Sebastián Álvaro no es un nombre, es más, es casi una leyenda, puede incluso que un sinónimo de lo que para muchos representa la aventura y el montañismo. En su apariencia, alejada de innecesarias exterioridades y falsos vuelos que apenas le hacen falta, respiran las más de 250 expediciones que han ligado el decurso de su vida entera y que le han llevado a las latitudes más recónditas y a conocer lo que muchos llaman «tres polos» de la Tierra. Toda una bitácora que ha hilvanado a lo largo de treinta esforzados años. Tres décadas, enlosadas de alegrías, éxitos y tragedias, que principiaron en 1981, en aquellos estudios de Televisión Española, cuando fundó un programa hoy mítico, Al filo de lo imposible, que abrió a los españoles paisajes lejanos y los introdujo en las empresas alucinantes de unos aventureros que lo entregaban todo por el sueño de rozar el cielo. Un ímpetu que no ha perdido empuje ni vigor y que no ha cesado, aunque el 31 de diciembre de 2008 abandonara esa faceta para continuar otra nueva, más libre y más a su aire.
El expedicionario prepara un café en la cocina de su casa mientras charla, comenta, recuerda, va otorgando testimonios de lo que ha hecho/vivido, ofrece evocaciones, nombres, héroes, sus héroes, reales o de ficción, que le han marcado y que le sirven de brújula y horizonte. Lo hace como las personas alejadas de artificios, que no se cargan de importancia y desprecian superfluas vanidades, que se divierten comunicando sus entusiasmos, los instantes que lo han hecho feliz, y también esos tragos que no ha olvidado ni tampoco olvidará. No lo hace para abrumar, para nada, sino porque en él queda esa fascinación secular, primitiva, inherente a la tribu humana, de contar, de dar pábulo a lo que vivió en el Gran Mar de Arena, lo que sintió en las pendientes maltratadoras y hostiles del K2 o en su ascenso al monte más alto de la Antártida.
Sebastián Álvaro es un alpinista, un aventurero, que cada uno escoja la palabra que prefiera o mejor le convenga, que ha ido aunando sus distintos adentramientos por landas, alturas y desiertos con una escritura que retiene gran parte de lo que es, que en muchos casos es lo que ha hecho, y que ha dado a la imprenta títulos como Everest: El enigma de Irvine y Mallory (Desnivel), La vida en los confines de la Tierra (Lunwerg), La vida en el límite de la vida, El sentimiento de la montaña (Desnivel), coescrito con Eduardo Martínez de Pisón, o Al filo de lo imposible: 25 años de grandes aventuras (RBA).
El explorador, con camiseta, se sienta, muy despacio, con su taza en el despacho que tiene en el ático de su domicilio. A su espalda queda una biblioteca inmensa, una biblioteca con el orden/desorden de todas las bibliotecas. La lectura, ya está mentado, es su segundo territorio después de la Tierra, y ahí están los volúmenes diversos, docenas de planos y mapas, ensayos y testimonios, estudios, historias y atlas donde han comenzado siempre sus expediciones, las que le han llevado hasta las cumbres más altas y los confines más apartados.
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—¿Cómo definiría la aventura?
—Como la define el diccionario de la Real Academia Española: «Una empresa de resultado incierto y que entraña peligro». Así empecé uno de los primeros programas que hice para la televisión, que era una expedición al K2. Arrancaba con un plano de nosotros mientras el locutor repetía la definición de la RAE. Conviene saber esto porque muchas veces se vende, sobre todo hoy en día en las redes y en los medios de comunicación, cosas que aparentemente son aventura y que ni entrañan peligro ni tienen un resultado incierto, son otras cosas. La mayoría de las veces son viajes. O son, digamos, pequeñas cosas que no merecen ese nombre. Nosotros lo que hicimos desde el primer momento en Al filo de lo imposible es ser fieles a la definición de «aventura» de la RAE y al título del programa. Esas dos cosas han marcado mi vida. De eso hace 41 años.
—¿Cómo ha alimentado la literatura ese sentimiento de aventura?
