Rocío Rojas-Marcos, escritora y profesora de la Universidad de Sevilla, reflexiona en estos poemas acerca del paso cruel del tiempo y de cómo ese transcurrir constante es el que nos enfrenta de forma inevitable al conflicto que existe entre la realidad y el deseo, siguiendo la estela de Cernuda. Esa mirada que nos hace reconocer el desequilibro constante que se produce en nuestras vidas entre aquello que proyectamos y deseamos y lo que realmente sucede. De ahí nace la desazón y el desasosiego que tantas veces nos asfixia.
Zenda adelanta cuatro poemas de Anoche soñé que regresaba a Manderley (Hojas de Hierba), de Rocío Rojas-Marcos.
***
(apenas)
Y así, de golpe me entero de que la vida se ha ido
que la vida era eso cuando hiela,
como también es esto de ahora en versos escarchados.
Me entero de que la vida sigue y yo la quiero larga
muy larga para ver otoños amarillos, otras ciudades
atascadas, otras copas de vino con el filo manchado
de pintura de labios roja.
Y así, de golpe me entero de que la vida resiste
aunque explote una bomba mientras vuelvo de clase
me entero de que la vida son los caminos que escogemos,
y normalmente equivocarse al escoger esos caminos.
También me entero
De que la vida es andar por el arcén
del camino correcto
pero no pisarlo
Y así, Jolene ha ganado, mi Jolene era el tiempo,
creo, y yo no sé cantar.
***
(a medida que)
(en el cementerio inglés de Málaga)
A tumbas recién barridas
a humedad
a pegajoso sentido de tiempo acabado. A ti.
Así olía a mi alrededor,
sentada en un banco de hierro.
Intenté no llenar los pulmones,
no respirarte entero
pues, aunque no estabas, el soniquete de tu respiración
parecía llegarme –invasivo- ahogándome.
Abrí el libro que llevaba,
lo toqueteé sin ganas. Desinflada,
seguía sintiendo el ruido de mis pensamientos.
Quería verme danzar
(como las zíngaras del desierto)
estaba al aire, no había paredes recluyéndome
y, aun así, me sentía metida en una caja
de cartón. Encerrada.
Necesitaba verme danzar
(como las balinesas en días de fiesta)
y saber que en mi piel hoy de lija
también es posible el terciopelo
también es posible no ser roca
también será posible desvanecerme
despintarme, palidecer
como una acuarela al sol
al menos no arañar al roce.
Y así, sentada a la sombra de este árbol
sucumbo al tiempo
que me mira airado
desde la altura que le concede la eternidad,
me señala con el dedo:
soy la única que puede respirar rodeada de tumbas,
la única que diferencia el olor de los pasos perdidos entre ellas,
pasos de duda; de desazón. Pasos
sin más.
Conozco mi capacidad de resistencia en soledad
sé vivir con todas esas voces
acercándose,
sé cerrar con llave por dentro
quedarme quieta, gastar poco oxígeno.
Sobrevivir.
Me lo demuestro cada mañana.
Aunque la cama siempre bien hecha,
las estanterías medio vacías,
los papeles con caligrafía reconocible
o el sonido del ascensor subiendo
me lo ponen difícil.
Todo me aplasta
sentada en este banco del cementerio
rodeada de luz temprana.
El día amanece abrazado a un suspiro
(tengo que acordarme de coger poco aire)
quiero dejar de respirarte entero.
El desorden va acaparando mi espacio.
Cuando vuelva a casa
después de conducir dos horas
autómata en la gasolinera, ausente
cambiando de marchas, duplicada entre el volante
y mi sombra,
insistiré en poner orden a mi alrededor:
ahora hago de comer los domingos
lo apunto en un papel y
de lunes a viernes solo tengo que seguir
mis propias instrucciones, no traicionarme, no llamarte.
Me gustaría contarte
lo que estoy leyendo, la clase del día anterior,
que en el salón
aún entra el sol por la ventana.
Seguir el plan es fácil: en la puerta de la nevera
el papel sujeto con un imán:
lunes silencio
martes ausencia
y sigo una semana tras otra.
Parece que ando hacia un lugar que ya no existe
tal vez perdida por el camino que veía trazado.
Lo que sí he visto es un pozo
donde no he querido caer.
Me agarro al brocal.
Mármol helado
me acartona los dedos.
Intento sujetarme, hacer pie.
