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'La muerte y la doncella': ¿Matarías a tu torturador? - Zenda
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‘La muerte y la doncella’: ¿Matarías a tu torturador?

Con solo tres personajes en escena y un lenguaje visual heredado del thriller psicológico que ya había practicado tantas veces, Roman Polański dirigió en 1994 una tensa versión filmada de la obra de teatro de Ariel Dorfman que se centra en el dilema de qué harías si tuvieras la posibilidad de vengarte de quien te torturó...

Con solo tres personajes en escena y un lenguaje visual heredado del thriller psicológico que ya había practicado tantas veces, Roman Polański dirigió en 1994 una tensa versión filmada de la obra de teatro de Ariel Dorfman que se centra en el dilema de qué harías si tuvieras la posibilidad de vengarte de quien te torturó en el pasado. Y en este caso hablamos literalmente, ya que la trama está basada en hechos ocurridos en Chile o Argentina durante las dictaduras de los años 70. Sigourney Weaver, heroínas espaciales aparte, tuvo una gran carrera dramática en los 90, y Ben Kingsley (ahora sir Ben) siempre ha sido un seguro a la hora de interpretar personajes de moralidad complicada. Mucho menos conocido es Stuart Wilson, uno de esos rostros menos memorables que aun así tiene un currículum donde aparecen El prisionero de Zenda (siendo Rupert de Hentzau contra Peter Sellers), 1984, Arma letal 3, La edad de la inocencia, La Roca, La máscara del Zorro o Límite vertical.

[Aviso de destripes con música de Schubert en todo el texto]

Ariel Dorfman nació en Buenos Aires en 1942, en una familia judía de padre natural de Odessa, entonces en el Imperio Ruso y ahora en Ucrania, y madre nacida en Chisináu, la actual capital de Moldavia. Al poco de su nacimiento la familia se mudó a Estados Unidos, y luego a Chile en 1954, donde Dorfman creció, fue a la universidad, se casó y se nacionalizó. Entre 1970 y 1973 fue asesor cultural del gobierno de Salvador Allende, el primer socialista elegido presidente de forma democrática en la historia mundial, y solo se salvó del famoso (e infame) ataque al Palacio de la Moneda porque había cambiado su turno de trabajo con un amigo (el propio Dorfman nos cuenta más en Zenda sobre esto). Tras el golpe de Augusto Pinochet se exilió a París, Ámsterdam y Washington, y desde 1985 es profesor de literatura y estudios latinoamericanos en la Universidad de Duke, en Carolina del Norte. Ha escrito críticas del imperialismo cultural estadounidense y muchas veces sobre sus sentimientos de desarraigo obligado (tiene pasaporte de tres países) y es un experto (y amigo personal) de Harold Pinter. En 2011 su obra Purgatorio se estrenó en Madrid, protagonizada por Viggo Mortensen y Carme Elías.

También, lógicamente, ha escrito mucho sobre la situación de Chile durante los años de Pinochet, a menudo en prensa internacional (El País, The Guardian, The New York Times, Le Monde, L’Unità), pero La muerte y la doncella es uno de los textos que, a pesar de ser ficción, mejor acrisola ese magma de sentimientos. La obra de teatro original, escrita en 1990, se estrenó en Londres y luego se representó en Santiago de Chile. En noviembre de 1991 abrió en Broadway con nada menos que Glenn Close, Richard Dreyfuss y Gene Hackman en el reparto, dirigidos por Mike Nichols. La trama ocurre en una casa aislada, situada en un país anónimo de Sudamérica, con el ánimo de universalizar su contenido, pero claramente basado en Chile (en la escena en la que Paulina sale de la casa se lleva un fajo de pesos chilenos, y hay un póster de Pablo Neruda en una de las habitaciones). Paulina es una mujer de unos cuarenta años, cuyo marido, Gerardo, es un prominente abogado que está a punto de ser nombrado como parte de las investigaciones sobre los crímenes de una dictadura recién terminada. En la misma noche en la que se ha decidido el nombramiento su coche se avería camino de casa y Gerardo llega al hogar traído por otro conductor, el doctor Roberto Miranda. Mientras Miranda está dentro de la casa, invitado por Gerardo para agradecerle la ayuda, Paulina cree reconocerlo como uno de los hombres que la torturó y violó durante la dictadura. A partir de ahí, ella intenta averiguar la verdad, y viendo el póster de la película no es demasiado spoiler decir que la cosa se pondrá bastante tensa.

