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Crónicas de Danvers (XI): Italia, años sesenta (I) - Zenda
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Crónicas de Danvers (XI): Italia, años sesenta (I)

Ella le hace el caso justo, porque bastante disciplina ha tenido en Madrid toda la vida y ahora no están sus padres aquí. A la vuelta le espera un verano maravilloso en Biarritz: interminables días de playa en los que se puede una saltar algunas normas —bendita Francia—, fumar un poco, beber un algo y...

Mercedes y sus amigas están en Roma. Las alumnas del último curso de Las Salesas pasan unos días en la capital italiana, compaginando misas diurnas y nocturnas en el Vaticano, con rosarios en la residencia de estudiantes en la que se hospedan. Todos los días, después de misa, salen de paseo turístico con sor Inés, que tiene enfilada a Mercedes porque es guapa, joven y porque su padre es marqués. Cada vez que se afloja la corbata, habla o sonríe trata de humillarla y la amenaza con encerrarla en la residencia. Es una auténtica cabrona, sor Inés.

Ella le hace el caso justo, porque bastante disciplina ha tenido en Madrid toda la vida y ahora no están sus padres aquí. A la vuelta le espera un verano maravilloso en Biarritz: interminables días de playa en los que se puede una saltar algunas normas —bendita Francia—, fumar un poco, beber un algo y bailar. Los de Fuenterrabía suben alguna noche y siempre hay plan. Y en septiembre, el Conservatorio. Ha compaginado el colegio con el piano desde que es una niña, y ahora por fin puede dedicarse en cuerpo y alma a tocar. Tiene dieciocho años, está en Roma con sus amigas del colegio y sor Inés no va a amargarle la vida.

"Y Mercedes Guzmán, enfadada, se une al grupo de nuevo. No ha sido el primer pescozón, pero sí el más fuerte y el más humillante"

De vuelta de la Plaza de España por la vía Condotti, para en el escaparate de Gucci. Le gusta el aire ecuestre de las colecciones, con esos estribos que le recuerdan al guadarnés de la finca de su padre. La maniquí lleva una minifalda que le encanta, con calcetines hasta la rodilla y mocasines, que ni en sueños le iban a dejar ponerse, ni siquiera en Biarritz. Se remanga la suya frente al cristal para ver el efecto y se pone de perfil; le quedaría de cine así de cortita. Sumida en esos pensamientos trascendentales, no oye como sor Inés la llama dos veces. Nota un pescozón en la nuca, pega un respingo, se suelta la falda y trota hacia el grupo. Sor Inés, con aire de vieja, cansada y amargada, le espeta:

—Niña, esta tarde te quedas en la residencia castigada, a ver si con unos cuantos rosarios se te pasa la vanidad esa que tienes. Ya está bien con la marquesita.

"No sabe cómo pero tiene las manos en su cuello y le está acariciando los rizos de la nuca; se olvida de sor Inés, de sus amigas, de Biarritz y del piano"

Y Mercedes Guzmán, enfadada, se une al grupo de nuevo. No ha sido el primer pescozón, pero sí el más fuerte y el más humillante. Nota cómo se despierta algo dentro de ella, un sentimiento aletargado, una pulsión indefinida. Cuando todas acuden al rezo nocturno al Vaticano, una nueva Mercedes se atreve, le da un par de vueltas a la cinturilla de la falda, y salta por la ventana de su habitación. No tiene un Gregory Peck que la lleve de paseo, pero le da igual. Se acerca al Campo di Fiori, donde hay organizada una verbena de barrio y se queda mirando a los bailarines; uno de ellos, guapísimo, moreno y alto, se le acerca y por gestos le pide un baile. Ella asiente y se deja guiar: le tiemblan las piernas, ojalá no se le note. Una tarantela alegre, una canción lenta, otra, otra… Por Dios, qué guapo es, con ese pelo tan negro y ese punto tan salvaje. Tiene los dientes blanquísimos, hoyuelos cuando sonríe, y unas manos maravillosas que le acarician primero los hombros, y luego la espalda entera. Bajan exactamente hasta donde tienen que bajar, y ella se le acerca más, inconsciente. Madre mía, ¿qué le está pasando? Alfonso nunca ha bailado así con ella. No sabe cómo pero tiene las manos en su cuello y le está acariciando los rizos de la nuca; se olvida de sor Inés, de sus amigas, de Biarritz y del piano. Y Alfonso, ¿quién era Alfonso? Se derrite.

Se oyen las campanas de la piazza Navona que dan las diez y se rompe el hechizo. Se suelta, asustada, y él la mira serio y profundo, muy profundo. En español, con mucho acento andaluz, le susurra:

—Mañana te espero aquí a la misma hora, ven, por favor.

La besa suavemente en la mejilla y desaparece en la verbena.

Ser feliz no puede ser pecado.

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Danvers

Vivo lejos de Manderley… Escribo sobre lo que recuerdo, lo que veo cuando salgo, o lo que me cuenta mi querido Dufruy cuando viene a verme.

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