—La literatura ha sido básica. Vivir y leer son las cuestiones esenciales que enriquecen nuestro conocimiento. Así que, para mí, como director de Al filo… y jefe de un equipo que hacía programas para televisión y se jugaba la vida frecuentemente, leer fue crucial. Leer me proporcionó algo básico: conocimiento sobre las aventuras que quería hacer. En las aventuras de nuestro programa no solo había deporte, también había un grado de civilización que tenía que ver con el viaje, el romanticismo, los personajes históricos, que fue clave. Leer sobre esto lo que me proporcionó fue la ética del comportamiento aventurero: si no, las aventuras se convierten en empresas sin sentido en las que la gente se juega tontamente la vida. Pero con una ética del comportamiento, que tiene que ver con la valentía, la curiosidad y la imaginación, que no en balde son probablemente las demostraciones más palpables de la inteligencia, Al filo de lo imposible se convirtió en lo que fue.
—¿Y para España qué supuso?
—A nivel de nuestro país, que estaba saliendo de la dictadura, nos reconcilió con la aventura, porque yo creo que no ha habido aventura más grande en el mundo que la historia de la exploración, el descubrimiento y la conquista de América. Yo creo que Televisión Española, en esos primeros años de la Transición, se convirtió en una de las mejores televisiones del mundo. Ahí hubo dos programas, que fueron El hombre y la Tierra y Al filo de lo imposible, que nos enseñaron nuevamente a relacionar el ser humano con la naturaleza. En el caso de Al filo, con la gran naturaleza, las montañas, las selvas, los grandes desiertos y, por el otro lado, con la fauna, con Félix Rodríguez de la Fuente.
—¿Qué le ha enseñado la aventura en la naturaleza?
—Bueno, primero, mi caso significó conocer el mundo, comprender el mundo en el que vivimos. En aquel momento empezábamos. He estado en el Karakórum, he atravesado el gran mar de arena, he visitado todas las zonas polares: el Polo Norte, la Antártida, Groenlandia, el hielo patagónico, Alaska y, por supuesto, los Himalayas. Así que, de primeras, me enseñó la vastedad del planeta en el que vivimos y, sobre todo, la grandiosidad de los últimos lugares a salvo de la domesticación del ser humano. Por eso soy un conservacionista. A estos lugares he llegado por la reflexión de las lecturas. Pero sobre todo por el amor a la naturaleza. Enseguida te das cuenta de que no somos los dueños de la Tierra ni mucho menos. Ni el centro del universo. Somos una especie más de un planeta perdido en una galaxia, como hay millones de ellas. Como dijo Carl Sagan, estamos en las orillas del océano cósmico. Así que somos una especie más en nuestro planeta y, por tanto, nuestra existencia va ligada al lugar donde vivimos. Así que independientemente de lo que piense cada uno al respecto del cambio climático, no es muy inteligente contaminar el agua que bebemos y el aire que respiramos. Forman parte esencial de nuestras vidas. Lo sé muy bien y me lo recuerda cada vez que voy a una alta montaña y no puedo respirar o no tengo agua en un desierto para beber. El agua y el aire son dos elementos sin los cuales morimos en muy poco tiempo. Así que por un lado me dio ese conocimiento.
—¿Y el otro?
—Me permitió vivir en carne propia la vulnerabilidad de la especie humana. Es decir, lo diminutos que somos frente a un gran océano, en un lugar como la Antártida o el gran mar de arena. Te ayuda a tomar conciencia de nuestra pequeñez, aunque eso no quiere decir que al mismo tiempo no tengas conciencia de la cantidad de grandes cosas que podemos hacer los hombres. Para eso es fundamental nuestra cabeza. Todo lo que necesitamos lo tenemos en el corazón y en la cabeza. El corazón nos impulsa, la cabeza nos guía. Y por último, me dio una especie de conocimiento que he ido adquiriendo con el tiempo en el manejo de pequeños equipos. Nunca grandes. Apenas llegamos a ser más de siete, pero colocados en situaciones extremas. Es algo en lo que creo que soy muy bueno, y lo digo con modestia, que es el saber gestionar el riesgo en situaciones muy difíciles y peligrosas.
—¿Cómo se gestiona el riesgo?
