‘The Dance of Rats’, Ferdinand van Kessel.
Ya estábamos tardando en traer a Zenda, desde la Escuela de Imaginadores, un cuento verdaderamente oscuro y perturbador. «Ratas» no es apto para todos los públicos. Desaconsejamos su lectura a aquellas personas propensas a marearse. Y, no obstante, este relato alucinado es mucho más realista de lo que pueda parecer, porque nos habla de una realidad habitual y extendida, que supone el día a día para muchas de las personas que viven en la calle.
Su autor, el imaginador José Luis Pascual (Madrid, 1974), fundó en 2014 Dentro del Monolito, un portal web multidisciplinar que gira alrededor del género de terror, ha publicado relatos en diversas revistas y antologías de temática fantástica, y coordina las antologías de relatos de horror T.Errores. Esperamos que este currículum les prepare aún mejor para lo que van a leer.
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Ratas
Lo primero es el pelo. Es una capa verdaderamente dura, mucho más de lo que parece. Para cortarla, hay que mover la mandíbula de lado a lado, utilizando los dientes a modo de sierra. Después, viene la carne. Dependiendo de la edad del ejemplar, será más o menos tierna. El músculo es poderoso pero pequeño, y la mayoría de las veces los tendones cederán sin dificultad si ejercemos la suficiente presión. La hemorragia que se producirá en ese instante puede llegar a ser un problema, ya que existe el peligro de que la boca se inunde. La calidez de la sangre mezclada con su intenso sabor a hierro pondrá a prueba la capacidad de concentración del concursante. Este momento crucial admite dos posibilidades, tragar o escupir. Aunque el premio se reduzca, siempre recomendaremos la segunda. La ingesta de un cuajarón es una experiencia sumamente desagradable y ha tenido consecuencias nefastas en el pasado.
La última parte es el hueso. Se necesita un mordisco fuerte y seco para partir la columna. Lo ideal es mover el cuerpo del animal de manera que oscile entre una angulación de 75 a 90 grados, posición que facilita la limpieza del corte.
Como es natural, durante todo el proceso hemos de tener en cuenta que el ejemplar se debatirá instintivamente, pudiendo provocar daños importantes si no lo inmovilizamos de manera adecuada. Lo más probable es que nuestra lengua reciba varios mordiscos, y que nuestra sangre se mezcle con la del espécimen. Pero nadie dijo que fuera fácil arrancarle la cabeza a una rata viva.
No importa cuánto te abrigues. El Blanco es capaz de penetrar en los poros de tu piel y convertirte en un témpano de hielo andante. Se te mete en la sangre, en los huesos y hasta en el cerebro. Y juega con tu mente, te lo aseguro. Pierdes la capacidad de pensar cuando el Blanco, el verdadero Blanco, te rodea con sus brazos. Pese a ese nombre, en realidad es invisible, sabes a qué me refiero, ¿verdad? Ya te acostumbrarás a nuestra jerga, no es nada del otro mundo. Pero el Blanco sí parece de otro mundo, joder. ¿Alguna vez has pasado frío? Dices que sí, pero hasta que no has vivido en la calle un par de años, créeme, no sabes lo que es el frío. Pues bien, el Blanco es el siguiente nivel, un helor salvaje que te muerde como una jauría de ratas. Vaya mierda, ya salieron las ratas. Te hablaré de ellas, escucha.
Te ríes, buena señal. Encajarás bien. Acércate al fuego, anda, y aprovéchate de este viejo loco mientras le queden fuerzas. Allí dentro estaba cómodo, resguardado del frío y de los Pellejos. Has de tener mucho cuidado con ellos, por cierto. Los Pellejos son despojos humanos, miserables que merodean de noche por la ciudad y que no tienen respeto por nada ni por nadie. Los llamamos así porque son la piel que sobra, el tumor resistente que no podemos extirpar. Pueden aparecer en cualquier momento y robarte lo poco que tienes o, peor aún, pueden golpearte hasta que se cansen. Lo hacen por pura diversión. Martínez, uno de los veteranos con los que coincidía de cuando en cuando en el comedor social, fue víctima de un grupo de Pellejos. Lo encontraron seco una mañana. Me contaron que tenía más de veinte huesos rotos y que todo su cuerpo estaba amoratado. Esos cabrones no dejaron ni un resquicio por pisotear. Le aplastaron el cráneo, alguien me dijo que tenía un ojo colgando. Lo patearon hasta la muerte. Deberías hacer algo con tu linda cara, aquí no querrás llamar la atención, créeme.