Y también a partir de ahí puede imaginarse que cada uno de los tres personajes juega un papel mayor que el de simplemente tres personas llamadas Paulina, Gerardo y Roberto. Paulina es la víctima que lo ha sufrido literalmente en sus carnes, Gerardo el teórico que se libró gracias al silencio de Paulina, y que por eso puede permitirse ahora elucubrar sobre el perdón, la reconciliación y el veneno que encierra la venganza, y que puede no asustarse al oír a alguien llamar a la puerta de casa en plena noche. Y Miranda es, sin paliativos, uno de los causantes de tanto dolor. Porque, para dejarlo claro con los destripes, sí, Paulina estaba en lo cierto y Miranda fue uno de sus torturadores, por motivos que ya se revelarán. Como ya hemos dicho, la historia está rodada con forma de thriller psicológico, y durante buena parte del metraje se mantiene la duda sobre la identidad del doctor: Paulina tuvo los ojos vendados todo el tiempo, y para «reconocer» a Miranda se basa en cosas como su olor, su voz, algún manerismo al hablar (las inseguras citas de Nietzsche y Freud, por ejemplo), la cinta de música en el coche con la pieza «Der Tod und das Mädchen», de Franz Schubert, usada durante las torturas, y algún otro detalle más que cualquier persona, en especial un abogado profesional como Gerardo, inmediatamente identificarían como pruebas solamente circunstanciales.

Gerardo y Paulina, a todo esto, no son una pareja del todo bien avenida. Empiezan con un conato de pelea pasivo-agresiva donde ella se enfada porque él no ha cambiado la rueda pinchada de su coche y él se mosquea porque el neumático de repuesto estaba deshinchado y le tocaba a ella haber comprobado esto. Pero después, durante la obra se sabe que Gerardo estuvo con otras mujeres durante la detención de Paulina (tras dos meses él llegó a pensar que jamás volvería a verla, porque la desaparición sin rastro ni aviso era habitual entonces), y además ella no está conforme con las decisiones del nuevo gobierno sobre el régimen anterior, y le enfada que su propio marido sea parte de lo que probablemente acabe siendo un blanqueamiento sin consecuencias penales, en aras de una reconciliación nacional pronta y drástica. Uno de los detalles de los que hablan es que solo se juzgarían muertes probadas, lo cual descarta a todos los casos de desaparecidos o de torturados que no murieran, como el de «aquel juez que le dijo a María Bautista que su marido no fue torturado hasta la muerte, sino que se fugó con otra mujer más joven». El dramatismo aumenta, como puede verse, cuando en cuestión de minutos Paulina no solo se lleva la decepción de que su marido haya aceptado un nombramiento que la dejará definitivamente sin posibilidad de justicia, sino que pasa a verse con la posibilidad de hacer algo totalmente diferente, y expeditivo, de lo que el gobierno parece que va a intentar. La casa remota, la gran tormenta, el corte de las comunicaciones y, en suma, la garantía de impunidad para cualquier cosa que Paulina decida hacer elevan aún más la tensión. El dolor, la venganza, la razón, la culpa y, quizá la expiación, o al menos las circunstancias atenuantes, quedan resumidos en solo tres personajes.

El espectador que no sepa nada de la obra puede empezar a sospechar de Miranda cuando vuelve a la casa por segunda vez esa noche sin tener por qué. La coartada es buena: te traigo una rueda nueva ahora, aunque sea tarde y te puedo llevar a cambiarla donde hayas dejado el coche, y así ya tienes transporte. Al fin y al cabo, es un doctor, así que es lógico que se preocupe por su inesperado «paciente». Pero en vez de vestirse e ir a cambiar la rueda, Gerardo (que ya ha empezado a beber) y Miranda empiezan a hablar de la nueva comisión de los derechos humanos, y tanto él como nosotros nos enteramos de que es verdad que los grandes culpables no van a poder ser juzgados porque «se han autoconcedido amnistías». A esto Miranda responde que aunque no puedan ser condenados, sus nombres se harán públicos, y aunque no sea la comisión quien los publique (porque eso precisamente será parte de sus restricciones), se acabarán sabiendo igual. «Sus hijos lo sabrán, y les preguntarán si es verdad que hiciste estas cosas tan horribles. Estos cabrones tendrán que enfrentarse a su propia carne y sangre. O puede incluso que al enterarse de los detalles específicos la gente se enfade tanto que se revoquen las amnistías. Yo estoy por matarlos a todos». A la luz de lo que sabremos después, esto no es más que un globo-sonda enviado por Miranda, presentándose aquí como un razonable ciudadano demócrata aún airado por la dictadura, para ver qué contesta Gerardo. Y lo que contesta es que no está de acuerdo, que la violencia vengativa no es la solución, y que los propios escuadrones de la muerte de la dictadura lo han demostrado. «Aunque, en confidencia, hay centenares de personas esperando ansiosamente poder declarar». Miranda, sabremos después, tiene mujer y tres hijos, y toda esta conversación es para saber hasta qué punto debe preocuparse en el futuro próximo por que su secreto salga a la luz.

