El italiano Giuliano da Empoli ha escrito en francés una novela sobre Rusia. Se titula El mago del Kremlin. En la portada de su versión española sale un mago y un naipe con una K. Esto dice poco de la novela, diciéndolo en principio todo. Las portadas en España a mí me parecen malas. Se abusa de la obediencia genuflexa al título; en fin, de la redundancia. ¿El mago del Kremlin? Pues un mago con una K en algún sitio, K de Kremlin. ¿Chistera o naipe? ¿Lo pillarán los lectores? El mago del Kremlin y hemos puesto un mago Pop de palo y una carta con una K. Pongamos también una imagen del Kremlin en el propio naipe, sí. A lo mejor algún lector no sabe que la novela se titula El mago del Kremlin y hay que insistir epilépticamente.
Ya desde las primeras páginas, El mago del Kremlin se presenta como una novela seria que, como es lógico, demandaría una portada seria y, en fin, un título un poco más Thomas Mann, que hacía magia con montañas, ya que pasamos ese río. Algo incluso más Graham Greene hubiera hecho justicia a la propuesta, digamos Un hombre en Moscú. Yo creo que la literatura “seria” no tira los fuegos artificiales en el título, eso lo hace Albert Espinosa. La literatura seria empieza de tranqui, confiada en su pureza.
El mago del Kremlin busca esa pureza clásica con la clásica primera frase memorable. Es: “Mucho tiempo después, se dijeron de él las cosas más diversas”. Es un incipit fantástico, sin duda. Le sigue una palabrería atildada, gustosa de transitar, como pasaba en el siglo XIX, cuando la gente que escribía sabía escribir, y no es que tuviera ningún trauma personal que contarnos inevitablemente y con mala sintaxis.
Enseguida aparece “el Zar”. Como uno no ha leído la cuarta de cubierta (lo de atrás), porque suele ser tan malo como lo de alante (la portada), pues este “zar” así soltado en medio de la contemporaneidad manifiesta del relato te lleva a pensar en distopías, ucronías, quién sabe qué perrerías narrativas. Luego se aclara, aunque uno lo vaya intuyendo.
El caso es que tenemos a un hombre que nos habla de otro hombre, y luego de sí mismo. Es un hombre interesante. Se va a Moscú. “En París, lo peor que te puede pasar es un restaurante sobrevalorado, la mirada de desprecio de una chica guapa, una multa. En Moscú, la gama de experiencias desagradables es considerablemente más amplia”, opina, en tono nuevamente clásico, de elegancia distanciada. Nuestra franchute es fan de Yevgueni Zamiatin (1884-1937), el autor de Nosotros (1921), novela de anticipación política de la que Orwell copió algunas cosillas (ver El ministerio de la verdad, de Dorian Lynskey). Mientras está en Moscú, a través de las redes sociales, contacta con un sujeto que también es fan de Zamiatin, al punto de disponer de documentos muy valiosos de este autor. Quedan. Ahí la novela cambia de narrador, es decir, de referencia.
Tenemos ahora (desde el capítulo 3) las cajas chinas de Conrad en El corazón de las tinieblas (1899) o de James en Otra vuelta de tuerca (1898). Nuestro narrador sólo nos ha introducido a un narrador mejor, o más amplio, o más contundente. Ocupará la mayor parte de la novela. Antes, algunos diálogos culturetas sobre Zamiatin, la cultura rusa, juegos de espejos entre dictadores. Ya hemos anticipado que “el zar” es Putin, y sobre Putin y la “transición” rusa a la democracia (descubrimos) trata al cabo El mago del Kremlin (ya les dije que no había ningún mago). Es una novela sobre la oligarquía. O sea, sobre mafiosos.
El relato se sigue un largo rato con gozo, por culpa de la prosa, y de algunas inteligencias: “La élite rusa está unida por un fondo común de miseria que cada uno de sus miembros ha tenido que atravesar antes de llegar a las villas de la Costa Azul y las botellas de Petrus”. La transición rusa fue como la española, pero a lo bestia: “Ibas a una fiesta privada en un club de estriptis, empezabas a hablar con un desconocido, atiborrado de vodka hasta las orejas, y al día siguiente te encontrabas dirigiendo una campaña de comunicación de varios millones de rublos”. En España al día siguiente te encontrabas como secretario de Estado.
Sin embargo, algo rechina en la historia cuando aparece Berezovski, precisamente porque es un personaje fascinante, y uno cede a la tentación de buscar su nombre en Google. Es real. Como es real, todo decae. El propio prohombre de la primera frase, y narrador desde el capítulo 3, llamado Baranov, empieza a parecernos una versión del “mago” verdadero, Berezovksi, y el propio narrador originario parece una versión de Baranov. Es decir, todos son el mismo personaje. Baranov no tiene magia suficiente para competir con Berezovski, que es como afirmar que la imaginación de Empoli no puede superar la del pueblo ruso cuando se pone a tramar conspiraciones de poder. Además, la ansiedad del lector por saber qué pasa luego la satisface, no seguir leyendo, sino precisamente dejar de leer la novela para leer la Wikipedia o algunas noticias de El País sobre el asunto. Todo esto, sinceramente, ha perjudicado mi lectura de la obra, que iba tan bien encaminada.
Luego ya toma el mando Putin, que a su vez es, en fin, otro hombre inteligentísimo, el mismo hombre inteligentísimo, aunque sin lecturas. “El funcionario ascético se había transformado en el ángel de la muerte”. Sale un buen rato Chechenia, pero apenas Ucrania, lo que injustificadamente nos decepciona. Sale el submarino nuclear Kursk (año 2000). Así, noticia a noticia, cuanto más actualidad de periódico parece la novela, más cuesta leerla. Es como un refrito de nuestra propia memoria televidente, informada.
Con todo, de vez en cuando salta la frase fogosa: “La única manera que tiene un pobre de conservar su dignidad es infundir miedo”. En realidad, de la novela Putin sale muy bien parado, lo que usted sabrá cómo tomarse.
El mago del Kremlin propone, en fin, una teoría sobre Rusia, escrita en francés por un italiano, ya decimos. La teoría dice: “Dos únicas cosas [piden los rusos] al Estado: orden en el interior y poderío en el exterior”. Putin les trae ambas. La primera, poniendo coto a los excesos obscenos de los oligarcas; la segunda, haciendo guerras y tratando de no llegar borracho a las cumbres del G-8.
Giuliano da Empoli hace un libro meritorio, muy apuntalado de lecturas naturales, amén de la lectura del periódico. Así entran en el texto citas tan bonitas como esta de Bulgakov: “El problema no es que el hombre sea mortal, sino que sea mortal de repente”. Pero lo cierto es que no parece conseguir que su libro sea mejor que el más correcto reportaje sobre la Rusia emblemática de oligarcas y prostitutas y dinero fácil de los años 80 y 90; no consigue, en fin, que la novela tenga una inercia propia.
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Autor: Giuliano da Empoli. Título: El mago del Kremlin. Traductor: Adolfo García Ortega. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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