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El Gorila y el Pájaro, de Zack McDermott - Zenda
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El Gorila y el Pájaro, de Zack McDermott

Hubo un día en que Zack McDermott, un abogado de 26 años que soñaba con ser monologuista, descubrió que estaba siendo filmado secretamente para un programa de televisión. Evidentemente, no era cierto. Su cerebro le estaba jugando una mala pasada. Una que le llevó a recorrer Nueva York durante varias horas, convencido de que le...

Hubo un día en que Zack McDermott, un abogado de 26 años que soñaba con ser monologuista, descubrió que estaba siendo filmado secretamente para un programa de televisión. Evidentemente, no era cierto. Su cerebro le estaba jugando una mala pasada. Una que le llevó a recorrer Nueva York durante varias horas, convencido de que le perseguían. Al final, la policía lo arrestó y lo ingresó en el hospital psiquiátrico de Bellevue.

En Zenda ofrecemos un extracto de las memorias de Zack McDermott, El Gorila y el Pájaro (Big Sur).

***

CAPÍTULO 1

Salí de mi piso en la esquina de St. Marks y la avenida A esa tarde y supe que estábamos rodando. Supe que las personas en las aceras eran actores. Se parecían a la fauna de siempre del East Village, pero eran arquetipos: todos los patinadores usaban zapatos DC y Levi’s caros ajustados; las botas de los obreros de la construcción estaban demasiado raídas, sus acentos eran demasiado de Brooklyn; ¿y qué clase de chica lleva Louboutins en este barrio? Hasta los vagabundos eran demasiado atractivos y, cuando me fijé bien, pude ver que los tatuajes de sus rostros eran en realidad maquillaje profesional.

Tenía sentido. Todo el verano lo había pasado haciendo stand-up comedy y escribiendo un episodio piloto de televisión con El Productor, un nuevo amigo con contactos muy buenos al que había conocido en un bar de micrófono abierto. Me aseguró que podía llegar hasta cualquier persona con la que quisiéramos trabajar en Hollywood, y a principios de la semana ya nos habíamos reunido con un productor de MTV que había expresado interés. Ahora, unos días después, yo estaba en una audición real. El planteamiento de El Productor era genial: dejarme hacer lo que quisiera, interactuar con gente común y corriente mientras se ocupaba de filmarlo todo. Era cosa mía que el espectáculo funcionara. Todos los asistentes de producción hacían las veces de extras y sus pasos me llevarían de una escena a la siguiente.

La multitud me condujo hacia el parque Tompkins Square, al final de mi manzana. No podía creer lo bien que habían hecho la audición del Anciano Cualquiera en un Banco del Parque. En una comedia, los pequeños detalles y los cameos separan lo bueno de lo genial, a fin de cuentas. Sabía que el viejo debía ser mi primer objetivo, así que me le acerqué de inmediato. Lo saludé. Parecía nervioso, pero me devolvió el saludo. Cogí su bici con la intención de dar unas vueltas. “¡No!”, gritó mientras me la quitaba de un tirón. El viejo tenía ciertas habilidades. Supuse que nuestra escena había terminado, corrí hacia el este, hacia el parque para perros, y salté la reja. Antes de salir del cercado, en cuatro patas, me puse a galopar con la manada.

Cualquier pequeña duda de que estuviéramos rodando se disipó cuando Daniel Day-Lewis cruzó la cancha de baloncesto. Iba vestido con el traje de Gangs of New York: sombrero de copa, abrigo y un bigote largo y cuidado. El Productor sabía que era mi actor favorito y debió de convencerlo para que hiciera un cameo. Day-Lewis, un bromista legendario, debió de hacerlo gratis porque no podíamos permitírnoslo. Esta pequeña broma interna fue la forma que tuvo El Productor de decirme: “Sí, está pasando de verdad. Confía en tus instintos. Dame humor del bueno”.

En la esquina de la calle Houston y la Primera Avenida, como sabía que habían cerrado las calles para mí y que los coches los conducían profesionales, crucé a toda velocidad en la intersección, esquivando por poco varios taxis que frenaban y se desviaban. La proporción entre taxis amarillos y coches normales era de setenta a treinta, muy parecida a la que hay en Nueva York, pero la habían exagerado en el caso de los taxis, porque ofrecía una buena visual.

