Me gustaría que hubiera un lugar
estable, inmóvil, arraigado; un lugar
que fuese algo así como un principio.GEORGES PEREC
Una de las cosas que más nos llama la atención cuando vemos una película de John Ford es su aparente simplicidad. En sus westerns, por ejemplo, vemos un paisaje bello y agreste en la mayoría de los casos, unos personajes accesibles aunque muy testarudos, y un par de situaciones dramáticas en mitad de borracheras, chistes o canciones tradicionales. Con eso llega. Sin embargo, tan pocos elementos consiguen emocionarnos como jamás podría conseguirlo ni siquiera el mejor Jean-Luc Godard. ¿Por qué? Quizás porque las películas de Ford, antes de hacernos pensar, se alojan en nuestro corazón; y las de Godard primero suelen atravesar nuestro cerebro, sin que a veces consigamos sacarlas de ahí para convertirlas en emociones. O porque con Ford viajamos al pasado y con Godard al futuro, y en el pasado vivimos todos y en el futuro sólo viven quienes son capaces de soñarlo. Quién sabe. Lo que sí es cierto es que Ford va directo al grano y Godard construye sus películas con curvas demasiado pronunciadas.
Al pensar en lo anterior, volvemos a sorprendernos, esta vez al darnos cuenta de que esa simplicidad de Ford puede provocar un efecto duradero en nosotros seguramente porque creemos que tiene más fuerza para resistir el paso del tiempo. Pero nos equivocaríamos si diésemos por supuesto lo anterior. También nos equivocaríamos si creyésemos que John Ford era un cineasta simple, a diferencia —pongo por caso— de Orson Welles. A menudo alcanzar un estilo transparente puede convertirse en un reto. Restar es una operación bastante más complicada que sumar. Ya lo decía Kenji Mizoguchi al compararse con Yarujiro Ozu: «yo hago posible lo imposible y él hace posible lo posible, y eso es lo verdaderamente difícil».
En cuanto observamos con calma las películas de Ford, el estilo comienza a mostrar una elaboración en la que no habíamos reparado. No se trata, pese a todo, de las piruetas expresionistas que dieron al traste con El delator (The Informer, 1935) o El poder y la gloria (The Fugitive, 1947). Bastaría con que intentásemos contar a alguien el argumento de Juez Priest (Judge Priest, 1934), Steamboat Round the Bend (1935) o El sol siempre brilla en Kentucky (The Sun Shines Bright, 1953) para darnos cuenta de su complejidad estructural y del denso paisaje humano que hay en ellas. En las tres películas se utiliza un personaje (interpretado por Will Rodgers en las dos primeras y por Charles Winniger en la tercera) como centro de un tapiz social. Ese personaje, sea juez o capitán de un barco, es invariablemente un borrachín. Su verdadera época se ha desvanecido tiempo atrás. A veces lo vemos hablando con el retrato de su difunta mujer, otras manteniendo las piezas de un viejo museo fluvial y en ocasiones aparece con la mirada perdida en algún punto del paisaje que a nosotros, los espectadores, se nos escapa. Pese a tener nostalgia del pasado, su presencia en el presente sirve para que éste no avance de forma atropellada, olvidando las lecciones que debería haber dejado tras de sí la Guerra de Secesión (uno de los temas recurrentes en la obra de Ford). Con él se mueven huérfanas, confederados, delincuentes, negros, prostitutas y holgazanes. Si algunos de ellos tienen problemas con la ley o con las ligas de moral, él sale en su defensa. Es consciente de que en una América moderna pasa por no excluir a nadie, por no aceptar la justicia expeditiva ni los linchamientos, por no tener prejuicios. Ford creía en lazos que separan y en distancias que unen.
Buena parte de su grandeza se debe al misterio que envuelve en general a su obra. A diferencia de cineastas como Fritz Lang o Alfred Hitchcock, nunca ha permitido una hermenéutica firme en torno a su filmografía. Conoció el éxito y el fracaso en vida, de igual manera que fue atacado y defendido por sus ideas, sin que todavía se haya llegado a establecerlas con claridad. La virtud se confunde con el pecado, la ley hace trampas cuando lo necesita, el idealismo y la decepción anidan en los mismos corazones, un cortejo fúnebre se prolonga poco después en una marcha triunfal, antiguos enemigos se reconcilian…
Ford siempre trabajaba a partir de planos generales que poco a poco desembocan en primeros planos. Al comienzo vemos un entorno, luego a quienes lo habitan y por último tenemos una o varias historias que alteran nuestra visión inicial (y que de paso deberían alterar nuestras ideas acerca de los personajes). Bajo la placidez siempre hay turbulencia. En ese sentido, sus películas tienen un efecto similar al de ciertos cuadros de Edward Hopper: nos recuerdan situaciones ordinarias cargadas de extrañeza, como de algo pasajero, imágenes fugitivas que muy pronto desaparecerán tras una puerta o tragadas por las infamias de la Historia con mayúscula.
En muchas películas suyas incluso los rivales se respetan. Nadie se vanagloria después de haber vencido a un contrario y, si lo hace, es de forma burlona, sin darle demasiada importancia. Algo así es lo que proporciona a su filmografía una especie de aire de familia. Por eso el ejército, los clanes, los matrimonios y las amistades aparecen una y otra vez. También por ese motivo las muertes, las separaciones o las derrotas resultan tan tristes y dolorosas, como si los personajes fuesen en realidad héroes trágicos de una obra de William Shakespeare.
John Ford fue un cineasta de una personalidad demasiado elusiva, a quien a menudo se llama primitivo como si se tratase de alguien que se quedó a medio camino de la historia del cine, sin enterarse a continuación de que las cosas estaban cambiando. Nada más falso. No sólo fue uno de los pioneros que ayudó a fundar Hollywood, sino que también supo adelantarse a Howard Hawks, Anthony Mann o Budd Boetticher y ayudarlos a forjar sus propios estilos. Hizo películas de diferente duración, mudas y sonoras, en blanco y negro y en color, documentales y de ficción. Produjo, actuó, se encargó de segundas unidades y escribió guiones él mismo. Supervisó la fotografía de buena parte de su filmografía y tuvo una relación estrecha con los compositores de sus bandas sonoras. Participó como extra en El nacimiento de una nación (Birth of a Nation, 1915, David Wark Griffith). Aunque casi todo el mundo lo recuerde ante todo por sus westerns y él mismo se presentase diciendo que se llamaba John Ford y hacía películas del Oeste, cambió de género constantemente. Diseñó argumentos y diálogos que luego filmaron otros cineastas. Se adecuó a formatos distintos, planes de rodaje variables, presupuestos grandes y pequeños. Trabajó en estudio y en escenarios naturales, dentro y fuera de Estados Unidos. Se entendió y riñó con rutilantes estrellas y con actores secundarios, formando a su alrededor algo así como una familia cinematográfica. Y, por si fuera poco, conoció en persona a escritores, pistoleros, políticos, artistas o filósofos a los que hoy en día se puede sublimar o denostar, con o sin conocimiento de causa, pero no creo que se puedan entender como lo hizo él. Ya lo decía Friedrich Nietzsche: muchas veces un artista es respetado más por las generaciones posteriores a la suya, que le admiran aunque con bastante frecuencia sean incapaces de saber cuál es el verdadero valor de sus propuestas.
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