Después de unas cuantas ediciones de la Feria del Libro madrileña manejando catálogos variopintos —desde la poesía contemporánea hasta el pensamiento político, pasando por libros ilustrados, biografías, clásicos, ensayos científicos y novelones de amor y lujo— he aprendido que el arte del librero reside en su capacidad de identificar el tipo de lector que pasa por su caseta y, a partir de ahí, desplegar la estrategia correcta que conduce a un final feliz. El ding del datáfono o el sonido del metálico en la caja. Un lector contento y las consabidas frases: ¿bolsita de la Feria? ¿copia? Que lo disfrute.
El ejecutivo ejecutor. Varón, de mediana edad, trajeado y de aspecto profesional, inspecciona los libros como si fueran bonos del estado. Calcula de un vistazo la durabilidad, tamaño, número de horas de inversión en la lectura y, por último, decide lo más importante: su rentabilidad. Lógicamente, para él la poesía es una pérdida de tiempo y le llaman la atención los ensayos tipo Los mitos griegos, de Robert Graves. La comunicación se reduce a un escueto “buenos días” y cualquier intento de sugerencia por parte del librero puede resultar contraproducente. Mejor dejarle en paz: si le gusta algo lo comprará, si no, pasará a la siguiente caseta.
El lector-termita. Hombre, con tendencia a la alopecia y pinta de parado de larga duración. En el día a día, posee una mirada taciturna. Sin embargo, cuando se enfrenta a una caseta llena de libros sus ojos se trasforman en máquinas escaneadoras de palabras. Empieza en una esquina y, poco a poco, inasequible al desaliento, se va leyendo todos los libros de la caseta. Cualquier intento de desviarle de su tarea resulta inútil. Suele elegir momentos en los que no hay nadie y puede leer a gusto. Cuando abandona su trabajo con un leve gesto de despedida para continuar con el siguiente puesto, el librero no puede evitar pensar en el destino incierto de toda esa sopa de letras.
El pirao. Este personaje no viene ni a mirar ni a comprar, viene a vender. Su libro, concretamente. Con temas variados que pueden ir desde “ensayos disruptivos” a “revisiones del Quijote”. Si aparece un sábado con la caseta llena de compradores puede resultar un auténtico fastidio y es mejor despacharle rápido. Pero si viene una mañana tranquila puede dar lugar a una charla divertida: ¿quién sabe lo que bulle en el corazón del otro? En palabras de un editor catalán que sufrió una embestida de media hora por parte de un ensayista autoeditado, “este que acaba de pasar era un friqui importante”. Poco más se puede añadir.
La poeta guatelmalteca. Ella también viene a vender, pero sus maneras son tan suaves y delicadas como sus versos. Suele estar involucrada en algún tipo de organización tipo ONG o de intercambio cultural. Su presencia en la caseta es como una brisa refrescante, y el librero asiste de primera mano a la materia prima de la literatura, una vocación capaz de superar todas las dificultades. En la medida de lo posible, el librero intentará orientar a la poeta en su periplo editorial y, caso de tener poesía en su catálogo, tratará de hacer alguna recomendación e incluso, llegado el caso, hacer un descuento.
Generación Z. No sólo de reguetón vive la juventud. El librero puede dar fe de la cantidad de jóvenes, solos o en pandilla, con piercings, tatuajes y extensiones varias o sin toda esa parafernalia de la nueva generación, que no sólo miran los libros con curiosidad sino que los compran. Para el librero, un joven lector es como un lienzo en blanco, y disfruta sugiriendo títulos, clásicos o modernos, que puedan ampliar sus lecturas. Si compran varios con sus amigos, el descuento está asegurado.
Damas de letras. Elegantes, canosas y de mirada inteligente, las damas de letras son el target favorito del librero. Con ellas puede convertirse por unos minutos en el sobrino ideal y ejercitar el verdadero superpoder del librero: su capacidad de escuchar. Proceden de una generación en la que los libros eran el principal vehículo de conocimiento, suelen ser antiguas profesoras o bibliotecarias y la charla intrascendente puede dar pistas al librero sobre el tipo de género que les puede interesar. Sin embargo, como decía Stan Lee, “todo superpoder conlleva una gran responsabilidad” y el librero puede encontrarse con un dilema ético al sentir que la dama de letras es capaz de “comprarle la caseta” con tal de seguir con la agradable conversación. Aprovecharse de la soledad de nuestros mayores es una práctica despreciable y da una medida de la brújula moral del vendedor.
El despistado. Su particularidad es que no sabe lo que busca, pero el librero sí. Se le identifica por su mirada errática hacia el catálogo y la estrategia a seguir es parecida a una corrida de toros. Primero hay que llamar su atención (un marcapáginas o una postal ayudan), luego contarle someramente el trabajo de la editorial, siempre atento a sus reacciones, y, por último, entrar a matar con una recomendación directa. Como en los toros, la suerte puede ser diversa, pero cuando se toca pelo, la satisfacción es plena.
La mexicana forrada. Es la alegría de una de esas mañanas tontas en las que apenas ha habido interés en la caseta, no digamos ya ventas. Su acento y su elegancia casual no pasan inadvertidos. Tampoco su genuina curiosidad por los libros. A diferencia del público nacional, que se refugia en los habituales latiguillos de “me lo apunto para la vuelta” o “es que no quiero ir cargado”, la mexicana con posibles no duda entre uno u otro libro, compra los dos, y una vez desenfundada la tarjeta se lleva otro par para sus amigos. Una razón más para creer que “la Hispanidad es una unidad de destino en lo universal”.
Los políticos. El librero tuvo ocasión de asistir a la ilustre visita de una de nuestras próceres de la patria, en este caso Nadia Calviño, vicepresidenta económica. En un primer momento, una chica de protocolo avisa de su inminente llegada a la caseta. Quince minutos después, la misma chica informa de que se ha encontrado con el escritor Jorge Volpi y está charlando amigablemente con él. «Pues muy bien», se le contesta, «aquí vamos a estar». Finalmente aparece rodeada por un nutrido séquito entre el que se encuentra la “alcaldesa” de la Feria, Eva Orúe. Se lleva un título de poesía nacional recién salido del horno y cuenta que “los versos le sirven de refugio frente a los sinsabores del consejo de ministros”. Cuando ya está pasando la tarjeta, la vicepresidente advierte de la necesidad de ir a votar en vacaciones para “frenar el fascismo de Vox”, el dueño de la editorial, notorio working-class hero, afirma: “Mucho me temo que esa excusa ya no cuela”. O Nadia o nadie, refunfuña el librero para sus adentros.
Resaca. Al contrario de lo que pudiera parecer, una noche intensa puede dar lugar a una mañana superventas. Como los leones en la sabana, el librero resacoso calcula instintivamente sus fuerzas, evita abrumar a los posibles clientes con sobreexplicaciones y adopta una actitud de tensa pasividad siempre alerta para saltar a la arena en el momento preciso. A medida que se va alegrando el cajón, el librero olvida sus dolencias y se concentra en lo verdaderamente importante: conseguir que cada libro encuentre su lector, y viceversa.
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