Camino de Guadalajara, a ocho kilómetros de Brihuega, cruza un corzo el camino que a unos portones conduce. Son los dominios que habita de abril a octubre Leticia Rodríguez de la Fuente (Madrid, 1969). En invierno se llegan a alcanzar los quince grados bajo cero.
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—Leticia, ¿cómo de relativo es aquí el tiempo?
—Aquí, per se, el tiempo es muy diferente al de Madrid y Castilla y León. No es porque estemos en Castilla-La Mancha, es porque estas vegas de río son muy duras; tienen unos inviernos durísimos, llegamos hasta menos quince grados, y además húmedos. Yo a esto lo llamo Siberia en invierno. Aquí, a partir de primavera, esto es el paraíso, pero el invierno realmente es muy desagradable porque además entran corrientes de viento. Las plantas que funcionan aquí tienen que sobrevivir a él. Podría plantar anuales para darle un toque de interés, pero tiene que funcionar en este ecosistema y aguantar el invierno. Luego, la primavera siempre llega un mes más tarde que en el resto; cuando en Madrid empieza en abril, aquí llega en mayo. Todo va con retraso.
—¿Qué conocimientos tenías sobre estas tierras?
—Ninguno. Fui muy osada. Yo era cabezota, ingenua y me empeñé, y no tuve en cuenta que me faltaba mano de obra. Me compré este terreno sin tener un equipo, sin saber nada del clima… Hombre, teníamos la finca familiar arriba, pero es que esto no tiene nada que ver con lo de arriba. Así como en primavera es fantástico para las plantas, porque se está más fresquito, en invierno esto es más terrible que lo que hay arriba. Fui absolutamente osada pero no fui valiente, porque el valiente es el que se mete en algo sabiendo lo que hay, pero yo no sabía en lo que me metía, aunque sí tenía experiencia cultivando en otra zona que no tiene nada que ver con esto. Estuve un año cultivando, practicando y ensayando, y entonces decidí que tenía que tener mi propio terreno. Mi alma me decía que este era mi sitio; yo quería estar aquí y no tuve en cuenta nada más. No fui nada racional, pero es un poco como soy yo: sigo impulsos y luego me busco la vida para que funcione.
—Pero… ¿se cometen errores?
—Cometí muchísimos errores. Donde ves que hay un bosque de lilos (Syringa vulgaris) antes no había nada. Puse durillos (Viburnum tinus) pero los compré enormes y fue un error; no me duraron ni un año. Me gasté un dineral y se me secaron porque no tenía riego. Pensé que regándolos con una regadera era suficiente. Pero aprendí rápido. Después aparecieron las personas para ayudarme en el momento que las necesitaba. Encontrar mano de obra con sensibilidad es muy complicado. Apareció Quique, de Fuentes. Él y su madre me han ayudado muchísimo. Hicimos la parcelación de la primera parcela, me hizo todo el sistema de riego por goteo…
—¿Qué es lo importante en un ranúnculo de calidad?
—En un ranúnculo de calidad lo importante es el largo del tallo. Tiene que tener un tallo mínimo de 60 centímetros para que funcione para floristería. Pero a mí me salían muy cortos, enanos. No me crecía el tallo y yo me preguntaba qué estaba haciendo mal hasta que lo entendí. Pero esto no me lo contaba nadie, sino que era observando, prueba y error, prueba y error… Tardé dos años en entender que era la tierra la que hacía que no crecieran largos, porque era tan dura, tan arcillosa y tan apelmazada… Pensé que si ponía una tierra mucho más ligera aquello iba a crecer, entonces empecé a trabajar las parcelas con arena de río para soltarla y meterle mucho compost vegetal para esponjarla.
—Hablas en tu libro de honrar a la tierra, que es la base de todo. También has hablado del árbol de los agradecimientos.
—Para muchos de estos trabajos tienes que arrodillarte, ponerte a cuatro patas para quitar las malas hierbas, y la sensación que me da es que es un ejercicio de humildad, porque en el fondo soy yo la que se está arrodillando para honrar a la tierra, que me devuelve algo después.
—La quietud que buscabas desde niña, cuentas, la encontraste en la tierra, de hecho.
—Sí. Pero me lo ha dado la tierra sin saberlo, no es algo que yo buscara conscientemente. Me ha cogido por sorpresa. Si yo hubiese hecho esto como una terapia conscientemente, estoy segura que no hubiese pasado lo que me ha pasado. Empecé a cultivar porque me empeñé y me enamoré de esta tierra, pero no pensé que me iba a transformar tanto por dentro como me ha transformado. La tierra es muy terapéutica. Tu sentido y tu consciencia del tiempo cambia porque aquí nada es inmediato, tienes que aprender a esperar porque todo lo que haces ahora no dará resultado hasta dentro de un año o dentro de seis meses. Proyectas mucho creativamente, juegas con la imaginación con lo que esperas ver. Que tengas que esperar a ver los resultados de tu esfuerzo te coloca en un lugar mucho más sano porque empiezas a vivir la vida de otra manera.
—¿Cómo vivías antes entonces?
