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Mujeres en ruta: La emancipación a través del viaje, de Lucie Azema - Zenda
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Mujeres en ruta: La emancipación a través del viaje, de Lucie Azema

La historia clásica de los viajes y las exploraciones ha ignorado magistralmente los trayectos femeninos. Lucie Azema, inspirándose en relatos reales de la literatura de viajes de mujeres, como los de Isabelle Eberhardt, Alexandra David-Néel, Ella Maillart, Annemarie Schwarzenbach, Nellie Bly, Anita Conti y otras, y en su experiencia personal, evoca territorios erotizados (como el...

La historia clásica de los viajes y las exploraciones ha ignorado magistralmente los trayectos femeninos. Lucie Azema, inspirándose en relatos reales de la literatura de viajes de mujeres, como los de Isabelle Eberhardt, Alexandra David-Néel, Ella Maillart, Annemarie Schwarzenbach, Nellie Bly, Anita Conti y otras, y en su experiencia personal, evoca territorios erotizados (como el harén), denuncia la visión masculina de la aventura y se interesa por la tensión entre viaje y maternidad. La consigna de la autora es que hay que ser libres de viajar y para viajar. Este libro está dedicado a aquellas mujeres que ya han partido de viaje o que aún no se atreven.

Zenda adelanta la introducción a Mujeres en ruta: La emancipación a través del viaje, de Lucie Azema (La Línea del Horizonte Ed.).

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Introducción

Os escribo desde otro continente. Desde una tierra todavía poco explorada, casi virgen, que me era desconocida hace algunos años. Este lugar está a la vez poblado de aves, de bosques exuberantes, de flores de franchipán, de desiertos y de pistas de caravanas que se alejan hacia el horizonte. El camino hasta aquí era largo. Está cubierto de alfombras del otro lado del mundo; lo he podido seguir sin avión, barco ni dromedario. Importa poco que existan otros lugares sobre la tierra, es aquí, y solamente aquí, donde quiero estar.

Este territorio está dentro de mí. Es un continente de libertad solitaria donde viven las mujeres aventureras que hacen realidad sus sueños de viajes. Un lugar donde los viajeros masculinos son solamente viajeros entre los demás. Durante mucho tiempo, sin embargo, solo los leí a ellos. Engullía sus relatos en los trenes, en los aviones, en las habitaciones de los hoteluchos que encontraba en mi camino. No porque fueran mejores que los demás, sino porque había que leerlos a ellos. Deseaba ser una verdadera viajera, así que tenía que conocer a los clásicos. Muy pronto, su visión del mundo y de la aventura y su subjetividad no asumida estructuraron mi imaginario de muchacha, haciendo nacer en mí ideas sin criterio y hundiéndome en un caos interior. En sus relatos, las mujeres aparecen como amantes potenciales, y rara vez como viajeras de pleno derecho. ¿De verdad yo sería capaz de vivir mi vida viajando?

Sin embargo, era lo único que pedía, dejarme devorar por el viaje. Quería trazar mi ruta y tragar el viento de las estepas durante kilómetros. Mi primer gran periplo fue Egipto, con diecinueve años. Al año siguiente, Líbano, para dos meses en principio; después, desde Francia, convencí a mi universidad para que me dejara hacer mi cuarto año de derecho en Beirut. Posteriormente volví a París, donde terminé mis estudios, trabajé y ahorré dinero. Solo deseaba una cosa: volver a irme. Estaba obsesionada con esta idea. La segunda gran partida fue hacia Abu Dabi, ciudad que odio en la actualidad. Después de solo algunas semanas allí, respondí a un anuncio de trabajo para la India. Al día siguiente, hice una entrevista por Skype; dos días después, fui a la embajada india de Emiratos para rellenar la solicitud de visado; dos semanas más tarde, estaba sentada en el avión, en un vuelo Abu Dabi – Jaipur. Llegué en plena noche y me quedé un poco más de un año. De vuelta a Francia, de nuevo el vacío y las ganas imperiosas de volver a partir. Esta vez, en dirección a Irán: pensaba que sería por tres meses, al final me quedé dos años y medio. Con cada partida (o con cada vuelta, a veces, ya no sabía si me iba o volvía), el mundo no era nunca el mismo que había dejado. Todo pasaba dentro de mí.

