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La rebelión de los buenos, de Roberto Santiago - Zenda
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La rebelión de los buenos, de Roberto Santiago

Roberto Santiago se ha alzado con el premio de novela Fernando Lara 2023 gracias a La rebelión de los buenos, un thriller cuyo argumento queda resumido en el epígrafe que abre el libro: «Para que el mal triunfe solo es necesario que los buenos no hagan nada» (Edmund Burke). En la novela, un grupo de...

Roberto Santiago se ha alzado con el premio de novela Fernando Lara 2023 gracias a La rebelión de los buenos, un thriller cuyo argumento queda resumido en el epígrafe que abre el libro: «Para que el mal triunfe solo es necesario que los buenos no hagan nada» (Edmund Burke). En la novela, un grupo de abogados y detectives se enfrentan a una poderosa multinacional farmacéutica.

En Zenda ofrecemos el primer capítulo de La rebelión de los buenos (Planeta), de Roberto Santiago.

***

PARTE I

LA CLIENTA

1 DE JUNIO DE 2018

1

El sol golpeó la fachada del despacho durante todo el día, el reloj exterior marcaba treinta y nueve grados de temperatura. Dentro no era mucho más baja.

Trinidad, mi sucesora, como solía llamarse a sí misma los escasos días que estaba de buen humor, se levantó y bajó las persianas. Lo suficiente como para poder vernos, o más bien entrevernos. Al hacerlo, asomó por la manga de su blusa el dibujo tatuado de un dragón. Pensé que no era apropiado para unos clientes tan distinguidos. Al instante me dije que en realidad yo, Jeremías Abi, tampoco lo era. Ni aquel despacho, ni ninguno de nosotros. La única certeza es que amaba a Trinidad como se ama a una hermana pequeña o a un alma gemela. Eso incluía sus dragones y demonios.

Los rostros de las seis personas que estábamos allí dentro quedaron salpicados por sombras y motas de luz que cruzaban el despacho desde la ventana. Trinidad volvió a sentarse a mi lado, frente a la desproporcionada mesa de madera de roble que ella misma había comprado en un alarde de ostentación extemporáneo, impropio de su carácter, o tal vez, bien pensado, muy propio de su necesidad de sorprender y sorprenderse, concepto que a veces confundía con sabotearse. Ana María y Jon, los jóvenes cachorros del bufete, estaban sentados al fondo, en unas sillas incómodas, en la penumbra, alejados, tomando notas, presentes pero invisibles.

Delante de nosotros la abogada Raquel Llovo se mostraba inmutable; debía de rondar los treinta, tenía una cierta belleza inocente, también aspecto de haberse tragado un sapo enorme hacía muchos años y seguir haciendo aún la digestión. Su piel inmaculada y su gesto de soberbia contenida delataban que provenía de buena familia, aunque en estos momentos no fuera más que una secretaria con ínfulas y con un título de doctora obtenido en alguna universidad privada. No pintaba nada en aquella reunión, más allá de convertirse en testigo y levantar acta (mental) de todo lo que dijéramos. Miró a su jefa, por si acaso debía intervenir de alguna forma.

La persona que había provocado aquel encuentro hizo algunas respiraciones profundas, pasando el aire y nuestra atención por su diafragma, pulmones y laringe, hasta que, al fin, cuando consideró que había llegado el momento, se vació por completo y emitió un sonido gutural parecido a un suspiro, o más bien a un lamento, una queja casi imperceptible.

Tenía nombre de delegada de clase. De capitana del equipo de fútbol. De portadora de la bandera en el desfile. Era una de esas lideresas que nacen con un tatuaje en los párpados: «He venido a este mundo para hacer algo grande». En su caso, no era solo una declaración de intenciones. Se estimaba que su fortuna rondaba los treinta y cinco mil millones de euros. Lo voy a repetir en dólares por si aún suena más insano: cuarenta mil ochocientos millones. ¿Qué hacía en mi despacho la segunda persona más rica del país, la trigésima octava fortuna del planeta, una de las mujeres más poderosas de Europa?