En este punto, Paulina roba el coche de Miranda y huye de la casa. Gerardo piensa que simplemente le ha abandonado. Miranda no sabemos si está confuso y disimula o se ha dado cuenta de lo que está pasando exactamente: ahora es él el que está aislado y a la merced de lo que decida ella, si es que lo ha reconocido. Sin mucho más que hacer que seguir bebiendo con Gerardo, empiezan a desbarrar con las mencionadas citas de Nietzsche, o quien fuera, sobre que «nunca podemos poseer enteramente el alma femenina». Gerardo no lo consiguió del todo en su relación con Paulina (aunque aún se les ha notado algún resto de afecto y de deseo de superar estos traumas), y desde luego la forma como lo intentó Miranda es repugnante. De hecho, al preguntarse qué esperamos de ellas, uno dice «aprobación» y el otro «culpabilidad».

Gerardo se va a dormirla. Paulina vuelve a la casa en silencio y logra noquear, amordazar y atar a Miranda mientras lo encañona con una pistola. Y aquí empieza el asunto importante de verdad. Ella intenta que él confiese y él se hace el ignorante. Sale a relucir la cinta de Schubert, la voz reconocida, los modismos como «un pelín de nada» («teeny-weeny») y otras pruebas circunstanciales, y también los detalles del padecimiento de Paulina, incluyendo cosas que nunca había revelado a nadie, ni siquiera a Gerardo: descargas eléctricas en la vagina, mordiscos, amenazas y ruidos inquietantes para aumentar el miedo antes del dolor, beberse su propia orina, meterle la cabeza en un cubo de su propia mierda, quemaduras con cigarrillos en los pechos, porrazos en muslos y espalda… y catorce violaciones a los compases de música para cuarteto de cuerda. Gerardo, recién despierto de la mona, y en albornoz desde hace horas, y lo que le queda, en seguida dice a Paulina que incluso aunque sea culpable no puede torturarlo así. «¿A esto lo llamas tortura? Qué poco sabes de tu tema». El tema que va a tenerlo ocupado durante años a partir de hoy, y que él nunca sufrió. «Pero tiene que poder defenderse». «Ah, sí, eso sí, esa oportunidad sí se la voy a dar». Y de repente, Gerardo acaba convertido en abogado defensor de Miranda ante el fiscal y juez que representa su esposa. «Y uno de los mejores, un futuro ministro de justicia. Ojalá yo hubiera tenido eso». De repente hay un momento en el que Miranda logra soltarse y hacerse con la pistola de Paulina, y Gerardo, paralizado, no ayuda. «Pues claro», dice Miranda. «Él es la ley». ¿Es lo que debía hacer o una crítica contra esa ley pasmada que no ayuda porque es impotente?