Entré en uno de los edificios de viviendas sociales del Lower East Side. Como muchos de los lugares en los que había estado ese día, el interior de las viviendas parecía tan auténtico que tenía que ser artificial, una caricatura de sí mismo. ¿De verdad la gente deja las puertas de sus pisos abiertas mientras sus televisores de mierda suenan a todo volumen en el pasillo? ¿De verdad Mami está cocinando comida puertorriqueña en ese hornillo de dos fuegos? ¿Qué es lo siguiente, un tipo con un jersey sucio de mujer bebiendo licor de malta y gritando en la escalera de incendios? Debían de ser encuadres de ambientación, diseñados para mostrar a la audiencia que, sí, estábamos rodando en Nueva York, en su versión no-Friends. Salí por una salida de emergencia y activé la alarma.

A una manzana del edificio de vivienda social había un parque con un minicampo de fútbol de césped artificial. Los jugadores de la liga recreativa se pasaban el balón; el partido estaba a punto de empezar. ¡Perfecto! Había jugado fútbol en el instituto y empecé a gritarles a los jugadores.

—¡A ver, pateen, enclenques! —grité con acento escocés.

Los delanteros empezaron a patear por mi presión. Nadie podía vencerme. Me movía sin esfuerzo. Podía leer la trayectoria del balón y anticiparme a sus descensos y a sus arcos en cuanto dejaban el pie del jugador, tal como un bateador de Grandes Ligas detecta una bola curva cuando sale de la mano del pícher. Atajé ocho o nueve antes de ceder el arco al portero del equipo. Parecía demasiado impresionado para enfadarse.

—Aprende cómo se hace, niñato —le dije, y salí sin prisas del campo.

—¡Sal de una puta vez del campo, joder!

Miré a mi alrededor, intentando averiguar a quién gritaban.

—¡Sal de una puta vez!

—¿Yo?

—¡Sí, tú!

Envidioso. Con tus putas espinilleras como si estuvieras jugando en la Copa del Mundo. Me bajé los pantalones cortos hasta los muslos y empecé a dar vueltas por el campo, con el culo al aire. De vez en cuando iba al centro del campo y corría por la línea central. Podría haber corrido por días.

—¡Sal de una puta vez!

Seguí corriendo, dentro y fuera del campo de fútbol, durante todo el primer tiempo, antes de darme cuenta de que muchos de los jugadores eran calcos de los chicos con los que había jugado en el instituto y en la universidad. Y no solo eso, sino que las chicas de la banda se parecían a Bailey, Quinn y Molly, mis primeros amores en la secundaria. Los asistentes de producción debían de haber hablado con mi madre. Ella tenía que haberles enviado fotos y debíamos de tener una agencia de casting formidable.

Un helicóptero sobrevoló el campo y esperé a ver si iba a aterrizar en el círculo central. No tocó tierra de inmediato, pero eso no significaba que no estuvieran allí por mi causa. Tal vez necesitaban algunas tomas aéreas primero, o tal vez estaban esperando a que yo les indicara que había terminado, o tal vez era solo un anticipo de lo que vendría más tarde. Sentí vértigos al pensar en quién estaría en el helicóptero con El Productor: ¿Jay Z? ¿Jermaine Dupri? ¿Missy Elliott? ¿Dave Chappelle? ¿Jimmy Fallon? Él los conocía a todos y había prometido presentármelos cuando llegara el momento.

Pensé que era mejor seguir adelante, no hacía falta grabar tres horas en el campo de fútbol. Enseguida localicé mi siguiente objetivo: un grupo de negros que formaban un círculo en la esquina hablando mierdas. Una batalla de rap me pareció apropiada, así que entré y empecé a disparar. Las palabras brotaban de mí como si recitara versos de memoria, tan familiares como el juramento a la bandera, pero más rápidos y fieros que los de Eminem.

—Caliente como la tetera cuando el pedal golpea el metal, Pinocho, cabriola, hijo de Geppetto, ¡hola!

Todo el grupo iba vestido con Timberlands, sudaderas holgadas y abrigos abullonados; uno de ellos incluso aspiraba un porro de hierba a lo Method Man.