Claro que se me ocurren ideas. Mánchate la piel, todavía se ve tersa y luminosa. Córtate el pelo sin remilgos, aquí eso no importa. Con lo que te sobre, apaña una barba postiza y póntela por las noches. Si te llegas a topar con ellos, al menos podrás confundirlos. No me mires así, estoy hablando en serio. Lo que les hacen a las chicas no tiene nombre. Hazme caso.
Sí, mejor sigo. La historia de las ratas. Había más sucursales bancarias, por supuesto, y muchas de ellas estaban ocupadas por otros compañeros de Desierto. La mayoría se colaba, no era difícil acceder a las esclusas. En el interior nos sentíamos como en un hotel barato. Todo un lujo. Durante las noches más frías seguíamos necesitando el cartón como protección extra, es verdad, pero el caso es que allí dentro el Blanco no podía alcanzarnos, no de la forma salvaje en que suele hacerlo. Por desgracia, hay otras amenazas. Siempre hay otras amenazas.
No seas impaciente. Cada cosa a su tiempo. La ciudad se transformaba lentamente, y aunque todo tiende a la decadencia, los políticos siempre la esconden bajo la alfombra. Imagínatelo. Algún pez gordo decidió cerrar el grifo y cambiar el sistema de acceso a los bancos, eliminando las esclusas y condenando a los despojos como yo a pasar las noches en el puto Desierto. Fue el viejo Marcial quien me dijo que el ayuntamiento pretendía barrernos de las calles y ofrecernos cobijo en algún centro ruinoso, tan solo para ocultarnos de la mirada de los turistas y maquillar el rostro de la ciudad. Nosotros somos los que le partimos la cara a las ciudades. Tarde o temprano van a limpiarnos. Marcial pasó quince años en la trena por estrangular a su jefe, ¿sabes? Es un tipo de fiar. En aquellos tiempos, vi que muchos de mis compañeros desaparecían, y a la mayoría no volví a verlos jamás. Me gusta pensar que se los llevaron a un lugar más decente y que hoy tienen sus necesidades básicas cubiertas. Pero lo dudo. Creo que ahora están muertos. ¿Te has fijado en las palomas? No, ¿verdad? También han desaparecido. Las calles estaban plagadas de esos bichejos y ahora no se ve ni una. No sé cómo lo hicieron. Supongo que nos trataron como a las palomas. Yo tuve suerte, nunca me dijeron nada. Tal vez mi radio de acción era menos transitado y mi presencia no resultaba tan ofensiva como la de muchos otros, qué sé yo. Los que quedábamos solíamos reunirnos en el Orange Blossom, un cementerio de vías de tren abandonadas más allá de la zona industrial.
¿Orange Blossom? Juraría que viene de una canción, no estoy seguro. Solo es un nombre, no es importante. El sitio era deprimente y olía a mierda, unos cuantos cientos de metros atestados de escombros y metal oxidado. El corazón de ese infierno se encontraba en una antigua estación, poco más que varios muros aguantando erguidos a duras penas. Aunque no era gran cosa, servía de refugio a los que no encontraban una zona fija donde dormir. Siempre había fogatas encendidas, como esta, de día o de noche, tal era la cantidad de basura y desperdicios esparcidos por las vías. Un vertedero irrespirable. Yo me pasaba por allí algunos días para lo habitual, escuchar miserias y contar las mías. Se movía droga. Incluso los que no tenemos nada comerciamos con lo poco que encontramos en el Desierto. O con nuestros cuerpos. Imagina cómo es el sexo con pordioseros. Una pesadilla, pero es lo que hay. Créeme, allí serías la reina.
Perdóname, por favor. No te vayas. Te entiendo, acabas de aterrizar aquí y no estás acostumbrada a esto. Me recuerdas mucho a mi hija. ¿Has entrado en calor? En fin. Como podrás comprobar si me estás prestando atención, por el Desierto deambulan toda clase de animales. Alguien nos contó el tema de las ratas. Al principio me costó creerlo, pero cuando llevas un tiempo arrastrándote por las calles entiendes que todo es posible. Decían que había unos tipos que ofrecían dinero. Montones de dinero. Lo llamaban El Concurso. Te llevaban a algún cuchitril de mala muerte y allí te leían unas instrucciones. El pacto era sencillo: si eras capaz de comerte una rata viva, ganabas un maletín repleto de billetes grandes.