En los minutos siguientes averiguamos el apellido de Paulina (Lorca en la película, un menos significativo Salas en la obra de teatro original), y también que como Paulina nunca delató a Gerardo (Gerardo dice que él nunca habría aguantado, que habría cantado a la primera), Miranda no fue a la casa por ella, sino solamente por haberse enterado de quién era su marido y cuánta información podía sacarle. Que Gerardo no sabía lo de las violaciones. Y que Miranda tiene una coartada: que en 1977, cuando las torturas a Paulina, Miranda era residente en un hospital de Barcelona (1975-78). Gerardo empieza a preocuparse seriamente: cuanto más dure esto, más pueden ser acusados ellos ahora de tortura y secuestro, e ir veinte años a la cárcel, más el daño público a la causa, pudiendo incluso espolear a los inquietos partidarios de la dictadura, ahora fuera del poder. Además, él recuerda otros momentos donde ella creía haber reconocido a alguien también, y cómo salta cuando alguien la toca en el hombro en el autobús. En un juicio Paulina no resultaría creíble. Pero lo importante es que ella ha mentido en lo de darle una oportunidad a Miranda, y ya tiene decidido despeñarlo en su coche por el acantilado cercano y hacerlo parecer un accidente (de hecho, ya ha tirado el coche ella sola, solo falta tirarlo a él). No habrá justicia, pero habrá venganza. Pero tampoco, porque hablando a solas con Gerardo, ella reconoce que ninguna venganza podrá satisfacerla. Al principio había pensado violarlo a él con el palo de una escoba (eso si Gerardo no se ofrecía con su propio miembro), pero ni eso ni matarlo le serviría. Ahora solo quiere «que hable conmigo». Que lo confiese. Y en vídeo. Y lo soltaré y no me hará nada, porque la cinta estará grabada y lista para ser publicada si es necesario.

Y entramos aquí en el peliagudo tema de las confesiones bajo tortura. No ya qué cuestiones éticas o morales despiertan, sino cómo de fiables son. Sobre todo si, como ahora, se amenaza a Miranda con matarlo si no colabora. Vale, pues diré todo lo que queráis, aunque no sea verdad. Es más, os quedaréis sin saber si lo que yo diga ahora será verdad o no. Venga, escribídmelo. Pero antes tengo que mear. Pues tranquilo, que ya te la saco yo. Y que se te ocurra hablar de humillaciones o inhibiciones. Y en estas llama el presidente. Que ya hay línea. Y que hay amenazas de muerte contra Gerardo. Y que te mando guardaespaldas en cuatro horas. La tensión aumenta por el lado por donde no había presión aún, que era el tiempo. De repente hay un cronómetro en marcha, una cuenta atrás. Lo que se vaya a hacer hay que hacerlo ya. El vídeo de la confesión, como era de prever, resulta un desastre, y nuevas sospechas sobre la verdad aparecen sobre el detalle de si Paulina fue atada con cables o con cuerdas. Con la línea telefónica recuperada, Gerardo llama a Barcelona, y tras un par de enervantes fracasos, logra contactar con alguien que el dice que sí, que el doctor Roberto Miranda estuvo allí en esos años.

¿Coartada válida? Seguramente no. Gerardo ha llamado al número que Miranda le ha dado y ha preguntado por la persona que él ha dicho, con lo cual todo eso puede estar amañado. «Tú mismo me dijiste que el ejército está preparando coartadas e incluso visados falsos». Para entonces ya están los tres en el acantilado, con un pie en el borde. Y Miranda acaba confesando. Que lo contrataron como médico, para evitar que los torturados muriesen, y que al principio salvaba a todo el que podía, pero que el cansancio, la deshumanización, las largas horas y el padecimiento propio y ajeno le llevaron a aceptar lo que le decían de «venga, doctor, no rechace carne gratis». Carne a la que no tenías que convencer ni con la que ser amable y con la que podías hacer lo que quisieras. Tenía todo el poder. Y la curiosidad mórbida. Y encima te tendrían que dar las gracias por evitar algo peor. «Me encantaba. Y lo sentí cuando se terminó».

La confesión termina. Ni Paulina ni Gerardo, que se ha ido calentando, sienten que pueden consumar el asesinato. Unos meses más tarde, la pareja está en un concierto, escuchando en directo la pieza de Schubert, mientras Paulina sufre pero aguanta y Gerardo está atento a su lado. Arriba, en el palco, observándose mutuamente, dando a entender que todo esto pasa de común acuerdo, está Miranda. Con su esposa e hijos. Esto en la película. En la obra de teatro no se sabe si Miranda muere, y durante el concierto ella ve a Miranda en una luz descrita como «fantasmagórica», dejando al público en la duda de si es real o solo está en la mente de Paulina. Tampoco se sabe si este es el final que todos quieren, ni el que quiere el espectador, pero es el que hay… ¿Qué habría hecho cada uno en este caso? Eso queda para cada uno. La vida tiene que seguir.

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