—Lo primero es esencial conocer dónde vas y planificarlo todo bien. Había expediciones que nos llevaban dos años de planificación, aunque luego lo vieras en una hora y pareciera fácil. En realidad, casi todas las cosas parecen fáciles cuando las ves por la tele. Pero eso que ves fácil es realmente complejo y muy difícil de realizar. Nos tirábamos meses, años, preparando una expedición. Imagina atravesar el gran mar de arena, que son unos 800 kilómetros caminando por el lugar más árido de la Tierra, y ahora mismo el más desolado. Estás en lo más remoto de cualquier clase de ayuda del mundo. Tardé en preparar eso dos años. Busqué la documentación del único alemán que lo había cruzado, en 1874, para hacerme una idea de por dónde había ido. Luego, como no había mapas de la zona, porque son zonas en blanco todavía hoy, tuve que conseguir mapas de navegación aérea para hacerme una idea de por dónde aproximadamente había pasado. Otro aspecto fue saber cómo eran los vientos dominantes y cómo están colocadas las dunas. Y otro punto importante: contratar a siete beduinos y veintidós dromedarios, que fueron vitales, porque te llevan el agua y algo de comida. Sin comer puedes pasar varios días, pero sin beber en un desierto estás muerto. No puedes aguantar más de 24 horas.
—Esto solo para prepararse uno.
—Sí, pero luego lo tuvimos que ejecutar de forma perfecta. Si lo ves por la tele te da sensación de placidez, de qué viaje más bonito, a mí también me gustaría estar ahí… pero es muy probable que si vas ahí sin haber hecho el trabajo que yo hice mueras en pocos días. Así que conocimiento y planificación son esenciales para acometer cualquier aventura, sobre todo una gran aventura, pero lo otro que tiene que ver con la gestión es el riesgo.
—¿Sí?
—Primero hay que diferenciar qué es peligro y qué riesgo. Peligro es todo aquello que nos hace daño. Riesgo es la posibilidad de que ese peligro se materialice, así que hay que separarlo. Tú vas a un sitio donde hay peligro, pero puedes disminuir la probabilidad de que te hagas daño la mayoría de las veces. En un desierto, el del que le hablaba, es fundamental disponer de un plan B, por si tienes que buscar agua en el caso de que no encuentres, y también saber qué posibilidad tienes de llegar a un punto donde alguien pueda entrar con un camello o un coche para llevarte dos bidones con agua en el caso de que fuera necesario. Esto es fundamental.
—¿Y en montaña?
—Ocurre igual. Puedes escalar una montaña como el K2, pero lo primero que tienes que hacer es elegir una ruta por la que no caigan aludes. O saber hasta qué punto puedes arriesgar a tu gente. Tienes que saber que pueden pasar muy pocas horas por encima de 7.300 metros si vas sin botellas de oxígeno… Conocimiento, planificación y la gestión del riesgo, que consiste en saber cuál es el riesgo real de lo que estás acometiendo. Luego, entender cómo disminuir el riesgo. Tú sabes que si vas al K2 tienes probabilidades de morir mientras subes, pero si llegas a la cumbre, uno de cada nueve no baja con vida, no regresa al campo base.
—Muy duro.
—Claro, pero ¿qué riesgo estás dispuesto a asumir? A veces nosotros decidíamos no subir a un monte porque el riesgo que entrañaba no nos compensaba. No merecía la pena correr ese riesgo por lo que íbamos a conseguir a cambio. Pero una vez que te encuentras en el terreno, tienes que tener siempre un plan B para intentar disminuir las posibilidades de un accidente. En nuestro caso, por ejemplo, en la montaña, siempre teníamos la capacidad de poder efectuar un rescate sin necesidad de pedir ayuda.
—¿Qué se piensa cuando se está en una cumbre?
—Son muchas las emociones. Hay que saber gestionarlas. También en mi caso. Estar en un lugar tan remoto, a veces en soledad completa, casi siempre con un amigo o con un compañero, pero muchas veces solo, porque has llegado a la cumbre y los demás ya están bajando y a ti todavía te quedan unos minutos arriba… no se puede describir. La soledad buscada es de las mejores cosas que te pueden pasar en la vida, porque estás contigo mismo y estás en un lugar, por lo general, de los más bellos de la Tierra… Eso te sitúa no solo en ese lugar, sino también en tu vida cotidiana, porque te das cuenta de que muchas de las preocupaciones que tenemos aquí son superfluas y poco importantes.
—¿Y?
—Los desiertos me encantan, ¿sabe? Primero porque es el fin de todo. El desierto se define siempre por la falta de algo. El desierto es donde empiezan a terminarse las cosas. Se acaban las plantas, se acaba el agua, se acaba la gente que te rodea. Es la soledad más absoluta. Y para mí, en esos lugares he vivido los mejores momentos de mi vida. Otra cosa es cuando estás metido en combate y ves que puedes morir. Eso es otra cosa diferente.
