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Lorenzo Silva: "El criminal siempre cree tener una buena razón para matar" - Zenda
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Lorenzo Silva: «El criminal siempre cree tener una buena razón para matar»

Hijo y nieto de militares (“además, de la Aviación, que tiene más glamour”) Lorenzo Silva estaba destinado a vestir también ese uniforme, pero después de leerse todos los libros del bibliobús que pasaba por su barrio, decidió iniciarse en otros vuelos. Puestos a estar en las nubes, él lo haría a su manera. Eso sí,...

El azar tiene estas cosas. Mientras esperaba a Lorenzo Silva en un famoso café madrileño, un camarero con ganas de hablar se me acercó. En diez minutos fue capaz de resumirme la historia de su vida. Fue policía en su país natal y tuvo que dejarlo porque llegó al límite de lo que podía soportar. En mitad de la conversación saca su teléfono del bolsillo y me muestra una imagen suya, fusil en mano, y recostado sobre un enorme alijo de droga. “Una cama de millones de dólares”, bromea. “¿Y homicidios, ha visto?”, le inquiero. Hace un gesto con la mano que parece indicar una cifra infinita. Luego me da muchos detalles, como si estuviera encomendado para crear la atmósfera perfecta para entrevistar a uno de los escritores de novela negra más leídos de nuestro país. Y vaya si lo consigue, porque de pronto, junto a su voz, empiezo a oír sirenas de coches patrulla y ruidos de disparos. Miro por la ventana asustada, pero enseguida recobro el aliento. No es más que una tormenta.

Hijo y nieto de militares (“además, de la Aviación, que tiene más glamour”) Lorenzo Silva estaba destinado a vestir también ese uniforme, pero después de leerse todos los libros del bibliobús que pasaba por su barrio, decidió iniciarse en otros vuelos. Puestos a estar en las nubes, él lo haría a su manera. Eso sí, de la audacia y la valentía de sus antepasados le quedó la forma en que se tira en paracaídas cada vez que escribe un libro. Ahora lo ha vuelto a hacer con Púa (Destino,2023), una novela sobre los dilemas y los conflictos morales de los protagonistas de las “guerras sucias” del Estado. Lorenzo llega empuñando un gran paraguas. Fuera, la lluvia arrecia. El camarero-policía se retira. Parece que se ha dado cuenta: tenemos mucho de qué hablar.

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¿Cuál es su reflexión primera, lo que le llevó a escribir esta novela?

"Tengo la sensación de que se nos olvida que cada ser humano que muere es un mundo que se acaba, hay personas que sufren"

—Son varias las razones, pero quizá hay una importante: en la novela negra, al final siempre se está poniendo el foco en la acción, en la violencia, en el suspense, en la velocidad. Y lo entiendo, porque eso funciona narrativamente, como artefacto de entretenimiento, de evasión de la realidad. Pero a veces tengo la sensación de que se nos olvida que cada ser humano que muere es un mundo que se acaba, hay personas que sufren. Es decir, la violencia además de emoción es dolor y es dolor humano profundo, y en muchos de los relatos del crimen y de la guerra de todo tipo nos olvidamos de que causarle dolor a un semejante es una cuestión moral. Y yo no quiero moralizar, pero sí quiero que en mi historia el lector esté pendiente, como lo está el protagonista, de la dimensión moral de lo que está haciendo.

—Precisamente el protagonista no trata de engañarse: desde el principio reconoce que ha hecho daño.

—El personaje es consciente de ese dolor y asume una responsabilidad moral, sin ser un psicópata o un desalmado, un frívolo o un inconsciente. Siente la gravedad de lo que está haciendo y toma la decisión de hacer ese mal. No mata por divertirse, no mata por dinero, pero cuando hablas de alguien que cree tener una elevada razón para causar el mal, incluso el mal absoluto a sus semejantes, ahí es cuando realmente viene la cuestión espesa, que es la que yo quería sajar a través de la literatura.

—¿Ha conocido a alguien que diga de sí mismo, como hace Púa, “soy una mala persona”?