De manera progresiva, empecé a variar también mis lecturas, a buscar mis clásicas íntimas. Isabelle Eberhardt, Alexandra David-Néel, Ella Maillart, Annemarie Schwarzenbach, Nellie Bly, Anita Conti y otras. Ventanas que se abrían sobre otras ventanas, me sentía en mi lugar: encontraba la otra mitad del mundo de la que me habían privado los relatos de los viajeros masculinos. Estas aventureras habían debido enfrentarse no solamente a las dificultades inherentes al viaje, sino también a la visión que la sociedad tenía de ellas, el espejo que les devolvían los relatos de viaje escritos por hombres. Además de las fiebres palúdicas, del insomnio, de los gritos de los animales salvajes, de la angustia de la inestabilidad, ellas tuvieron que soportar las tentativas de disuasión permanentes, los comentarios paternalistas y las risitas de superioridad de los viajeros con los que se cruzaban en su camino.

La polarización de los roles entre lo masculino y lo femenino se extiende hasta la esfera del viaje. Pero esta cuestión del acceso de las mujeres al viaje y a la aventura sigue siendo, de manera sorprendente, un ámbito infraexplorado por los estudios feministas. Es, sin embargo, esencial: viajar, y escribir sobre estos viajes, es utilizar la libertad de movimiento de cada una, reapropiarse de las historias del mundo al mismo tiempo que de su propia historia. Proponer otra realidad frente a aquella descrita por lo masculino, autoproclamado neutro. A través de mis lecturas, de mis viajes, de mis charlas con otras viajeras y viajeros, he dedicado estos últimos años a intentar entender.

DESHACER EL MITO DE PENÉLOPE

El viaje —y de manera más amplia la «llamada de la aventura»— es un tema recurrente de los mitos fundadores de la humanidad. La aventura aparece en ellos como un rito de paso para el héroe, que toma la forma de un «rito de separación» de sus allegados y los lugares que lo vieron nacer. La partida es un momento de transición, un punto de ruptura, un vuelco inevitable hacia el mundo adulto. El tema del viaje es común a numerosas civilizaciones, y lo encontramos en la Odisea de Homero, poema fundador del mundo grecorromano.

Mientras que Ulises recorre el mundo y encadena proezas, Penélope se queda inmóvil, cría sola a Telémaco, teje y desteje su obra para seguir siendo fiel a su esposo. Así, tenemos, por un lado, una figura viril y osada, y por el otro, una figura sedentaria, a la que la espera le da valor. Esta idea de espera es una noción central si pensamos en el viaje desde una perspectiva feminista. Efectivamente, la fantasía de Penélope se ha transmitido hasta nosotros bajo otras formas: es la imagen del marino que tiene «en cada puerto una mujer», o bien la famosa frase de Malraux según la cual «los hombres tienen viajes, las mujeres tienen amantes». Cuando el hombre se va, la mujer lo espera. Ella no es más que un puerto base, destinado a asegurar el «descanso del guerrero». A los hombres se les reserva la aventura, la movilidad, el mundo infinito; a las mujeres el interior y el mundo finito.

Además de Penélope, la Odisea pone en escena a otras figuras femeninas, como Circe, que toman la forma de peligrosas tentadoras o brujas, altamente eróticas, y encargadas de desviar a Ulises de su designio y del objetivo original de su viaje. Penélope y Circe son características de la representación de las mujeres en el relato de viajes, que oscila sin cesar entre dos figuras: la miedosa y la puta.

LA AVENTURERA, ¿UN AVENTURERO COMO LOS OTROS?

El término aventurera ha tenido durante mucho tiempo fuertes connotaciones misóginas. «La aventurera, tradicionalmente, no es el femenino de aventurero», como nos recuerda Françoise d’Eaubonne. «En 1900, Madame Dieulafoy, arqueóloga célebre, no era una aventurera; se reservaba ese bonito nombre a Casque d’Or o a Liane de Pougy». La palabra aventurera designaba a una mujer atrevida, a una cortesana, a una intrigante, que más que partir a la aventura, buscaba aventuras. Este término hacía referencia a «la ambición, la intriga y el amor venal», y no al viaje. La feminista estadounidense Gloria Steinem también se ha preguntado por esta diferencia de tratamiento: «El mismo diccionario nos dice que un aventurero es alguien “al que le gusta la aventura” mientras que una aventurera es “una mujer que tiene aventuras galantes y a menudo escandalosas” o una intrigante que “busca casarse, de manera interesada, con una persona de rango o una fortuna más elevados”». Esto nos dice mucho sobre el difícil acceso de las mujeres al viaje y a la exploración. En la novela Aventura de Jack London, David Sheldon, un aventurero amargado que vive en una plantación en las islas Salomón, formula este pensamiento cuando conoce a la joven e intrépida Joan Lackland: «Las mujeres que buscaban aventuras eran aventureras, y esta palabra no era en absoluto elogiosa». El mismo Jack London escribe, cuando, más joven, cuenta el descubrimiento de los libros y de las horas pasadas en la biblioteca pública de Oakland: «Exceptuando maleantes y aventureras, todos los hombres y todas las mujeres allí tenían bellos pensamientos, se expresaban con elegancia, llevaban a cabo acciones gloriosas».