Fátima Montero carraspeó y todos respondimos a la vez con un gesto, mínimo, ínfimo, contenido, como si estuviéramos obligados a reaccionar de alguna forma, por pequeña que fuera, ante cualquier indicio que ella nos diera de que estaba allí, concediéndonos su tiempo, regalándonos su presencia. Traje blanco con chaqueta de Valentino, camisa sepia de Chanel y zapatos rojos de tacón de aguja de Manolo Blahnik. Elegante pero previsible, era parte de su tarjeta de visita: «Soy exactamente lo que se espera de mí, ni más ni (sobre todo) menos».

Abrió la boca y por el tono decidido y terso de su voz, y por la determinación casual con la que pronunciaba cada sílaba, sentí que todo lo que había ocurrido a lo largo de mi vida convergía en aquel instante, en aquellas palabras:

—Lo peor de todo no es que mi marido me engañe, ni que lo haga con una mujer mucho más joven, ni siquiera que lleve meses acostándose con ella y dejando lamentables pistas para que yo le descubra. Lo peor no es que haya descuidado su matrimonio y su empresa, ni que vaya restregando su penosa aventura por media ciudad. Lo peor de todo es que el muy cabrón dice que está enamorado. Después de veinticinco años juntos, ahora asegura que está enamorado. De una cría. No alcanzo a comprender cómo no le arde la lengua, le revienta el cerebro y le explota el alma cuando dice semejante barbaridad. En especial cuando lo dice en presencia de su esposa, claro, o sea, de mí. Y esa es un poco la cosa.

Contra todo pronóstico aquella mujer me gustaba. Me sentía identificado con ese cierto aroma a fracaso personal profundo y doloroso, con las heridas que se adivinaban escondidas, sepultadas a fuego bajo el éxito profesional resplandeciente y rotundo. Fátima Montero no necesitaba caerme bien. Ni a mí ni a nadie, si vamos al caso. Podría comprar mi bufete, podría comprar aquel edificio en el que nos habíamos reunido, podría comprar el barrio entero si se lo proponía. Podría hacerlo sin pestañear. Pero no era lo que quería. Había venido a otra cosa.

Una gota de sudor me recorrió la frente y se deslizó por mi rostro. Noté como se entretenía en mi cicatriz del pómulo. Tuve el impulso de preguntar a mi ilustre visitante, una adalid de la elegancia y el buen gusto, qué opinaba del aspecto estético del bufete. Estábamos instalados en un bajo, entre una casa de apuestas y un restaurante chino con menú de diez euros. En la calle Manolo Sanlúcar, en Carabanchel Bajo, muy cerca de la calle de la Oca. Me habría encantado conocer su sincera opinión sobre el cartel luminoso de la entrada que Trinidad odiaba: ABI. ABOGADOS & AGENCIA DETECTIVES. Mi sucesora aseguraba que aquel letrero era más propio de una peluquería y que dañaba nuestra imagen corporativa. Además, decía que mezclar el derecho con los detectives nos restaba seriedad. Y, por último, me pedía todas las mañanas que al menos pusiera un de antes de la palabra Detectives. Seguramente tenía razón en todo. Aun así estaba muy orgulloso de aquel letrero; me lo había regalado uno de mis primeros clientes, el dueño de una tienda mayorista de luminosos a quien libré de una multa considerable y de una pena de cárcel por falsear sus cuentas y por utilizar su negocio como tapadera para blanquear dinero. En agradecimiento, me había hecho aquel rótulo con todo su cariño. Y yo lo había colgado en la fachada, saltándome la ordenanza municipal sobre ruido visual. Si a alguien no le gustaba, podía dar media vuelta y largarse por donde había venido.

Esa gota que brotó de mis poros cogió velocidad hasta la comisura del labio y el picor me obligó a secarla. Miré al techo, al conducto del aire acondicionado, que seguía apagado como en los demás pisos. La semana anterior nos informaron de que había una bacteria alojada en las instalaciones del edificio por la condensación y por los cambios de temperatura, y que era fácilmente propagable. Así que habían decidido que la opción más segura era dejar que nos cociéramos a cuarenta grados. El ambiente, denso, cerrado, el aire, caliente y sucio, la luz, escasa y directa.