Ya sé que es difícil de creer. A mí me daba la risa cuando alguien salía con esa historia en el Orange Blossom. Parecía un cuento para niños, si quitamos lo de las ratas, claro. El Concurso se hacía una vez cada seis meses, decían. Aseguraban que si alguno de nosotros estaba interesado, vendrían a buscarnos, nadie sabía cómo ni quién. Debía de estar borracho aquella tarde. Entre bromas y fanfarronerías, dije que me gustaría probar. Reconozco que me sentía intrigado. Por supuesto, sospechaba que todo era una broma, un juego que divertía a alguien, aunque tenía una especie de intuición al respecto. Te preguntarás quién en su sano juicio aceptaría participar en un disparate como ese, y tendrás razón. Sin embargo, la desesperación te acompaña por caminos que nunca imaginarías. Pensar en poder escapar del Desierto y del Blanco le hace a uno agarrarse a cualquier cosa, por delirante que parezca. Total, no tenía nada que perder, ¿no? En mi locura, me imaginaba volviendo a ver a mi hija, pidiéndole perdón, abrazándola…
Ella… No, no quiero entrar ahí.
¿Mi mujer? No puedo… No me mires así.
¡De acuerdo, de acuerdo! Te lo contaré, maldita sea. Tienes sus mismos ojos, joder. Éramos una familia normal, ¿vale? No hace demasiados años, creo, aunque ya perdí la cuenta. Aquello fue otra vida, yo era una persona distinta. Tenía mis rarezas, claro, como todos, pero intentaba llevar una existencia corriente. Se llamaba Marian, yo la quería con locura. Nuestra hija ya era adolescente y retomamos algunas costumbres de cuando éramos novios, como salir a cenar una vez al mes. Le privaba la comida italiana, solíamos acudir a ese restaurante que nos gustaba tanto. Mi hija se quedó en casa, tenía deberes o querría pasar un rato a solas para llamar a algún noviete, quién sabe. Me da igual la excusa, al menos ahora puedo dar gracias por el motivo que la llevó a no acompañarnos. Marian pidió una lasaña a la boloñesa, no se me olvidará, era su plato favorito. Yo, unos spaghetti carbonara. Todo iba bien y debería haber acabado de la misma manera, pero ya sabes, la vida te muerde y te come a pedacitos cuando menos lo esperas. Vi que algo rojo manchaba su plato. Alcé la vista y Marian estaba rígida, con los ojos desorbitados y un agujero en el cuello. Me miraba con pánico. Trató de taparse la herida, chorreaba como un grifo, pero se desplomó sobre la mesa antes de poder hacerlo. Yo continué inmóvil, en shock, con varios spaghetti colgando de mi boca. Murió en el acto. Me contaron que fue una bala perdida, unos niñatos que hacían el tonto con un arma a doscientos metros de allí. Es absurdo, ¿verdad?
Lo sé, lo sé. No es culpa tuya, he querido contártelo. Simplemente, no pude superarlo, nada tenía sentido. Me convertí en un parásito incapaz de reaccionar. La gente me compadecía al principio. Después de un tiempo, se hartaron de mí. Mi propia hija me dio un ultimátum y un día dejó de hablarme. La entiendo, aquello debía de ser como vivir con un muerto. Me marché y la dejé en paz. No tenía adónde ir, así que caminé hasta perderme en el Desierto. Literal.
No sé cuánto tiempo hace, ya te he dicho que no llevo la cuenta. Vagué sin rumbo hasta convertirlo en mi modo de vida. Si te digo la verdad, no recuerdo gran cosa de aquella temporada. Debí de enfermar, porque un día desperté en un hospital. Creo que me caí en mitad de una carretera y me quedé ciego. Mi cuerpo convulsionaba a intervalos regulares. Había gente alrededor gritando, levantándome la cabeza, colocándome de lado. Algo debió de romperse dentro de mí, porque empecé a echar sangre por la boca. Soltaba alaridos de dolor y solo veía un vacío negro. Tenía los ojos como Marian. No me acuerdo de nada, pero sueño con ello muchas noches. Me veo ahí tirado, temblando, con un hilo de baba roja colgando de los labios, juraría que muriéndome. Desperté en un hospital, repito. Era de noche y empezaba a recuperar la visión, aunque todo estaba borroso. Me asusté al ver cables conectados en los brazos y la cabeza. Me los arranqué y me largué de allí vestido con una ridícula bata. No sé cómo lo hice, no me acuerdo. Quizá lo soñé todo.
Bueno, en el Desierto uno aprende a encontrar ropa. Ya te enseñaré a buscar, hija. Perdona. ¿Por dónde iba?