—¿Por?
—Es otra cosa diferente, como a finales de julio y principios de agosto del verano pasado, cuando llegamos a una cumbre complicada. Estábamos a seis mil metros. El tiempo estaba cambiando y ya no nos dejaba ver el paisaje. Estábamos en torno al límite. Ya sabes que en esos momentos cualquier cosa, cualquier incidente, se puede convertir en un accidente grave, así que llegas a la cumbre y filmas. Sin entretenerte. No puedes estar más de media hora. Te organizas y, cuando miras el reloj y ha pasado media hora, para abajo. Al bajar hay que poner siempre más cuidado que al subir. La gran mayoría de los accidentes en montaña se producen en la bajada, sobre todo por el cansancio y la falta de atención.
—¿Es lo que hicieron?
—Nos organizamos, sin apresuramientos, pero sin parar. Eso supone que muchas veces no tenemos imágenes buenas de esos sitios, pero en esos momentos lo importante es bajar. Es llevar a la práctica lo que decimos muchas veces: para un alpinista, llegar a la cumbre es la mitad de su trabajo. La otra mitad es regresar a casa y contarlo. Las grandes montañas se disfrutan siempre cuando estás abajo. Cuando estás abajo y ves las tres únicas fotos que has hecho. Existen muy pocas cumbres que se puedan disfrutar, y esas casi siempre son «menores», entre comillas. Esto también sucede en Peñalara. Las últimas Navidades subí. Hacía mucho viento y frío. Yo me bajé antes, porque iba con mi nieto y era pequeño, pero los que subieron se engancharon al vértice geodésico, se hicieron una foto y se bajaron corriendo. Ni siquiera una montaña tan pequeña como Peñalara te da margen para hacer cumbre cualquier día que quieras.
—Ha estado en la Antártida.
—La Antártida hoy en día es el único lugar a salvo de los humanos. Es un continente. Hay mucha gente que confunde el Polo Norte y el Polo Sur. El Polo Norte es un mar que está congelado. Ahí caminas por un mar que se mueve. Así que, como nos ocurrió cuando estuvimos en el Polo Norte, metes un día de tu trabajo a 40º bajo cero para arrastrar un trineo de unos 100 kilos y recorres 11 kilómetros. Ese día, cuando estás exhausto, paras, pones la tienda, intentas ingerir agua, algo de líquido caliente y comida, y te duermes en la tienda. Pero esa noche el viento sopla de frente, arrastra la placa de hielo sobre la que has acampado y te ha echado para atrás ocho kilómetros. Así que el resumen del día anterior es que has estado sufriendo para adelantar tres kilómetros.
—La Antártida es todo lo contrario.
—Es un continente hundido prácticamente por el peso del hielo, que llega a tener un espesor de 4.800 metros. Es 28 veces España. Está rodeado de agua por todos los lados y por lo que son esos mares. Es un lugar extremo. De media es el continente más elevado del mundo, el más frío, el más ventoso y el que más hielo tiene. Todo es extremo ahí. La vida es imposible. De hecho, en el siglo XXI todavía no está colonizado. Apenas hay unas cuantas bases en las que, si un día se acaba la gasolina o el petróleo, dos días después se tiene que ir todo el mundo porque de lo contrario morirían. Allí poner la tienda, caminar y escalar te lleva al límite.
—Es lo que le sucedió cuando subió al monte Vinson.
—Estuvimos más de veinte horas caminando, siempre por debajo de los 35 grados bajo cero, así que lo normal es que estés exhausto, pero no puedes parar. Si te paras, te congelas directamente. Mientras tu cuerpo se está moviendo, genera calor. Tienes que avanzar poco a poco. También te das cuenta de que si en ese momento el viento aumenta de treinta o cuarenta kilómetros por hora, o bien pones una tienda o cavas algo para meterte dentro, o estás muerto porque has hecho hipotermia en minutos. Pero la belleza de la Antártida es infinita. Es un lugar de desolación y de belleza cristalina. Es un sitio donde probablemente la vida está más al extremo y pende de un hilo, lo cual no deja de tener su atractivo para un aventurero, porque sabes que no te puedes permitir ningún error. Las cosas están claras desde el principio. Eso ocurre también en las montañas. Cuando vas a un sitio y te dices: «Bueno, aquí no te puedes caer». Así que ya puedes tener cuidado. En la Antártida eso también está claro.