Raquel Llovo me miraba sin parpadear o quizá con un doble parpadeo invisible al ojo humano con sus iris de lagarto verde amarillentos. A través de las gafas de pasta, sus ojos me estudiaban en mitad de la oscuridad al tiempo que su camisa empezaba a perder toda su rigidez a causa del sudor. Algo que nos estaba pasando a todos. Menos a ella: Fátima Montero no sudaba, parecía no sentir el bochorno de la sala ni la presión del aire. Por el contrario, yo siempre he sudado mucho. No me enorgullezco de ello, pero tampoco lo escondo. Soy un hombre previsible, no escondo nada, a veces demasiado impulsivo, eso es algo que me ha traído problemas en el pasado.

—Tengo tres preguntas —dije inclinándome un poco sobre la mesa—. ¿Por qué sabe que su marido la engaña? ¿Tiene pruebas?

—Lo sé porque él mismo me lo ha confesado —respondió de inmediato, casi como si supiera lo que iba a preguntar—. Me lo dijo en un arranque de sinceridad romántica fuera de lugar. Mi marido es muy dado a hacer y decir cosas fuera de lugar. Acostarse con una cría. Enamorarse de ella. Confesárselo a su esposa.

Chasqueó la lengua al tiempo que negaba con la cabeza en señal de desprecio. No daba la impresión de ser una ferviente entusiasta del amor romántico. Más bien parecía que la mención de ese tema le provocaba ardor de estómago.

—Y no, no tengo pruebas —continuó Fátima—. Esa es una de las primeras cosas que deberían hacer: conseguirlas.

Ana María se revolvió en la silla. Tal vez tenía alguna dolencia o incomodidad propia de su estado. Esa misma mañana me había anunciado que estaba felizmente embarazada de su esposo. Juro que usó esas tres palabras en la misma frase: felizmente, embarazada y esposo.

—¿Por qué quiere contratar este bufete si tiene cientos de abogados en nómina? —dije, y eché un vistazo a Raquel Llovo—. Incluyendo la que la acompaña.

—Porque necesito a alguien que no tenga nada en absoluto que ver con mi empresa. Esto es imprescindible. Niklaus, mi marido, es la mitad de Montero-Meyer y, como es lógico, no quiero a nadie que trabaje para nosotros directa ni indirectamente. Busco a alguien que no tenga ninguna conexión con nuestras empresas. Lo cual no es fácil. Necesito un despacho independiente. —Entonces fue Fátima la que se inclinó hacia mí—. Me han hablado muy bien de usted. Dicen que es rápido, que no tiene escrúpulos y que hace cualquier cosa con tal de ganar sus casos. También dicen que se acuesta con sus clientas. En este caso eso no ocurrirá. Se lo advierto de antemano para que no se lleve una decepción.

Le mantuve la mirada; si con esa última afirmación buscaba alguna reacción por mi parte, no la iba a encontrar. Hizo una breve pausa y añadió:

—Tiene otro punto a su favor: también le han traicionado. Su exmujer le engañó y le dejó por otro. Sé que le dolió, puede que aún le siga doliendo por mucho que no hable de ello. Estamos en el mismo bando. No he caído aquí por casualidad. Sé todo acerca de usted y este sitio. Jeremías Abi, el mesías de los necesitados, el apóstol de las causas perdidas, azote del sistema judicial, la doble cara de la verdad: vendido al mejor postor de día, salvador de la humanidad de noche. Bajo esa máscara de cinismo veo a alguien que ha recibido tantos golpes como el que más. Lo malo de las máscaras, como usted ya sabe, es que al final dejan huella.

Intenté no mostrar sorpresa ni contrariedad. Aquella mujer era extraordinaria y peligrosa. Una de mis combinaciones favoritas.

—Ya veo —dije.

—Si le he elegido, señor Abi —continuó—, no es solo porque escondido en este tugurio bizarro sea usted uno de los mejores abogados de la ciudad, ni porque los dos sepamos de sobra que hará todo lo que yo le pida si le pago la cantidad adecuada. Sino también, y especialmente, porque sé de buena tinta que una vez que empieza con un caso no abandona jamás hasta que llega al final.

Volvió a hacer una pausa.

—Necesito ayuda. Urgente —dijo—. No me fío de nadie.

Sentí una extraña conexión con aquella mujer. Puede que fuera el olor de la traición. Decidí creerla.

—¿Qué es lo que quiere de mí?

Fátima no pestañeó al responder.

—Quiero arruinarle la vida a mi marido. Quiero quitarle todo y humillarle. Quiero acabar con él. Quiero quedarme con todo lo que tiene, con la empresa, con las propiedades, con la custodia de nuestro hijo y hasta con su cuchilla de afeitar. Lo quiero todo.

