Pasaba Beni de Cádiz por la fachada de la casa de José María Pemán, que luce una placa con la fecha de su nacimiento, cuando le preguntaron acerca del futuro: «Beni, ¿qué pondrán en tu casa cuando te mueras?». Y este respondió: «Se vende». Irene Domínguez, que escucha flamenco, escribe como le da la gana y vio colgar en la suya el mismo cartel, comparte con el artista gaditano esa humildad de no tomarse demasiado en serio. Pureza es muchas cosas, pero sobre todo una reflexión honda sobre desempolvar asperezas. Hablamos, entre coplas y birras, de literatura.
Así se divide su publicación: en muñecas rusas que son capas de sí misma. Una es la familia, con su padre, albañil de profesión, construyendo el hogar a base de unos ladrillos que le sobrevivieron en el tiempo con un cartel de «Se vende». Otra, la infancia. También el amor y su ausencia, así como una crisis de vocaciones cada vez más difusas: «Mi padre no tuvo la oportunidad de formarse, pero fue una persona talentosa que si hubiese tenido recursos habría sido algo verdaderamente importante. Dibujaba de cine y era inteligentísimo, como mi madre, que es costurera. Yo memorizaba poemas en el colegio, estudié Filología Hispánica en Granada y allí entré en contacto con gente como Álvaro Salvador Jofre, uno de mis profesores. Leía a Gil de Biedma, Ángel González y por supuesto a Luis García Montero. O sea, la Nueva Sentimentalidad. Empecé a escribir… hasta ahora, que colaboro con medios, aunque busco trabajo, porque me gustaría dedicarme profesionalmente a la prensa, pero esto no está pagado. Las condiciones son pésimas».
Ya no es la niña que en el coche de su padre escuchaba recitar aquello de «Pegasos, lindos pegasos, caballitos de madera». La cerveza la pide pronto, doble y fría cuando entra en este bar madrileño en el que quedamos. Ha dejado, por un fin de semana, la Sonseca toledana en la que habita aguardando oportunidades. Así las doce del mediodía estrenan esa ambigua franja horaria en la que moralmente está permitido brindar: «Mis amigas del pueblo son también de orígenes humildes. Cuando no naces en un ambiente que tiene que ver directamente con la cultura es difícil prosperar en este terreno. Mi generación tiene más oportunidades para estudiar, pero menos para trabajar», dice tras el primer trago.
Acaba de llegar a la ciudad, es viernes y el calor se despereza alrededor de los cristales: «Madrid ayudó a mi poesía. Me gusta volver constantemente para reencontrarme con amistades. Un vecino del pueblo me ve andando siempre con libros para arriba y para abajo, y me trata extrañamente como la que ha triunfado. Dice que él ya leía un blog que yo tenía hace años, y ahora mira. ¡Mírame!», continúa en lo que hojea su criatura de papel. Piensa, estoy seguro, en José Hierro, Valente, Claudio Rodríguez y todos esos autores célebres que pertenecen al sello en el que desde hace unos meses también se incluye su nombre: Adonáis.
Escribe, baila, practica boxeo y kickboxing, investiga sobre música y, como ardua tarea, busca empleo. Entre tanto, deja versos como estos: «Vamos a ser una pareja sin más vocación que estar juntos, / que no tenga nada salvo el tiempo que les quede». Si la pureza guarda relación con la honestidad intacta, el vidrio de sus palabras parece inquebrantable. La poesía no es un juego, como argumenta Karmelo C. Iribarren, pero su desacralización, a veces, parece inevitable. Aquí ese desenfado es el resultado natural de la libertad de la que presume esta chica de verbo ágil que no puede ser más que contemporánea de su tiempo: «Escribir poesía es abandonar paulatinamente el pudor en lo que una espera que al menos los suyos se sientan orgullosos».
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