—A ver, tanto, tanto, no. Pero sí he conocido a personas que me han reconocido que, bien en la guerra, bien en lucha contra el crimen, bien en organizaciones terroristas, dicen: “Oye, yo he estado lleno de malas ideas y además me he aplicado fríamente a llevarlas a término y he pensado en cómo hacer el mayor daño posible a otra persona”. Cuando tú torturas a alguien quieres quebrar su voluntad. Cuando tú tienes un enemigo complicado desarrollas tu propia malicia. Es decir, cuando tú combates la malicia surge tu propia malicia, y si tú haces eso, en ese momento eres una mala persona.

—¿Y cómo se vive con ello, con esa culpa?

"Las imposturas no son buenas para casi nada"

—De la gente que he conocido, consciente de haber causado un mal severo a otro ser humano, he tenido la suerte de que nadie presume de ello. Incluso un antiguo miembro de ETA me ha dicho, después de contarme lo que hizo y por qué lo hizo, que era un imbécil, por haber estado a punto de hacer todas estas barbaridades. Y si mi personaje es un ser humano y ha matado o ha torturado a una persona, si no es una piedra, un ficus, o un loco, el paso del tiempo le deposita una carga en su mochila. Yo quería que esta vivencia la tuviera una persona, que contara la historia del pasado, cómo va cruzando todas esas barreras y qué es lo que va sintiendo cada momento, y se colocara esa mirada retrospectiva. Porque al final, si vivimos lo suficiente, tenemos un pasado detrás que acarreamos, del que no nos liberamos nunca. Y la reacción de Púa es asumir lo que ha hecho, lo que no tiene remedio. Hay que intentar seguir viviendo, pero una cosa es intentar seguir viviendo y otra cosa es hacerlo sobre una mentira, sobre una impostura. Las imposturas no son buenas para casi nada.

—Para escribir esta novela ha tenido que recabar testimonios de terroristas, de agentes secretos. ¿Le ha costado más que en otras ocasiones la preparación de este libro? 

—Esa parte me la he encontrado hecha porque yo normalmente estoy trabajando en otras historias —llevo mucho tiempo en el campo de la novela negra— y me topo una y otra vez con conductas humanas extremas. Mis fuentes son criminales, tanto organizados como desorganizados, que pueden llegar a ser muy crueles. Y todos estos testimonios fueron generando un magma que, aunque estaba en otros libros, yo quería ir a lo fundamental, y eso sólo lo podía hacer desde la ficción absoluta. Y tenía que ser en un contexto extremo donde pasara algo, y ese contexto es la “guerra sucia” de los Estados. Además desde un Estado democrático, porque en el autoritario no tiene ningún mérito. Y ahí encontré una situación de tensión moral máxima para los personajes.

—¿Siempre tenemos que darnos una buena razón para usar el mal? Usando una frase de su novela: “Los fines rectos pueden perseguirse por caminos torcidos”.

"La perspectiva del tiempo nos hace ver que lo que parece una buena idea (entre comillas), a corto plazo, a la larga casi siempre es mala"

—El criminal siempre tiene una razón, la mayoría de la gente mata por algo que cree que es una buena razón, no digo moralmente, pero una razón poderosa, una razón de peso. Tanto el historiador como el novelista, que tiene una posibilidad de contar la historia con cierta distancia, desde la observación, tiene que invitarnos a reflexionar sobre qué es lo que se ventila ahí. Por eso mi personaje aparece en su juventud y en su madurez, porque algo que me interesaba mucho es ver cómo la perspectiva del tiempo nos hace ver que lo que parece una «buena idea» —entre comillas— a corto plazo, a la larga casi siempre es mala.

—¿La “guerra sucia” de los Estados ha sido eficaz en algún momento?