Ahora me doy cuenta: lo que más cuesta
no es el final
sino reconocer cada mañana cómo se escapa el aire
al ventilar –ciclo del reciclado: hace falta oxígeno-.
El olor de la habitación ya no te recuerda
ni la almohada, ni la manta. Nada.
(Oigo pasos) –buenos días; -buenos días,
respondo: me saca de mí
me devuelve al banco del cementerio
al silencio constante, necesitado.
Me saca del frío
instalado en un nombre propio,
un frío que parece querer quedarse
en este pronombre de primera persona
del singular que me pisotea
que me convierte en la historia más triste
la que parece afirmar que la muerte estaba ya instalada
y vuelvo a las tumbas
de estos expatriados sin tiempo para regresar.
Así me veo, expatriada de mi vida
de la que fue mía, más bien.
Ahora ya está todo en un pluscuamperfecto
anterior a este antes cuando llegué al cementerio
cuando anduve despacio
buscando a Guillén y encontré este banco
y me senté
y me recosté
y me volví a acordar de ti
y de las mañanas usadas
y de los libros leídos
y de que todo ya es viruta machacada por el tiempo.
Entonces, quiero enviarte un saludo a ti
que no me estarás leyendo
y decirte que
me acuesto cada noche
sabiendo que he cumplido
con promesas desteñidas,
que sigo aquí. Sentada en este banco
no espero, solo aguanto el trascurso
de las nubes.
Entre semana me sostengo, sigo haciendo la compra,
pero siempre olvido la lista
en la mesa de la cocina. Compro vino
y queso
además de cosas que no necesito
porque no recuerdo la lista, suele hacer falta leche.
Sigo poniendo el despertador a las siete menos diez,
sigo preparando cola caos
y sigo bebiéndome el café del día anterior
con leche fría.
***
(cuando)
No cuesta tanto entender arrugas
no hace falta un portulano
para orientarse por los surcos de mis palmas.
No soy sirena ni serpiente, soy vulgar.
Opaca, tal vez
plegada hacia dentro
con ángulos ciegos, como cualquiera, imagino:
como los coches –hoy he roto un piloto–
y ahora estoy cansada, derruida –aparcando, el trasero izquierdo–
arrugada me miro al espejo, falla el cebador,
mi reflejo titubea
–dando marcha atrás, el tronco del árbol tenía un nudo
que no vi–
fracturada en pedazos que ahora no sé pegar.
El puzle del suelo de la cocina sé hacerlo
pero mis piezas no logro encajarlas, me sobran
demasiadas
–y ahora el coche, también roto–
esos pedazos son gritos que no doy,
aprieto las mandíbulas para no gritar. Y duele.
Por las noches sueño plomizo.
Luego, la sonrisa, gran parte del día
mueca, se me va cansando.
Recuerdo minutos
y luz. Pensaba que había luz a mi alrededor
cuando ir a Londres
era ser libre y amar, amar para siempre.
Y siempre termina de pronto
cuando un día crees que acabas de comer
y lo que acabas es de asistir a un funeral con el muerto
servido
en platos de pasta.
–he guardado los trozos de plástico rojo
intentaré pegarlos, esos sí encajan, lo he comprobado-.
Qué infantil fui
qué confiada
qué traicionada
qué licuada
qué baldada estoy. Anduve años haciendo equilibrio
sobre una cuerda floja y todo
para esto. Preguntas, dudas, suciedad.
Conversaciones sin más fin que tu propia
afirmación. Qué cansancio qué pesadumbre
qué soledad más triste debes sentir ahora
qué frío más entretejido con la piel.
Como el marino en un barco ballenero
zarandeado constantemente por el viento del norte,
cuarteado. Yo sí tengo tanto frío. Viene de dentro
–voy a guardar un trozo del faro roto, como amuleto
o arma o advertencia: no te fíes-.
Porque qué difícil es tragar veneno, aceptar beberlo
y saber que estás muerto, como en Denver, mientras sigues.
Respirar mientras el veneno se diluye por las venas.
Circuito cerrado.
Ahora veo lo necesario de saber
quién soy, dónde estoy
y qué ronda mi mente. Robo esta frase
para seguir escribiendo. Enlazo ideas
mientras son solo las seis de la tarde
mientras sigo batallando con el espacio
dejado en blanco
en la esquina del sillón que era
tuya.
Cuando da el sol por las mañanas
me gusta
sentarme a leer invadiendo
el territorio,
desplaza mi perspectiva
de la habitación.