Tras la figura de la aventurera encontramos la de la flâneuse. La periodista y escritora estadounidense Lauren Elkin cuenta cómo descubrió, cuando era estudiante en París, que las caminatas que se daba tenían un nombre en francés: las flâneries. «Pertenecía a la familia de los “flâneurs”. Como buena estudiante de francés, he hecho la concordancia de género, para hacer de mí una“flâneuse”». Se dio cuenta de que la versión femenina de flâneur no aparece prácticamente en el diccionario. «Lo crean o no, para el Diccionario vivo de la lengua francesa, la “flâneuse” es una tumbona». Elkin continúa su búsqueda y concluye que no hay que intentar hacer entrar a la «flâneuse» en un concepto masculino, de hacer de la «flâneuse» un trotacalles como los otros. «La “flâneuse” no es simplemente un paseante en femenino, sino una figura completa que se puede tener en cuenta y de la que nos podemos inspirar. Ella va a donde se supone que no debe ir. Nos obliga a mirar de frente cómo se utilizan contra las mujeres algunas palabras como “casa” o “pertenecer”». Elkin propone entonces hablar de flâneuserie para designar la flânerie en femenino.

¿TODAS FEMINISTAS?

El vínculo entre viaje y compromiso feminista no es automático. Algunas mujeres han utilizado la aventura como una palanca de emancipación, pero sin identificarla necesariamente así, sin tomar conciencia de la dominación patriarcal que sufrían en su vida sedentaria. Como cuando hay fuego e intentamos huir, ante todo, sin tomar el tiempo de preguntarnos sobre el origen del incendio. Estas mujeres supieron encontrar la fuerza para rechazar los contornos estrechos del mundo que se les imponía, y esto ya constituye una hazaña en sí misma. Otras, como las aventureras Gertrude Bell y Mary Kingsley, se opusieron al derecho de voto de las mujeres.

Sin embargo, numerosas mujeres vincularon su compromiso feminista al viaje. Pour la vie, el primer libro de Alexandra David-Néel, publicado en 1898, es un manifiesto anarquista y feminista. Empieza con una frase que se ha hecho célebre: «¡La obediencia es la muerte!». David-Néel escribió también artículos para el periódico feminista La fronde, fundado en 1897 por Marguerite Durand, en los cuales se comprometió con los derechos de la mujer contra «la trampa de la maternidad», los excesos de la autoridad paterna y los castigos corporales impuestos a los niños. Algunas han querido cuestionar directamente las reglas misóginas por medio del viaje, como Maryse Choisy, que se hará pasar por un joven monje para poder entrar en el monte Athos, lugar todavía prohibido hoy en día a las mujeres. El viaje también ha permitido a algunas realizar una demostración, como Mary French Sheldon, que salió hacia el Kilimanjaro en 1891 con el fin de «probar que una mujer puede ser tan buena exploradora como un hombre» y prohibió a su marido acompañarla para evitar que su demostración perdiera sentido. Antes de ella, en 1889, la periodista y feminista Nellie Bly, se comprometió a dar una vuelta al mundo con el objetivo de batir el récord ficticio de los ochenta días de Phileas Fogg. Lo conseguirá al cabo de un periplo de 72 días que fue muy difundido en la época. En el Philadelphia Inquirer del 18 de noviembre de 1889, un artículo de Dorothy Maddox afirma: «Desde siempre, muchas almas merecedoras quedaron en lo bajo de la escala bajo el pretexto de que no se creía que fueran capaces de actuar por sí mismas. […] Esta vuelta del mundo celebra la valentía y la energía de nuestro sexo […]. Es la prueba de que el sexo débil, cuando está dotado de una mente sana y liberado de los lastres habituales, puede rivalizar con los hombres más brillantes». La misma Nellie Bly, algunos años antes, se había ido seis meses a México para escribir reportajes, porque ya no soportaba ser «limitada a las tareas reservadas a las mujeres en las redacciones».