—Al final, si piensas en la nuestra del GAL, o en la del Reino Unido contra el IRA, a corto plazo no sé muy bien lo que consiguieron, pero muy eficaz no fueron. Y a la larga casi nunca compensa. Imagínate que alguien le hubiera dicho a alguien en el Ministerio del Interior: “Oye, es que dentro de cinco años ya estaremos junto a la Unión Europea, por tanto Francia no nos va a poder ignorar… Quizá si esperamos un poco, por difícil que sea, por duro que sea…”. Y nos ahorramos matar a 30 personas, desacreditar un Estado, llevarnos por delante a unos cuantos inocentes y darles para siempre, por los siglos de los siglos, una justificación moral para su violencia. Porque al final es todo eso lo que le acabas dando.

—En los peones que ejercen la violencia directa por orden de un superior, ¿qué pesa más, el convencimiento propio o la manipulación a la que se les somete?

—¡Hombre!, hay algo dentro de ti, hay que buscar el lado oscuro. En el caso de Púa lo que le fractura es ser víctima de una tragedia. Y en el momento de cruzar la raya él piensa que es un mezquino si no lo hace: “yo me salvo, pero mi hermano ya murió”. La clave está en quién identifica a estas personas y quién las pone en la rampa.

—Pero por el lado de los terroristas también.

"Ven que sus jefes tienen trabajo, escriben libros y están en las cúpulas de partidos políticos y ellos son unos idiotas a los que han manipulado"

—Sí, mira, hay una historia que me interesa mucho, que es lo que se está produciendo ahora en la Audiencia Nacional. Hay un sumario abierto contra miembros de ETA que no tenían condenas por asesinatos concretos, estaban condenados por pertenencia a banda armada. Se probaba que eran miembros de la cúpula, pero no podías probar que Mikel Antza había ordenado que se asesinara al guardia civil Mengano. Entonces se pilla al que ha matado al guardia civil, se le meten 25 años de cárcel y a Mikel Antza cero. Bueno, pues dos de los que se han comido unas cuantas cosas han denunciado y han dicho que tenían instrucciones precisas para matar a periodistas o concejales. Y lo han denunciado porque seguramente en su madurez, después de haber pasado media vida en la cárcel, después de haber dado un paso al frente, de ver su vida deshecha, cero días cotizados a la seguridad social, ven que sus jefes tienen trabajo, escriben libros y están en las cúpulas de partidos políticos y ellos son unos idiotas a los que han manipulado, y piensan: “¿Por qué me voy a comer yo todo el marrón y no lo socializamos con quien tomaba decisiones?”.

—Cambiando de tercio. Ahora se cumplen 25 años de la publicación de su primera novela sobre la saga de Bevilacqua y Chamorro —trece libros ya— y tiene otros muchos más, hasta 85, con su nombre en la portada. Después de más de cuatro décadas escribiendo, ¿puede decir que es como lo soñó?

—¡Qué va!, es mucho mejor (risas). Yo no esperaba nada. Ten en cuenta que yo cuando empecé tenía 13 años, era un niño. Para mí esto era un juguete, un juguete que me fabricaba yo. Siempre tenía fantasías, siempre me montaba películas, y así empecé a escribir literatura. Me tiré dos años jugando y luego pensé: “¿Y si éste fuera tu camino?”. Pero enseguida me dije: “Esto es una bendición y también una desgracia, porque nadie vive de esto, así que, ¿qué le vamos a hacer? Habrá que buscarse otro trabajo para ganarse la vida mientras haces esto, porque no puedes dejar de hacerlo”. Así que me dediqué a la abogacía. Y yo no pensaba que me fueran a hacer caso nunca. Y bueno, mi pronóstico se cumplió durante 15 años. Yo mi primera novela la publiqué en el año 95, con 28 años.

—Tampoco fue tan mal.

—Ya, pero tenía media docena de novelas terminadas que ya había presentado a muchos sitios y me las habían rechazado todas, todas, siempre.

—¿Las negativas nunca le hicieron desistir?

