«Porque conocía el nombre de los peces (…)»
Carlos Barral
Arriba, en el cielo, brillaba la punta de la caña. A mí me gustaba recorrer el sedal con la mirada. Desde su origen, desde esa punta, hasta perderlo en la superficie del agua. Después trazaba una línea imaginaria y aventuraba su trayectoria submarina. Los señuelos eran de metal, o de plástico, y muy coloridos. Imitaban la forma de un pez o de una gamba. Mi padre los guardaba en una caja con otros enseres de pesca: carretes viejos, sedales, unos alicates oxidados. Tenían la apariencia de juguetes, pero escondían el anzuelo en su interior. A mí me parecían instrumentos macabros, de traición, como peluches repletos de cuchillas.
La cubierta se llenaba de sangre. Hoy la recuerdo azul, extrañamente azul.
Mi padre era el horizonte de aquella sangre. Y del barco, y del verano, y de todo lo demás. Compraba el cebo, conducía hasta el puerto, saludaba a los pescadores y preparaba los anzuelos… Yo me sentaba en la cubierta, o encima del camarote, o en la punta de la proa con las piernas colgando sobre el agua.
Apenas me hablaba. Casi nunca me hablaba.
Los atunes —como el galán de noche, las salamanquesas o el repelente de mosquitos— eran atributos del verano. Los comíamos a la plancha, a la brasa, al horno, fritos, encebollados, con samfaina, con tomate, con ajo y perejil… Preparábamos marmitako, coques de recapte, suquet de peix… También los salábamos y los colgábamos bajo el porche para que se secaran. O los regalábamos, llenábamos el vecindario con sus filetes, sus rodajas, sus branquias agostadas y su sal.
El atún es un animal terminado. No tiende a nada. Eso es lo que pensaba ahí sentado, con los pies oscilando sobre el mar. Que los atunes eran atunes y nada más. Que estaban resueltos. Los pingüinos, en cambio, me parecían animales extraños, a medio hacer. Aves sin vuelo, caminantes fatigados… Y la tendencia a ser un pez. Yo lamentaba esa torpeza, esa indeterminación. Me entristecía. Y admiraba la fortaleza de los atunes, su estricto significado. Aun ahí, ultrajados en la cubierta, mantenían el recuerdo de su función, la curva perfecta y el centro del mar.
Pescábamos otras cosas, también con las redes. Caballas, doradas, gallos, besugos, escórporas…
Apareció una morena enorme, una madrugada. Recuerdo su expresión, casi humana, y sus dentelladas enloquecidas. Mi padre trató de someterla con la mano desnuda. El primer mordisco casi le arranca un dedo. No pude alegrarme —me faltó valentía— ni lamentarme —me sobraba rencor—.
La costa era monótona. Los edificios se alejaban lentamente, se diluían en una nube blanquecina. Después dejábamos de verlos. Ahí aprendí a nadar, en mitad de ese gran desierto. Nos atábamos con una soga y saltábamos. Sin risas, sin explicaciones. Se trataba de respirar, nada más. A veces se trata de eso.
Éramos dos niños nadando alrededor de un barco. Hubiera sido tan fácil, tan sencilla, la ternura.
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