Es verdad. El Concurso. No fueron muy delicados. Me sacaron de la esclusa a rastras, en mitad de la madrugada. Me colocaron una bolsa de tela maloliente en la cabeza, apenas podía respirar, y me empujaron dentro de un cubículo que se movía muy deprisa, debía de ser una furgoneta. En los baches saltaba, en las curvas me caía. Intentaba agarrarme a algo, pero mis manos solo alcanzaban harapos de otros como yo, todos bamboleándonos sin control. Nos hacíamos daño y nadie se quejaba. En nuestro fuero interno, sabíamos qué significaba aquello. Nos mantuvimos expectantes, nerviosos. El vehículo paró de golpe y nos bajaron de allí sin miramientos. Es como si nos hubieran secuestrado, joder. Me quitaron la bolsa de la cabeza y pude ver que nos hallábamos en un cementerio. Nos pusieron en fila, éramos cinco, ninguno me era familiar. Tenía la impresión de que nos iban a matar a todos. Por las caras, creo que los demás pensaban lo mismo.
No tengo ni idea, nunca me han gustado los cementerios. Nos colocaron cerca de uno de los muros, desde el que nacían paredes enteras llenas de nichos. No podría reconocer el lugar, supongo que esos sitios son todos iguales. Los que nos habían arrastrado hasta allí permanecían callados, esperando. Uno de ellos tenía una ametralladora, ¿puedes creerlo? De una esquina apareció un hombre trajeado, bien peinado, impecable. Lo reconocí al instante. No puedo decir su nombre, me matarían. Pero estoy seguro de que tú también lo reconocerías, todo el mundo sabe quién es. Fue tal y como nos lo contaron. El fulano nos enseñó un maletín lleno de billetes. Después, se puso a recitar las normas del Concurso. Lo hacía despacio, como un actor, y sonreía al terminar algunas frases. Resumiendo, teníamos que agarrar una rata y arrancarle la cabeza a bocados. Tras escupirla, debíamos comernos el resto del cuerpo. El primero que lo consiguiera se llevaría el dinero. Fácil.
Lo intenté. Tenían a las ratas metidas en pequeñas jaulas. El solo hecho de cogerlas ya era una empresa complicada. Se resistían con rabia, chillaban, mordían, arañaban. Tenían más miedo que nosotros. Sujeté una como pude. Estaba gorda, podía notar la grasa de su panza desplazándose en sus contorsiones, el rabo azotando mis manos. Algo asqueroso. Miré a mis compañeros, ninguno se mostraba muy decidido, y luego miré a la rata a los ojos mientras la aproximaba a mi rostro. Era repugnante, el bicho tenía el hocico húmedo y enseñaba los dientes. Su aliento olía a perro viejo. No sé por qué lo hice, pero le escupí a la cara. Se quedó paralizada un momento, sorprendida. Cerré los ojos y, sin pensarlo, metí su cabeza en mi boca.
Sí. No sabría describir aquello, tampoco querría. Ojalá hubiera podido drogarme antes, o emborracharme. Todavía tengo ese sabor dentro, ¿sabes? Me mordió varias veces en la lengua, en la parte interior de las mejillas, en el paladar. La sangre resbalaba por mi barba, cálida. Trataba de concentrarme para no pensar en nada, aunque resultaba imposible. Apreté con fuerza como había dicho el fulano, pero el pelo era demasiado duro. Y además…
Verás. Vas a pensar mal de mí, pero tienes cara de buena persona. Me recuerdas a ella. Mientras intentaba masticar a esa alimaña, sus aullidos se convirtieron en la voz de mi hija. Me insultaba, me zarandeaba, gritaba con un tono agudo insoportable. Era como vivir con un muerto. Dime que no fue culpa mía. No pudo serlo, ¿verdad? Me marché, tuve que hacerlo, entiéndeme, por favor, me marché porque la golpeé demasiado fuerte y luego enloquecí. Solo tenía dieciséis años, llevaba una minifalda verde. La toqué, pensaba que estaba muerta, aunque escuchaba su respiración, le toqué las piernas, tan cálidas, vas a perdonarme, ¿me perdonarás, hija mía? Me quedé ciego, no podía ver, y seguí mordiendo y mordiendo hasta que la cabeza se separó del cuerpo y dejó de moverse, y aun así yo no podía parar, la boca me sabía a herrumbre y a rata y la sangre resbalaba cálida por mi barba y creo que le arranqué la cabeza, pero ya no me acuerdo de más. Me recuerdas a ella. A veces sueño con la cárcel, ¿sabes? El viejo Marcial me lo metió en la cabeza. Juraría que estuve con él. No me acuerdo de nada. Era igual que vivir en una alcantarilla. La mugre se te incrusta en las tripas. Otras veces sueño que estoy dentro de un pozo infestado de ratas. Subo por unos asideros oxidados que me cortan las manos, subo hasta alcanzar la tapa redonda y pesada. La empujo y no pasa nada. Me empleo con todas mis fuerzas y no soy capaz de moverla un centímetro. Por unas rendijas se cuela un líquido parecido a la sangre. Estoy sediento y lo bebo. Al principio está frío. Luego quema. Como el Desierto.
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