—No, porque yo estaba mentalmente preparado para eso y no estaba ni quejoso. ¿Qué derecho tengo yo a decir, si no tengo reconocimiento, que el mundo es injusto, que el mundo me está maltratando, a mí, Lorenzo Silva, cuando el escritor más influyente del siglo XX —y uno de los que más me ha influido a mí—, que fue Kafka, del libro que más vendió sólo fueron 2.500 ejemplares? Y me resigné, me resigné a que nadie me hiciera caso. Quizá publicara algún libro alguna vez que leyera mi madre y otros pocos más…

—Fue precursor de la novela negra en España, mucho antes del auge actual. ¿Por qué se interesó por este género?

"La primera de la saga de Bevilacqua y Chamorro, es una de las que yo tenía en el cajón cuando quedé finalista en el Nadal en el 97"

—Bueno, la novela negra es un accidente. Yo hacía muchas cosas de todo lo que me gustaba leer. Escribía novelas al estilo de Proust, de Kafka, de Raymond Chandler. Esa novela, la primera de la saga de la pareja de los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, es una de las que yo tenía en el cajón cuando quedé finalista en el Nadal en el 97. Se las llevé a la editora y me las publicaron todas. Decidió empezar con la novela de Bevilacqua que me habían rechazado una docena de editoriales. Y ella misma se quedó sola en el comité editorial de Destino con esta propuesta, porque… ¿una novela policíaca, española, y además con guardias civiles? Imagínate. Y bueno, tuvo una repercusión que yo no me esperaba, pero no porque sea mi faceta principal, ni la que yo prefiera, ni la faceta central de mi trabajo. Es la que más se ha visto. O a lo mejor es con la que he tenido la idea más feliz. No lo sé.

—Parece que el género policíaco está por fin despojándose, en círculos académicos, de los prejuicios que lo consideraban un género menor.

—Bueno, todavía sigue habiendo reacios. Mira, recuerdo que cuando Ricardo Senabre, el catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Salamanca, maestro de críticos españoles, hizo la reseña de El alquimista impaciente, escribió una cosa que era valiente en la academia de aquella época. Hizo una serie de elogios a la novela y luego dijo respecto a estos prejuicios: “Hora es ya de decir que en sus páginas más inspiradas la prosa de Raymond Chandler tiene más altura literaria que en la de Hemingway”. ¡Toma ya! Y otro muy buen lector de la serie que me ha sorprendido, al que yo no conozco personalmente, es Fernando Gómez Redondo, que es el catedrático de lo mismo de Alcalá de Henares, y que entre otras cosas ha escrito estudiando el ajedrez de las novelas de Bevilacqua. Y entonces dices: «A lo mejor los prejuicios los tiene precisamente la gente que tiene menos fondo, menos capacidad de aguantar el tiro de una opinión personal que no sea convencional, que no esté respaldada por toda la inercia de la academia».

—¿Cómo se organiza para escribir?

—Yo cada vez necesito más tiempo para preparar lo que hago. A veces necesito viajar a un sitio, a dos o a diez. O leer mucho, de muchas cosas, o entrevistarme con decenas de personas. Hay una parte del año que aprovecho para ir trabajando en todos los proyectos que tengo simultáneamente. Porque voy, tomo mis notas, lo guardo en una carpeta y sigo. Lo que no puedo es escribir varias cosas a la vez. Y cuando tengo todo ese trabajo, me lleve el tiempo que me lleve —como si me lleva diez años— entonces ahí ya voy a saco.

—Y se encierra en su scriptorium.

—Me encierro, normalmente de octubre a marzo, todos los días que puedo. Me levanto muy temprano, trabajo toda la mañana, paro al mediodía, hago ejercicio, y puedo trabajar toda la tarde, hasta las 8, más o menos, que es la hora de ir a mi casa. Y esa es mi vida durante setenta u ochenta días. Aburridísima, con nada, con cero distracciones. Escribir ficción es salirte de aquí y meterte en otro sitio, y cada vez que sales y entras pierdes tiempo y energías.

—¿Y todo está en su cabeza?