—Está yendo hacia ese monte, no se puede parar y sabe que el viento puede aumentar y que la meteorología no depende de uno. Está cerca del límite. Cuando está en esas situaciones, ¿qué se le pasa por la cabeza? ¿Cómo mantiene la serenidad?
—Tengo muy pocas cualidades, y muchos defectos, pero entre las cualidades que tengo es que en los momentos más extremos mi cabeza funciona de una manera muy fría. Las emociones siempre son calientes, y lo que hay que hacer es contraponerlas con la cabeza fría. En esas situaciones tienes que ser frío. Hay que analizar la situación. Ese fue mi caso en el monte Vinson. Íbamos todos fatigados, todos íbamos al mismo ritmo, para no dejar atrás a gente. Sabíamos que si alguien no podía seguir lo que tenía que hacer era darse la vuelta y regresar al campamento. Eso lo teníamos hablado. Pero llegamos a un collado, y en los collados, por el efecto Venturi, generalmente sopla más el viento. Estábamos muy cerca de la cumbre. A media hora caminando. Y llevábamos diez horas. A pesar de eso, me dije, si al llegar al collado el viento aumenta, me doy la vuelta.
—¿Es cierto?
—Lo tenía claro. Yo habría renunciado a la cumbre después de tantas horas, y solo por media hora. Me habría dado la vuelta. ¿El motivo? Yo sabía que jugaba con las congelaciones en las manos. Eso estaba seguro. Y no quería perder un dedo de mi mano o del pie y luego meter en problemas a compañeros.
—¿Cuál es el significado que tiene el equipo y la amistad en esos lugares?
—Hay una frase que se atribuye a Alejandro Magno. Yo tengo varios mitos, y uno de ellos es Alejandro. Él tiene una frase: «No dejamos a ningún herido en el campo de batalla». A alguien que forma parte de tu equipo no se le puede abandonar nunca. Y eso hicimos en 1994 con el chaval que murió. Mi gente estuvo con él en la tienda hasta que falleció. O en otros momentos. El equipo significa la gente. En una empresa o una gran aventura lo que importa son las personas. Yo he tenido los mejores equipos y la mejor gente en Al filo de lo imposible.
—Ha perdido amigos. Creo que dijo una vez que alrededor de treinta. ¿Cómo afecta a su mirada sobre la aventura?
—Supongo que de la misma forma que afecta a la gente mayor, a los ancianos. Vivimos procesos de duelo que solamente puede entender gente ya muy mayor. Y que tiene que ver con los afectos que logras en la vida: amores, amigos que tenemos, la familia. Son los anclajes que te pegan a la vida. Primero mueren tus abuelos, luego tus padres, después los amigos… Te vas dando cuenta de que te vas quedando solo. Cuando eso ocurre es más fácil morir. Es el proceso de envejecimiento. Sin el amor, sin la amistad, sin tus libros, sin la gente que te rodea y con la que puedes hablar, la vida no tiene sentido. Así que nosotros hemos tenido procesos de duelo probablemente similares, pero simplemente que más jóvenes. Es lo peor que he llevado, porque muchos de ellos eran mis amigos, o de mi mujer o de mi hijo. Dormían aquí, en mi casa, y, de repente, a los pocos días, o un mes más tarde, alguno había muerto. Aprendemos a convivir con la muerte. Y no hablar en una sociedad como la actual, en la que vivimos de la muerte… La gente se sigue muriendo, pero nadie habla de ella.
—Pero su contacto es mayor.
—Lo que sí nos ocurre a nosotros es que hemos convivido o hemos tenido una cercanía de la muerte mucho mayor que la gente normal. Y la cercanía de la muerte nos ayuda a saber que vamos a morir, y por tanto te tienes que acostumbrar cuanto antes. Por otro lado, la cercanía de la muerte hace que le des sentido a tu vida. Que sepas qué es lo esencial de ella, y lo esencial no es, como decían antes, la fama, la gloria y las riquezas. Lo esencial son las emociones y la gente con la que compartes la vida. Desde ese punto de vista he tenido una vida más rica y aventurera en todos los sentidos.