Sobre la cuestión del viaje como performance, existió un vínculo entre el mundo de las sufragistas y el del alpinismo. A principios del siglo xx, la estadounidense Fanny Bullock Workman, esgrimía un papel en el que estaba escrito «Derecho de voto para las mujeres», durante su ascensión a la cordillera del Karakórum, considerada como una de las más peligrosas del mundo. Algunos años más tarde, Annie Peck lanza una acción similar en la cima del Coropuna. En los años setenta, Arlene Blum organiza una expedición al Annapurna gracias a los fondos recolectados en una venta de camisetas impresas con el eslogan «El lugar de la mujer está en la cima». «Una de las motivaciones de las alpinistas como Peck era probar, por medio del alpinismo, que las mujeres eran tan fuertes y competentes como los hombres en todos los campos de la vida», comenta Lydia Bradey, primera mujer en haber llegado a la cima del Everest en 1988.

La figura de la viajera y aventurera ha sido a menudo esgrimida por los antifeministas como el ejemplo mismo de la mujer valiente, por encima de todas esas «lloronas» que se estarían inventando una dominación sexista donde no la hay. Un periodista de Causeur elogiaba por ejemplo que la aventurera Anne-France Dautheville «ni se queja ni reivindica nada». Una tentativa de intimidación para todas las aspirantes a viajeras feministas, que contribuye aún más a alejar la figura de la aventurera de la de las otras mujeres.

UNA FIGURA INACCESIBLE

Siempre me han fascinado, en los relatos de viaje, esos momentos en los que nos sentamos, durante algunas páginas, al borde de una carretera: cuando la viajera se toma su tiempo para escuchar a su intuición, de abrazar sus dudas, de tantear, de asimilar el entorno. La exploradora Sarah Marquis describe esos instantes privilegiados en torno a un té, que le gusta ofrecerse al cabo de varias horas de marcha extenuante. «Un té es mucho más que un té para la caminante que soy. Es también un momento en el que lo suelto todo, en el que miro la llama, en el que bebo ese líquido caliente como un bálsamo». Es en estos espacios que el relato se encarna realmente, que la aventurera aparece en su normalidad. Nos tomamos el tiempo de sentir con ella, de proyectarnos: en una palabra, de identificarnos. «Nada, en la manera en que se educa a la mayoría de las chicas, las anima a creer en su propia fuerza, en sus propios recursos, a cultivar y a valorizar la autonomía», comenta la periodista y autora Mona Chollet. «A ellas se las empuja no solamente a considerar la pareja y la familia como los elementos esenciales para sentirse realizadas personalmente, sino también a concebirse como frágiles y desvalidas, y a buscar la seguridad afectiva cueste lo que cueste, de manera que su admiración por las figuras de aventureras intrépidas se quedará como algo puramente teórico y sin efecto en su propia vida». La aventurera aparece a menudo como una figura deslumbrante, una mujer excepcional en el primer sentido del término, con la que se puede soñar, pero a la que es imposible imitar. La invisibilización sistemática de las antologías de relatos de viajes escritos por mujeres contribuye también a hacer de la aventurera una figura demasiado singular para ser real. En el mejor de los casos, estas antologías citan la existencia de Alexandra David-Néel, cuyas hazañas aparecen todavía hoy como extraordinarias, y con las que, tanto para los hombres como para las mujeres, es difícil identificarse. Las viajeras y aventureras eran —y todavía son— figuras excepcionales bajo la mirada de su entorno, de la sociedad patriarcal en la que se mueven. Pero no son en ningún caso excepcionales en términos de capacidad, de aptitud. Sin embargo, se ha escrito mucho sobre esta supuesta incapacidad de las mujeres de viajar. Como ejemplo, citemos solamente al político británico George Curzon, quien, tras haber conocido a la aventurera Isabella Bird, escribe en 1889: «El sexo y la formación de las mujeres las hacen, de igual manera, inaptas a la exploración, y el tipo del trotamundos profesional femenino con el que Estados Unidos nos ha familiarizado es uno de los horrores de este fin de siglo». Tal discurso parece, hoy en día, superado. Cierto, nadie puede sostener afirmaciones parecidas sin ser acusado, justamente, de ser un misógino grosero. Sin embargo, el razonamiento que lo genera está, desgraciadamente, todavía hoy, terriblemente vivo.