"Yo no me hago sinopsis, ni me hago escaletas, ni me hago nada. Y tengo otra teoría: lo importante jamás se te olvida"

—La novela, lo que sale, todo está armado en mi cabeza, todo está secuenciado. Yo no me hago sinopsis, ni me hago escaletas, ni me hago nada. Y tengo otra teoría: lo importante jamás se te olvida. O sea, lo importante es lo que alguien te ha contado que te ha conmovido. Porque eso es lo que te va a dar un material con el que tú puedes conmover a alguien. Mira, a mí un soldado que había estado en Irak me contó cómo él, con un grupo de iraquíes, detuvieron a un niño de 12 años que salió corriendo hacia ellos de una de esas ciudades que tenía el Daesh en el oeste de Irak, y lo consiguieron neutralizar y vieron que tenía un chaleco bomba y se lo desactivaron y consiguieron salvar al niño. Y cuando le quitaron el chaleco bomba el niño se derrumbó llorando en el suelo. ¿Cómo se te va a olvidar eso? Eso no se te olvida nunca.

—¿Escribe pensando en que sus novelas puedan convertirse en una serie o en una película?

—No, no lo he hecho nunca, y cada día que pasa, y después de haber trabajado en los dos mundos, cada vez lo tengo más claro. Te podría dar cien razones, pero tengo dos principales. La primera es que la palabra es más poderosa que la imagen y constreñirte a lo que pueda transponerse a imágenes en una obra literaria es mutilarla de lo más valioso que tiene, que es lo invisible, lo no evidente. La mayoría de los productos audiovisuales no convocan nada más que lo evidente (a no ser que sea un buen cineasta, que son muy pocos). Y entonces te pierdes un montón de cosas. La segunda razón por la que yo defiendo la autonomía de la literatura es que pierdo lo que a mí más me gusta de escribir, que es la libertad absoluta.

—Ha estado en la Feria del libro de Madrid firmando estos días ¿De qué manera le influye el contacto con los lectores?

—Bueno, el contacto con los lectores siempre te alimenta, te reconforta y a veces te pone a prueba. Sólo el domingo me pasaron tres cosas el mismo día, pero sobre todo una… Me viene una chica con dos bolsas y me saca 15 libros, y de repente le da un ataque de nervios. Se pone a llorar, con hipos, con temblores, “pues usted no se imagina lo que significa esto para mí, yo estaba en un agujero del que no podía salir, y sus libros me sacaron, y además yo he visto un camino en mi vida, y ahora estoy preparándome para ser guardia civil”, y yo no sabía qué hacer. Por momentos firmaba, luego la consolaba…

—Ahí se da cuenta del impacto de sus libros.

"La vida me está invitando a reflexionar que a lo mejor cuando escribimos contraemos más responsabilidad de la que pensamos"

—Fíjate, yo, que me he pasado toda la vida diciendo que la literatura era una cosa irrelevante, una cosa marginal, que tenía un impacto limitadísimo en el mundo —porque bueno, está mejorando un poco, pero de media la mitad de la gente en España no lee más de un libro al mes—, la vida me está invitando a reflexionar que a lo mejor cuando escribimos contraemos más responsabilidad de la que pensamos. Por eso me preocupo de que lo que hacen mis personajes tenga que ver con la realidad del crimen en España, con la realidad de la Policía en España. Porque si yo me saltara todo y de repente la gente se quisiera meter en la Guardia Civil leyendo mi novela, si se encontrara con algo completamente distinto, sería un estafador profesional.

—Le voy a hacer la última pregunta, y soy consciente de que se la hago a un escritor. ¿Qué somos más, las historias que vivimos o las historias que contamos?

—La pregunta es buena, porque todas las historias que vivimos y son relevantes luego nos las contamos y nos las recontamos hasta la saciedad. Y a veces, en ese proceso, las alteramos, las tuneamos de tal manera que al final de una vivencia acabamos construyendo una fábula. Por lo que al final, yo creo que acabamos siendo más… las que contamos.

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María Jesús García

Periodista por vocación y lectora por pura supervivencia. Ha dedicado más de media vida a trabajos relacionados con la comunicación -humana, por más señas- y colaborado en revistas, diarios y medios de toda índole. Vive literalmente entre libros y a deshoras, también garabatea.

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