Filo no puede respirar. Está tumbada y no puede incorporarse, su cuerpo no le obedece. Le arde la tripa, el estómago, el fuego le sube por el esófago. Quiere gritar y no le sale la voz. También quiere alargar el brazo para coger el teléfono y avisar, pero no llega, y además no está segura de dónde está. Se concentra e intenta respirar hondo, vamos Filo, se dice. Tranquila, tranquila, mujer. Siente como si unas tenazas le quemaran la garganta por dentro. Consigue abrir la boca para chillar y nota cómo se le llena de arena. Se está ahogando, la arena quema. La escupe. ¿Dónde está metida, por Dios?
A su alrededor sólo ve oscuridad y percibe sonidos como de una obra, de alguna construcción. Tierra y casquetes cayendo, ruido de maquinaria. No sabe si está en un ataúd o en una habitación a oscuras, entre la parálisis y el calor no lo distingue. Por alguna rendija oye como cae la arena, poco a poco, y la temperatura sube más. Inspira muy profundamente y le entra un poco de arena por la nariz. Trata de expulsarla. Tose, se ahoga. Entrecierra los ojos, intenta enfocar la mirada al frente, le entra arena en los ojos. Los aprieta fuerte. Parpadea. Le queman las córneas. Le ha parecido ver una rendija de luz por la que entra la arena. Es finísima, como un pelo, pero entra tal cantidad que cuando ya está achicharrada la va a enterrar. No puede arquear el cuerpo, no puede incorporarse. Se muerde los labios hasta hacerse sangre y con las manos araña el suelo sobre el que está tumbada, pero tiene los dedos en carne viva y ahora llenos de arena.
La temperatura sigue subiendo. Cada gota de sudor que resbala por su cuerpo le deja un surco de carne quemada. Vamos mujer, que de calor no se ha muerto nadie que tú conozcas. Piensa, mujer. La asaltan los recuerdos, dulces, impertinentes, olvidados o prohibidos. Se recrea en ellos. Se acuerda de los hijos de Tere, a los que llama nietos; tiene ganas de ver a la buena de Tere, la mejor sobrina del mundo, que tiene que sacar a Clarita de la cárcel esa de la Isabel. Tiene espasmos y la mirada se le nubla. Nota como pierde el poco control que le quedaba. Vamos, mujer, piensa. Se acuerda de cuando de niñas, Paqui y ella se colaban en la finca de los marqueses para robar fruta del huerto, y el marqués viejo hacía como que no las veía. O de cuando Isabel les hacía el vacío en la plaza del pueblo y las llamaba pobres. Era guapísima Isabel, pero tó lo que tenía de guapa lo tenía de desgraciá. Y qué pesada que está ahora con sus bragas, Jesús, como si ella no llevara, cago en su madre. Mujer, que te pierdes, déjalo.
Ya no puede pensar más. El calor es demasiado intenso, es como si la hubieran enterrado entre brasas. Enterrada, está enterrada. Abre los ojos de golpe cuando se da cuenta.
Filo despierta con la respiración muy agitada y se lleva una mano al pecho. Se levanta y abre la ventana para respirar aire puro, lo necesita. Mira al horizonte, a las afueras de Valdepenín, donde se está levantando una nueva urbanización. Ella no lo lee, pero en los carteles pone “Construcciones Lorenzo Aguilar”.
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