—Oye, tío. Tienes que calmarte. Vas a terminar mal.

No estaba seguro de si sería por culpa suya o por el tráfico.

—Nada puede tocarme. Hoy es mi día —dije y tiré al suelo mi gorra ajustada de los Yankees, una demostración de victoria y una generosa ofrenda, ya que pronto sería un valioso recuerdo. Todo el mundo tiene una historia de Bill Murray. Si aquel tipo era listo y guardaba mi gorra, tendría la prueba de que una vez se había enfrentado a Myles McDermott (mi nombre artístico).

—Estás demente, colega. Piérdete. Ándate con cuidado.

Volví a cruzar corriendo la calle Houston para mostrarle a la pandilla de hiphop que de verdad habían cerrado la ciudad para mí. Una vez más, los conductores se desviaron para evitarme a mí y a los demás coches, mientras tocaban el claxon y gritaban una verdadera variedad de obscenidades. Me planteé entrar en Katz’s, la icónica charcutería donde Meg Ryan y Billy Crystal rodaron su famosa escena en When Harry Met Sally, pero me pareció demasiado obvio.

Corrí por la ciudad las siguientes diez horas, siguiendo las indicaciones que encontraba. En algún momento se me ocurrió que en Nueva York vivían ocho millones de personas; aunque tuviéramos el presupuesto de Scorsese, no habríamos podido permitirnos cerrar toda la ciudad. Mezclada con los extras, tenía que haber gente real entrando y saliendo de nuestra producción. Pero ¿cómo podría seguir el hilo si nadie me decía lo que tenía que hacer ni me orientaba?

No tuve mucho tiempo para pensarlo porque el difunto y gran “Macho Man” Randy Savage pasó dirigiendo una banda de moteros hacia el norte de la Primera Avenida. Es un camino directo al estadio de los Yankees, por eso era. ¿Y dónde estaba yo hace tres noches? En el estadio de los Yankees. ¿Qué pasó cuando me metí a mitad de la segunda entrada? Jay Z, la joya de la corona de los contactos de El Productor, estaba en la pantalla gigante. ¿Y qué canción pusieron cuando apareció en pantalla? “Brooklyn We Go Hard”. Entonces, ¿a dónde tenía que ir? A Brooklyn. Y a tope.

Pero espera. Y si tenía que seguir a los moteros hasta el estadio de los Yankees, no esperaban que fuese andando hasta el Bronx, ¿verdad? Me senté en la acera y me paré a pensarlo. Vi una peluquería de lujo: era perfecta para retocarme el pelo y el maquillaje sin detener el rodaje. El muy hijo de puta de El Productor había pensado en todo.

Entré en la peluquería y pregunté:

—¿Cuánto cuesta un retoque?

—¿Qué es un retoque?

—Usted sabe… —le guiñé un ojo y le agregué, con comillas exageradas— lo que se considere “habitual”.

Me pareció confundida.

—Bueno, los cortes de pelo empiezan en doscientos —dijo.

A la mierda. O quizá no. Quizá El Productor me estaba diciendo que pronto podría permitirme cortes de doscientos dólares. O tal vez daba una cifra prohibitiva adrede. El personaje de Myles McDermott no podía permitirse un corte de doscientos dólares; después de todo, es un abogado de oficio y un cómico en apuros. Supuse que debía largarme de allí y volver a la calle: no necesitamos un maldito corte de pelo. Entonces sonó el teléfono. La peluquera habló un buen rato —el tiempo es oro, mujer— y luego me dijo:

—Lo siento, señor, pero acabamos de reservar nuestro último hueco para esta tarde. ¿Quiere una cita para mañana?

Genial. Genial. Genial.

—Sí, claro, perfecto. Será mañana, señora.

Salí del salón y me di cuenta de algo importante: el Hotel Bowery estaba a dos manzanas. Había estado allí unas semanas antes y había visto a Mary-Kate o a Ashley Olsen, no sé cuál de las dos, no importa. El Productor había previsto un descanso para mí porque, por supuesto, iba a estar cansado a las nueve. Podía entrar y relajarme un poco, hasta tomar una copa. Además, es el lugar donde se cierran los tratos y tal vez yo estaba allí para cerrar un trato.