Daba la impresión de que podría haber seguido, de que se había quedado a medias, de que ese impulso por arrebatarle la vida entera a su marido era algo muy profundo, doloroso e imparable.

Pero decidió detenerse en aquella palabra concluyente, todo.

Jon la observaba impasible desde su rincón. Ni un solo gesto. Los cachorros eran mis abogados júniors. Cobraban poco, trabajaban mucho y me admiraban, o al menos eso me hacían creer. Se encargaban del trabajo sucio y no les estaba permitido opinar ni hablar en las primeras reuniones.

Me despegué la camisa de la espalda y resoplé ligeramente.

Fátima y yo nos sostuvimos la mirada. Tal vez me estaba columpiando, pero me pareció que había algún tipo de atracción retorcida entre aquella mujer poderosa y yo.

—Esta clase de notoriedad trae muchos problemas —dije—. Será un caso muy mediático. A nuestros clientes les gusta la discreción. A mí también.

Crucé una mirada con Trinidad y ambos aguantamos la compostura. Tanto ella como yo sabíamos que en realidad a nuestros clientes les daría exactamente igual. Los había de dos clases. Aquellos que no tenían donde caerse muertos y se agarraban a nosotros como su última esperanza. Y los cabrones a los que les daba lo mismo todo con tal de que les sacáramos las castañas del fuego. A unos y otros no les importaría nada la publicidad del caso, la mayor parte ni se enterarían, y como mucho harían algún comentario sarcástico o un chiste malo.

Necesitaba el caso de Fátima Montero. Lo necesitaba desesperadamente. Puede que fuera el salvavidas que nos sacara de la ruina.

Pero no iba a ponérselo fácil.

Noté la acidez subiendo por mi garganta y respiré hondo.

—Estoy acostumbrada a obtener lo que deseo —dijo Fátima Montero—. El dinero no es un problema. Ponga la cifra, una cantidad obscena. Algo que merezca la pena. Pero le quiero a usted involucrado personalmente. Esa es la única condición.

—Le haremos llegar una respuesta lo antes posible —dije mirando a Fátima.

—Raquel redactará un contrato para ir ganando tiempo. —Fátima miró a mi sucesora, tal vez a su diminuto tatuaje en el cuello asomando bajo su melena, y luego volvió la vista hacia mí—. Quiero la respuesta en veinticuatro horas. Pasado ese plazo mi oferta expirará. No es usted el único en la lista. Pero sí el primero.

Se levantó e hizo un gesto casi imperceptible a Raquel.

—Este es mi contacto directo, estoy disponible veinticuatro-siete —dijo la joven abogada. Fue la única vez que habló, con una voz agradable, sumisa, eficaz, mientras nos tendía la mano ofreciéndonos la tarjeta con su nombre impreso: Raquel Llovo.

Trinidad la cogió.

Acompañé a Fátima Montero hasta la entrada.

—Ha mencionado que le habían hablado bien de mí —murmuré—. ¿Podría decirme quién exactamente?

—Es irrelevante —contestó.

La conduje hasta la salida.

Pasamos frente a la mesa de recepción, donde Dolores, mi secretaria y confidente, nos siguió con la mirada hasta el exterior.

Afuera esperaba una berlina con los cristales tintados. El chófer abrió la puerta trasera y Fátima desapareció en su interior, seguida de Raquel.

Me quedé unos segundos en la calle, observando como el Mercedes plateado se perdía entre el tráfico. El autobús giró por la esquina de la plaza, maniobrando varias veces para evitar los coches en doble fila, mientras el conductor maldecía entre dientes. Lo mismo de todos los días. A pocos metros unos chavales se agolpaban en la entrada del local de apuestas.

El sol caía a plomo a esas horas de la mañana. Daba la sensación de que el calor asfixiante estaba a punto de hacer explotar la atmósfera.

Trinidad llegó a mi lado arrastrando sus viejas Converse. Terminó de liarse un cigarrillo con las manos y pasó la lengua por el papel.

—La jodida Fátima Montero —musitó encendiéndoselo.

—Eso parece — dije.

—————————————

Autor: Roberto Santiago. Título: La rebelión de los buenos. Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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