Se cumplen 50 años de Farenheit 451 (1953), el clásico de la distopía de Ray Bradbury que publicara por entregas la revista Playboy en plena caza de brujas, y que François Truffaut llevaría a la gran pantalla en la siguiente década.
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Tengo que confesar que he quemado libros. Aunque alegaré en mi defensa que solo los míos. Hace años que mantengo el ritual de dar al fuego los borradores que desecho, por más que la era digital haya convertido mi gesto en toreo de salón. Por eso estoy en condiciones de confirmar el aserto de Manuel Rivas de que los libros arden mal, mucho más despacio de lo que se diría a primera vista, o cuanto menos los míos. El celuloide, por contra, alcanza su punto de ignición a 320ºF (160ºC), así que resulta mucho más inflamable que el papel.
Pero no quisiera quedarme en los ropajes, porque las objeciones más serias tienen que ver con el argumento, con la representación de la naturaleza opresiva del régimen pirómano, con escenas tan ingenuas como aquella en que los bomberos le confiscan un minilibro a un bebé en el parque, o aquella otra en la que los policías trasquilan a un melenudo hipster. Consideraciones estéticas aparte, el futuro de Truffaut ha envejecido mal. Pero, en fin, qué puede reprocharse al director de Los cuatrocientos golpes. En una secuencia del primer tercio del metraje, tras la tentativa de suicidio de su esposa, el capitán Montag (interpretado por Oskar Werner, con el que Truffaut había trabajado en Jules y Jim) tiene que pasar de teléfono fijo en teléfono fijo por todos los espacios de la casa para mantener la comunicación con el servicio de emergencias médicas. A quién se le iba a ocurrir que los móviles conjurarían esta incomodidad. Quién iba a anticipar que el servicio postal o las revistas —sin texto, por cierto, solo con imágenes— se volverían irrelevantes con la llegada de un invento más borgiano que bradburiano: internet.
Y es que en el mundo digital no serán necesarios aquellos bomberos pirómanos concebidos por Ray Bradbury para la persecución del pensamiento crítico, del mismo modo en que se han vuelto innecesarios los teléfonos fijos, las centralitas telefónicas y (prácticamente) los buzones de correos (bastante ridícula, por cierto, la escena del delator que duda si depositar su chivatazo en un buzón). Ya no hay necesidad de que el Estado prohíba los libros para que emerjan nuevas formas de censura, o de post-censura, ni tampoco para desalentar a los ciudadanos del esfuerzo y concentración que la lectura requiere. En realidad, son ellos mismos los que declinan la oferta en favor del caudal de imágenes en las pantallas, como los prisioneros de la caverna platónica.
Y en este punto, la novela de Bradbury insinúa elementos que, tal vez por la necesidad de síntesis del guión, no aparecen en el filme de Truffaut, como la sugerencia de que la palabra escrita no se prohibió sin antes quedar obsoleta, sin ganarse antes su descrédito en tanto que soberana pérdida de tiempo, de tal modo que la persecución estatal solo vendría a bendecir lo que ya se había consumado de facto: la sustitución de la cultura por el entretenimiento. De ahí que el director Ramin Bahrami, responsable de la fallida adaptación de la novela producida en 2018 por HBO, trasladara la trama al mundo digital, para corregir los elementos más trasnochados del argumento con la perspectiva que otorgan casi 70 años de distancia.
Por fortuna, los libros no han terminado de perder su prestigio ni siquiera en esta era de hiperconectividad, como prueba el hecho de que, apenas hemos echado mano de las omnipresentes videoconferencias durante la pandemia de la Covid-19, hasta el más pintado corrió a colocar la cámara frente a la (tal vez única) estantería de libros de la casa. La letra impresa conserva cierta autoridad todavía. Por eso nos resulta desoladora (por actual) la estampa de las casas sin libros en las escenas de interior de Fahrenheit 451. Algo nos dice que los libros permanecerán con nosotros por algún tiempo. ¿Y saben qué? Cuando no haya electricidad, cuando la radiación colapse los dispositivos electrónicos, seguirán en pie pese a su naturaleza inflamable.
La obra de Truffaut, y la novela en que se basa, siguen vigentes en otros aspectos: en la tan cacareada política de la cancelación —¿a la gente no le gusta una novela? Quemémosla—, en la denuncia de la sustitución de la reflexión por el entretenimiento y del declive de la palabra escrita a los pies de la imagen —de hecho, la cinta se abre sin títulos de crédito, y es una voz en off la que informa al espectador del equipo técnico del filme—, y en el retrato de los abúlicos ciudadanos entregados a las pantallas. Esa abulia se encarna peculiarmente en el personaje de la esposa de Montag, interpretado por Julie Christie, que hace doblete en el reparto: la zombificada ama de casa y la maestra rebelde, imagen inversa una de la otra que, con la música de Hermann de fondo, hace pensar inevitablemente en la doble existencia de Kim Novak en Vértigo. Quizá porque, en el fondo, late una profunda insatisfacción en este nuevo Sísifo que ahora habita en las redes sociales y desliza su dedo por la pantalla, una y otra vez, buscando una nueva gratificación tan inmediata como pasajera.
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