Atravesé el vestíbulo. Era el único que vestía pantalones cortos de fútbol, estilo swag, pero a otro nivel. No esperé a que me indicaran dónde sentarme, sino que me dirigí al patio trasero, pasando por delante de todos los trajeados y todos los famosos. Una mesera se acercó y me preguntó si necesitaba algo.

—Estaba pensando en tomar un poco de champagne —dije, dando por sentado que probablemente me traería una botella del mejor.

Los ejecutivos a mi alrededor hablaban en voz baja con sus BlackBerry. Aquí está el hombre, ¿qué quieres que haga? Puede que hoy solo estuvieran comprobando la mercancía y que las negociaciones sobre el patrocinio tuvieran lugar luego. De todos modos, no me apetecía hablar de negocios, así que me puse a ladrar hacia los micrófonos ocultos en los árboles.

—Solo mi madre. Mi madre y El Productor, si quieren salir. Esas son las únicas personas que quiero ver… nada de trabajo en este momento. El arte antes que el dinero.

La mesera estaba tardando demasiado y yo estaba perdiendo fuelle, así que me largué.

Volví a seguir el flujo de tráfico peatonal por el East Village, todavía seguro de que los productores que observaban los monitores estaban usando a los peatones para guiarme, e intentando resolver todavía el enigma de dónde habían instalado los productores su sala de control remoto. ¿Dónde está la cámara? Solo con iPhones no pueden estar captando todo esto. Acabé en la línea L con destino a Williamsburg. Me quité la camiseta, cogí la barra superior y empecé a hacer flexiones en el tren. Podríamos usar eso para promos o para edición B-roll.

Cuando el tren se detuvo, cada grupo salió en su dirección. La mitad iba a la izquierda, la otra mitad a la derecha y yo no sabía a quién seguir. ¿Cómo sabré adónde ir? ¿Cómo sabré que hemos terminado? No podía ver el ojo en el cielo. Esto empezaba a parecerse menos a un programa de televisión que a una vigilancia: un experimento social enfermizo para ver hasta dónde llegaba yo para las cámaras. Solo y sin guía, entré en pánico. Se me llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Qué queréis de mí? —grité. Grité, llorando tan fuerte que se me salieron las lentillas de los ojos. Había perdido la partida.

Se acercaron dos agentes de la Policía de Nueva York. Sus uniformes parecían de verdad. Tenía las manos cruzadas detrás de la cabeza como un soldado capturado.

Estaba descalzo y sin camiseta; solo vestía pantalones cortos de fútbol a finales de octubre.

—¿Qué te pasa, amigo? —preguntó el primer policía.

—No lo sé. Estoy intentando averiguarlo.

—Estás de pie en un andén del metro sin zapatos, sin camiseta, y estás llorando. Diría que tienes un problema serio —el segundo policía parecía estar interpretando el papel de poli malo.

—Creo que el problema es que tengo frío.

—No pareces violento.

—Soy completamente no violento.

—¿Entonces no te importa si te esposamos por seguridad?

—¿Pero ustedes no son policías de verdad? —pregunté mientras me inmovilizaban.

—No, hay una fiesta de disfraces más tarde.

Como los obreros de la construcción, sus acentos eran demasiado auténticos y sus radios estaban un poco hiperactivas. No eran reales; no necesitaba invocar mi derecho a un abogado según la Sexta Enmienda.

Me llevaron a una pequeña oficina satélite dentro de la estación del metro.

—Supongo que no tienes identificación —dijo el poli bueno.

—No en mis pantalones cortos sin bolsillos, no.

Me encontré en la parte trasera de una ambulancia en vez de en un coche patrulla. Los paramédicos me dijeron que teníamos que esperar, pero por lo demás no parecían interesados en nada de lo que yo dijera. Escuchaban en la radio el partido de los Yankees contra Los Ángeles por el campeonato de la Liga Americana, pero sonaba pregrabado. ¿Y quién de menos de setenta años realmente escucha los partidos de béisbol? Estábamos en un compás de espera, pero no sabía para qué.

Después de tres o más entradas, otra radio se encendió:

—Ingreso autorizado en Bellevue.

—————————————

Autor: Zack McDermott. Título: El Gorila y el Pájaro. Traducción: Sandra Caula. Editorial: Big Sur. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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