La luz de otoño aún deslumbra
al levantar la vista del libro. Cegada
sé que seguiré respirando,
y eso me duele.
El nudo del árbol rompiéndome también a mí.
***
Anoche soñé que regresaba a Manderley
Esta mañana me manché de grasa las manos.
Iba a dar un paseo, se salió
la cadena de la bicicleta.
Hoy he puesto la cadena de una bicicleta
por primera vez. Y luego he pedaleado,
he sonreído, me daba el aire en la cara,
y he seguido pedaleando.
Normalmente, hubiese ido pensando cosas como:
Los radios de la bicicleta dejan de girar
si les metes un palo ¿lo sabías? Y te caes de boca
en la rueda de delante, ¿lo sabías?
Pero esta mañana no. He puesto la cadena
me he limpiado las manos con un pañuelo que llevaba
en el bolso y he sonreído.
Hoy es sábado, ha amanecido
fresco, dulce, azul. Hoy es un sábado más
de un año que avanza a zancadas. Hago la lista de una compra
que no haré hoy porque hoy es un sábado más de una semana más
de un mes que se está yendo sin darme cuenta y solo quiero sentarme
a recordar la cadena de la bicicleta y dejar que pase
Not ideas but things.
Vuelvo a casa en una pringosa inconsciencia
el aire
de maicena de la habitación
me espesa la sangre
tal vez, solo tal vez,
me inyecta la soledad que había olvidado.
Tal vez, aunque solo sea
tal vez
me estoy asfixiando en mi mundo
este.
Y me acuerdo de la cadena de la bicicleta
Time is how to note it down
y de esta mañana, cuando
he anotado ese tiempo raquítico que ya es mío,
he contado cada segundo,
cada décima empleada
en esta nueva manera de mirar a mi alrededor,
de no perdonarle la vida a nadie. O tal vez es todo lo contrario
y ahora ya solo importa tomar nota del tiempo, apuntarlo
bien y estar segura de no
desperdiciarlo.
Atiendo
al zumbido de las tuberías
de esta casa vieja. Me recuerda
dónde estoy:
rodeada de silencio. Ahora
que estoy sola, ahora
que no hay palabras flotando en el ambiente,
las tuberías
me marcan el ritmo, me anudan a mi realidad,
me recuerdan que sigo aquí.
He aprendido a reconocer a tientas
la luz rutilante del fondo
de mi corazón. Es cada vez más débil.
Me escabullo por el pasillo,
para poder continuar
para poder respirar, para aprender a
ponerle la cadena a la bicicleta.
Aunque a estas alturas cuando voy
por el segundo castillo de naipes derruido,
cuando había rellenado con argamasa las grietas,
vuelve a parecer el engorroso ensayo de una tragedia.
Mientras,
la bicicleta me espera para otro paseo mañana
aunque la canción que se cuela
sigilosa por las rendijas de la persiana
No es perfecta mas se acerca a lo que yo simplemente soñé
me zarandea, camicace de ese casi perfecto casi mío
casi algo, casi
lo que podía querer, desintegrándome en moléculas
inservibles, pues ahora, cuando me miro al espejo
veo el vaho, yo
no estoy, me he escurrido por el agujero del desagüe.
Y llega un silencio que aplasta, un silencio
que me encierra de nuevo entre páginas
donde el dolor se controla
cerrando: desfiladeros de palabras
por los que andar de puntillas manteniendo el equilibrio
del diálogo constante
parecido al repiqueteo de unas campanas
monitorizadas pero ancestrales y he
llorado de ver amor
he llorado por cosas que suelo ignorar
por las distancias insalvables del mundo
por darme cuenta que hay dos clases de gente,
los que van a alguna parte y los que no van
a ninguna: epifanía
desde el silencio de la palabra guardada
de la que apunto para después
y ese después se pasa
y cuando la encuentro, necesita manual de instrucciones
y su silencio es riqueza
y me entero de que los interiores de Manderley
eran los mismos que los de Tara. Todos los hogares se licuan
toda la felicidad todo el miedo apelmazado entre las paredes
y me busco otra vez en el espejo y veo mi Manderley ardiendo
y no recuerdo si fue escenario. Hubo vida real ¿verdad?
Entonces, con la cadena bien puesta
empiezo a pedalear.
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Autora: Rocío Rojas-Marcos. Título: Anoche soñé que regresaba a Manderley. Editorial: Hojas de Hierba. Venta: Todos tus libros, Amazon y Fnac.
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