—Ha visitado también la Cueva de los Nadadores. Hasta hace nada no se podía llegar.
—Y ahora mismo está imposible, dada la situación en Libia. Hay grupos guerrilleros en esa zona, pero me gustaría muchísimo volver allí. No es una cueva, es un abrigo, y ves pinturas realizadas hace unos cinco mil o siete mil años. Muestran que había jirafas, leones, elefantes. Es decir, es otro mundo. Este sitio está ligado a tantas cosas… Tiene que ver con los exploradores británicos. La historia que cuenta El paciente inglés. Nosotros descubrimos lugares donde Almasy dejó depósitos de combustible para los coches. Descubrimos en medio de la arena un coche que utilizaban los británicos, las ratas del desierto. Para llegar allí tienes que tener el mapa. La zona está minada y el coche tiene que entrar por una zona muy controlada. Tienes que ir con inteligencia para que no te estalle una bomba.
—El K2. ¿Qué significa?
—Es la montaña más bella, más alta y difícil del mundo. Voy a matizar. No es la montaña más alta del mundo, porque es un poco más baja que el Everest, pero en términos de dificultad y de prestigio, el K2 gana por goleada. Y luego, el Everest es una montaña más bien fea. El K2 es una montaña piramidal soberbia, de unas dimensiones colosales, como no hay ninguna otra en la tierra. He subido una veintena de veces, y la verdad es que casi siempre nos trató mal. Pero también, mirándolo hoy en día, con perspectiva, probablemente también muchas veces nos dejó escapar porque se apiadó de nosotros. Dejamos a un compañero en la arista sur en 1994. A otro le amputaron siete dedos de las manos y a otro le amputaron los diez dedos del pie. Es una montaña que ha marcado nuestra existencia.
—¿Qué le atrae de una montaña?
—Bueno, las montañas son muy atractivas. En términos intelectuales, la mirada de los seres humanos sobre el paisaje cambia con el romanticismo y las primeras ascensiones al Mont Blanc. Pero también es el siglo de las luces, que alumbraron las parcelas de ignorancia que teníamos. Así que a partir de entonces el hombre mira a determinados lugares que eran aterradores y estaban llenos de leyendas, que eran guarida de dragones, como los glaciares. A las montañas se las empieza a mirar con curiosidad y con asombro. Decía Aristóteles que el asombro es el origen del saber y, a medida que nos asombraban las montañas, quisimos conocerlas mejor. Primero vimos que no había dragones y, además, ya subía gente. En esos inicios hay una búsqueda de conocimiento y ver qué hay en las montañas, debajo del mar. La belleza de las montañas es la belleza de lo último que queda en la Tierra sin domesticar. Eso nos da la importancia de tener que conservar las montañas. Necesitamos conservarlas lejos de la perturbación, del ruido. Que allí se congregue la soledad, la belleza y el silencio del mundo. Así que todo eso es muy atractivo. Si además lo que te impones es un reto mayúsculo que tiene que ver con el límite de tus facultades físicas y un reto también a nivel intelectual, pues no es extraño que nos atraiga el K2, el mejor símbolo de todo lo que te he dicho.
—El K2 vuelve siempre en su conversación.
—La primera expedición que hicimos allí estuvimos cuatro meses tirados en un glaciar a 5.400 metros de altitud, solos, sin poder movernos. Allí padecimos, sufrimos, pero también nos dimos cuenta de que la mayoría de los grandes retos que te impones tienen que ver con decir que sí, con atreverse a arriesgar y atreverse a fracasar. Tomamos muchas veces decisiones erróneas, pero el peor de los errores es no tomar decisiones. Es la inacción. Es no querer hacer cosas por miedo a que te ocurra algo.
—¿Se considera valiente?
—Me considero valiente. La valentía es la única virtud, y esto viene de la antigüedad, de los griegos, que nos permite pasar a la acción. No es la historia solo de la conquista de las altas montañas, es sobre todo la historia de la conquista de nuestros miedos. Podríamos hablar de que tenemos muchas valentías y muchos miedos. He visto a gente comportarse con enorme valentía en un punto determinado y luego ser un cobarde en otro.
—¿Cómo se domina el miedo?
