua Roma, mantienen encendida la llama del criterio, fundado en sus conocimientos y en la sana curiosidad que mueve al humanista, a ese hombre aristotélico que llevamos dentro, por más que las pantallitas se empeñen en extinguirlo. Sí, los columnistas de prensa nos dedicamos a contar, quiero pensar que con gracia literaria, lo que vemos, lo que interpretamos de cuanto sucede a nuestro alrededor.
No obstante, confesaré que los columnistas somos una especie de extraterrestres a los que interesa el acontecer de este bello planeta en el que hemos caído no se sabe por qué, en el que estaremos un tiempo, como Gurb, el alienígena de la novela de Eduardo Mendoza. Y ya que andamos por aquí, intentamos comprender lo que aquí pasa. Para ello redactamos columnas que, como teselas de un mosaico o como piezas de un rompecabezas, sirven para componer una idea de la realidad que nos circunda.
Convendrán conmigo, supongo, que este mundo es un verdadero puzle donde no siempre encaja la lógica, la libertad, la igualdad, la solidaridad ni —desde luego— el sentido común. Pese a ello, los columnistas intentamos armar el rompecabezas ensamblando sus piezas en cada una de nuestras columnas. Esta labor quizá no haga mejor el sitio, pero quizá ensancha nuestra comprensión y contribuye a no darlo del todo por perdido.
Del mismo modo que la vertebral, la columna de prensa articula el pensamiento y permite que el raciocinio permanezca erguido; más ahora que la sociedad ha sido colonizada por la hidra de las redes sociales.
Tengo entendido que el término «columna» procede de la arquitectura y evoca ese soporte vertical que permite sostener el peso de una estructura constructiva. También se denomina «columna» a la formación militar que marcha de manera ordenada. Pero en el sentido que comento, la columna es un género del periodismo que se utiliza cuando alguien quiere expresar su punto de vista respecto a un tema en particular, y lo habitual es que los medios gráficos cuenten con columnistas que se dedican a escribir sobre determinados temas y asuntos de interés general. Luego, una columna de prensa no es otra cosa que una pieza escrita, que se renueva cada cierto tiempo (cada día, semana o mes) en un diario o revista, ofreciendo una opinión o punto de vista sobre un argumento de interés. Es una disquisición que ofrece al público su autor. La columna no es objetiva, es subjetiva, lleva el sello personal del que la escribe, pero que sea subjetiva no significa que sea capciosa, ni tendenciosa. Ha de contener siempre un razonamiento, que será más o menos compartido, pero razonamiento en definitiva. Diría que es un ensayo, pero a escala, un ensayo en miniatura.
Desde mi óptica, la tarea del columnista contribuye, si no a mejorar el mundo, sí a intentar comprenderlo. Es una suerte de descifrador. Quizá sea eso lo que mueve al columnista: el empeño en esa labor cervantina de procurar cambiar un tanto las cosas, convencidos de que ello no es locura ni utopía, sino justicia. Y en eso andamos muchos columnistas hoy: observando, analizando y dándole a la tecla, más que nada porque así se puede dar sentido a una parte de la existencia, y hasta puede que lleguemos “vivos” al final de nuestros días. No se olvide que una columna es un espacio de libertad, de reflexión, de comunicación y de espíritu crítico; en el fondo no es otra cosa que un espacio cívico, donde el autor interpreta la realidad mediante un ejercicio intelectual plasmado por escrito y que pretende ofrecer algo de perspectiva al lector.
En resumen, creo que son tres las cosas que tenemos en común los columnistas:
1º. Encontramos cierto goce en reflexionar y no nos importa ponernos a redactar para dejar constancia de ello.
2º. Valoramos lo auténtico y aborrecemos las trolas.
3º. No entendemos el mundo, pero intentamos comprenderlo.
Esto me lleva, finalmente, a denunciar los intentos de silenciar al columnista que se imponen mediante —por ejemplo— lo políticamente correcto. Es decir, se extiende el afán de poner sordina a quien no se amolda al canon del poder y discrepa con fundamento. Lo curioso es que antes querer silenciar era patrimonio de las esferas del poder, pero ahora el afán de amordazar es un objetivo corriente que se extiende como mancha de aceite lampante. Por eso creo que tuvo tanto predicamento institucional la mascarilla, porque hay quien, viéndonos con mascarilla, sueña con taparnos la boca a todos para siempre.
De ahí las campañas más o menos soterradas de escarmiento urdidas desde el poder, que siempre han existido, y que —en mi opinión— solo tienen un objetivo: avivar el miedo y la autocensura.
Recordemos que si se impone el silencio es que estamos en la tumba; y el cementerio de la prensa es el silencio elegido, condicionado, comprado, y esa es también la muerte de la democracia.
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