UNA INVISIBILIDAD ORQUESTADA

La concepción ideológica y masculinista del viaje no sobrevive mucho tiempo a la confrontación con la realidad. Desde hace mucho tiempo, las mujeres han viajado y viajan: científicas, guerreras, piratas, escritoras, arqueólogas, geógrafas, espías, políticas, religiosas, periodistas, fotógrafas, cartógrafas, o simplemente mujeres libres en busca de otros lugares. Han contribuido a estudiar el mundo, a dibujarlo, a cartografiarlo, a contarlo. De hecho, el primer relato de viaje de la historia de la humanidad fue escrito por una mujer, Egeria, quien, en el año 381 de nuestra era, emprendió una peregrinación desde el monte Sinaí hasta Tierra Santa y escribió durante su viaje cartas en las que describía lo que iba viendo. Los primeros viajes de exploración femeninos se fechan alrededor de 1850. Antes de esa fecha, hubo viajeras, pero han sido consideradas como simples acompañantes, o tuvieron que viajar bajo una falsa identidad de hombre. En este último caso, las que han pasado a la posteridad son aquellas que fueron desenmascaradas. Fue el caso de la botanista Jeanne Barret, considerada como la primera mujer que dio la vuelta al mundo, después de haberse hecho pasar por un marino y haberse unido a la tripulación de Bougainville. Es imposible determinar cuántas de ellas estuvieron en su situación, pero a veces las cruzamos en una digresión de un relato de un viaje. El explorador Henry Stanley, por ejemplo, contó que, llegando a Nueva Orleans, compartió habitación con un joven que era en realidad una joven. Igualmente, la famosa pirata Mary Read, que se encontraba en un albergue, oyó hablar de holandesas que se embarcaban, travestidas de hombres, en los navíos que partían hacia las Indias Orientales. Esto fue lo que la hizo decidirse para enrolarse como marinero, hasta ser secuestrada por unos piratas y dedicarse a la carrera por la que se la conoce hoy.

La historia clásica de las exploraciones, como las antologías de literatura de evasión, han ignorado magistralmente esos trayectos y esos escritos femeninos. Cuando la negligencia es sistemática, podemos hablar entonces de una verdadera empresa de invisibilización del viaje femenino. En el mejor de los casos, se las presenta como prostitutas o mentirosas; en el peor, han caído en el olvido. Pero sería también un error caer del lado opuesto, que consistiría en afirmar que las mujeres han viajado tanto como los hombres. Sacar sus relatos del olvido es una necesidad histórica e intelectual, pero esto solo resuelve una parte del problema. El patriarcado, en realidad, ha efectuado su trabajo con posterioridad (invisibilizando sus historias), pero también de manera anticipada, creando para ellas condiciones de acceso al viaje desfavorables en el plano material: imposibilidad legal de administrar su propio dinero, menor acceso a los estudios, emplazamiento a la maternidad, prohibiciones puras y duras de circular dictadas por las leyes de sus países, por sus padres, sus maridos, sus hermanos. Entonces, la escritora-viajera comete una doble transgresión: la de viajar, y la de escribir.

Estas dificultades se plantean en términos extremadamente similares en lo relativo a los viajeros no occidentales. Existe una dominación incontestable de la mirada occidental y de su lógica en la literatura de viaje: siempre es el hombre blanco europeo quien va a «descubrir» a los otros. Históricamente, la literatura de viaje se construyó, de hecho, de esta manera, como una literatura del dominador.

En el curso de mis investigaciones, he visto pasar nombres hasta entonces desconocidos, con destinos magníficos, trágicos, cada vez más estremecedores. El objetivo no es proponer aquí una lista exhaustiva de esas viajeras —lo que sería imposible—, sino de racionalizar sus escritos integrándolos en una reflexión feminista más global. Todas creyeron y creen en la posibilidad de otro lugar, todas tienden hacia una libertad intransigente, todas rechazan ser asignadas a las obligaciones vinculadas a su género. Tuvieron que romper las cadenas presentes a su alrededor, pero también en su interior. Es en esto que buscan ser libres de viajar, pero también libres para viajar. A través de este libro, estas son las dos dimensiones que determinarán nuestro diario de a bordo.

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Autora: Lucie Azema Título: Mujeres en ruta. La emancipación a través del viaje. Traductora: Lourdes Martínez Pérez Editorial: La Línea del Horizonte Ediciones. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

BIO

Lucie Azema (1989). Como viajera de largas distancias, ha vivido en Líbano, India e Irán. Actualmente comparte su tiempo entre Francia y Turquía. Su libro Les femmes aussi sont du voyage (Flammarion, 2021) ha sido traducido a numerosos idiomas. Ha publicado también L’usage du thé. Une histoire sensible du bout du monde (Flammarion, 2022).

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