—Todos tenemos miedo, y hay que desconfiar de la gente que no lo tiene. El miedo se vence con inteligencia, con la capacidad de nuestra cabeza para controlar las emociones. El miedo es una emoción primaria que nos permitió salir corriendo hace miles de años, cuando veíamos un tigre o un peligro inminente. Es automático. El cuerpo se alista para que tu corazón bombee sangre. Los miedos se controlan con inteligencia, sabiendo analizar lo que tienes que hacer. El 85 por ciento de las personas sometidas a estrés no se paran a pensar. No tienen la capacidad de enfriar su cabeza y analizar una situación. Simplemente pierde la capacidad de control y actúa sin cabeza, lo cual, en la mayoría de los casos, te lleva a una situación peor de la que tenías al principio. Muchas veces parándote, pensando y luego actuando, te va bien.
—Heroísmo. ¿Le gusta esa palabra?
—Me gustan los héroes, pero creo que no me gustaría que se repitiera el tiempo de los héroes. Hay un libro magnífico que me regaló mi buen amigo Javier Reverte que se llama así, El tiempo de los héroes. Es la historia de Juan Modesto, el general republicano. Recuerdo que cuando Javier me firmó el libro —fue la última vez que lo vi antes de morir—, me puso: «Para Sebas. Ojalá no volvamos a vivir un tiempo de héroes». Me gustaría que la civilización diera un salto en nuestros conflictos y guerra, y ya no necesitemos héroes. Pero una vez dicho eso, como soy muy lector, sobre todo de los clásicos griegos, ¿a quién no le gustaría ser Aquiles en el sitio de Troya? ¿O Alejandro en la batalla de Gaugamela?
—¿Qué piensa de lo que está ocurriendo en el Everest?
—Lo que está pasando con el Everest en concreto, pero también en otras montañas de Nepal, es catastrófico. Nepal quiere desarrollarse con construcción de grandes infraestructuras, y eso está destrozando buena parte de los paisajes de Nepal y cambiando buena parte de ese turismo de montaña que se ha occidentalizado en el peor sentido de la palabra. Luego está la corrupción sistemática de estos países del Tercer Mundo, como India o Nepal. Lo que se junta en el Everest es la corrupción de unas agencias comerciales, en connivencia con el gobierno o con parte del aparato del Estado. Esto se ha llevado a cabo de forma muy veloz. Esto nos ha llevado a la masificación de las montañas, a su comercialización y a algo preocupante: la banalización de las montañas. Esto se ve. No hay año que no mueran dieciocho o veinte personas en el Everest. Y por supuesto, nadie dice nada de eso, porque en apenas mes y medio unas cuantas agencias se pueden repartir muchos millones. Esa es la realidad. No hay un mínimo control. Un dato: si te pillan volando un dron dentro del Parque Nacional de Sagarmatha, te pueden poner una multa de hasta 5.000 dólares y echarte del país. Sin embargo, hay un acuerdo con los seguros que hace que el helicóptero esté continuamente volando. Hace que el serpa que va contigo, en connivencia con el de la agencia de helicópteros, te diga: «Te veo mal, vas cansado y agotado, y te duele la cabeza». Eso es lo habitual cuando estás a 5.000 metros, pero esa persona te comenta que deberías pedir un helicóptero para que te saquen de ahí. Entonces, pagas facturas enormes que se dividen entre las agencias y los helicópteros. Todo eso es un nido de corrupción, de codicia y, sobre todo, un atentado colosal contra el medio ambiente. Hay gente que coge un helicóptero para quitarse la parte más peligrosa del Everest, que es la cascada de hielo. Les ponen la botella de oxígeno, los suben a la cumbre, luego bajan y se lo llevan en helicóptero. Todo eso es una perversión de la ética y el comportamiento de aventura.
—¿Está preocupado por el cambio climático?
—Es difícil prever lo que va a pasar, pero lo que sí sabemos es que el ritmo de desaparición de los glaciares es más acelerado de lo que las previsiones estimaban. Por otro lado, del agua de las montañas viven 3.000 millones de personas. Las consecuencias de que cambien los ciclos de agua para determinados países del Tercer Mundo van a ser catastróficas. Eso sí que lo sabemos hoy en día. La evidencia de que estamos influyendo en el cambio climático es innegable. No estamos hablando ya de mi futuro, sino del de mi hijo, mis nietos y del de la gente que vendrá después, que tiene todo el derecho a tener el mismo agua que tenemos nosotros y a seguir mirando los bosques y las montañas que miramos nosotros.
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