—Una cosa que me ha pasado muy curiosa es que a mí ya no me agota la vida. Siempre he tenido desde pequeña la sensación de que me agotaba vivir.
—¿Y en qué momento te diste cuenta que la vida había dejado de agotarte?
—No es un momento exacto. Me he ido notando una calidad de vida cada vez mejor desde hace dos años para acá. Noto que estoy en otro lugar en el mundo, que he cambiado de actitud vital. Igual soy muy impulsiva para hacer las cosas, pero luego reflexiono muchísimo sobre lo que me pasa, el cómo me pasa… Soy consciente de que las cosas salen de uno, que la culpa nunca es del otro. Pienso que la actitud vital que tenía antes es que no sabía vivir porque mi actitud era vivir como si fuera una obligación, entonces es una presión y un agotamiento, porque llega un momento en el que que vivir así es pesadísimo. Pero soy muy energética, muy creativa…
—Emprendedora.
—Sí. Siempre he sido emprendedora, he montado mis propios negocios y creo que voy por delante de mi tiempo. Tengo una empresa de alquileres temporales (Let’s Room) desde hace 24 años, cuando nadie alquilaba por días. Y me pongo a hacer cultivo orgánico sostenible cuando nadie hacía esto en España. Yo hago lo que me sale, pero sigo siendo igual de creativa. Trabajo mucho, pero ya no me canso porque ya no es una obligación. Estoy en la tierra en silencio, sin testigos… Cuando tu referencia eres tú mismo y el otro es el espejo de ti, de alguna manera estás seduciendo al de al lado y la referencia de ti mismo te la da esa otra persona. Pero cuando te metes en un jardín a trabajar y no tienes testigos, sale lo que realmente eres tú.
—Y piensas más.
—Claro. Estás contigo mismo. Mira, yo he sido una enferma crónica toda mi vida. Siempre con enfermedades autoinmunes, enfermedades complicadas con las que estuve a punto de morir… Después de tratamientos inmunodepresores que no funcionaban, me ingresaron en Puerta de Hierro quince días para hacerme una batería de pruebas. Pero esto me ha sanado espiritualmente y psicológicamente y sé que ya no volveré a enfermar. Al final no me operé y no me he muerto. Me hice esta casa y me encerré aquí. No tengo miedo a la muerte, como la vida me ha agotado siempre, esto ha sido una liberación. La enfermedad me daba la quietud que yo no podía tener sana. No sabía parar estando bien. ¿Sabes los ratones que están en esas ruedas corriendo sin parar, sin ir a ningún lado, pero en el fondo van desgastándose? Pues yo estaba así en el mundo. Sí, generaba muchas cosas, muchas empresas, pero en el fondo nada que ver conmigo. Ahora me canso físicamente, pero no mentalmente. Soy feliz y no me quiero morir porque quiero ver cómo crecen mis árboles.
—¿Todo son señales?
—A mí me gusta jugar con la vida. Pienso que todo lo que sucede, conviene.
—Tu floristería Flowrs, en el mercado de Antón Martín, antes era una pescadería cuyo dueño se llamaba Félix Rodríguez. ¿Convenía?
—Sí. Por eso dije que me quedaba con el puesto. Yo sigo muchas señales de la vida. Antes de ver esta señal, quería montar montar la floristería en otro sitio. Me iba a meter en un embolado porque era un local enorme y tenía que pedir un crédito. Pero si me meto en algo soy tan bestia que me da igual: me llevo por delante lo que haga falta. Yo estaba emocionada, quería montar una cafetería con la floristería… Bueno, pues yendo al local para verlo con un arquitecto y empezar la obra, me torcí el tobillo no sé cómo y me hice un esguince, entonces pensé: «no lo cojo, estoy dando los pasos erróneos. Esto es una señal». Simbólicamente había dado un mal paso y lo dejé inmediatamente. A los pocos días me encontré con la pescadería de Antón Martín. Yo creo que nosotros somos cocreadores de nuestra realidad junto con la vida con esa quietud, que es el campo de potencialidad pura, de donde sale toda la creatividad. No es que exista un destino o que la vida esté ya escrita, es que nosotros, con nuestra actitud, con nuestra imaginación y con cómo vivimos lo que nos pasa, estamos creando nuevas realidades constantemente.
—Cuentas en Tocar tierra que cuando eras una niña ya podabas con tu abuela en su casa de la calle Cádiz, en Santander. ¿Ahí ya te agotaba la vida?
—No. Fue a raíz de la muerte de mi padre. Ahora vivo cosas que me llevan a sensaciones que tenía de pequeña, y las reconozco porque las vivo en mí otra vez. De pequeña era como soy ahora hasta que murió mi padre, entonces me metí en una especie de huida hacia adelante tremenda, yo creo que para no pensar o vete tú a saber.
—¿Cuáles son tus lecturas cuando terminas la jornada y te sientas para tomarte un gintonic?
—Leo mucha literatura, buena, de nivel. Soy adicta a la lectura y siempre viajo con libros. Me pesan más los libros en la maleta que la ropa porque soy una histérica, si me aburro de un libro tengo que tener otro. Mi casa es todo montañas de libros. Leo mucho. Por eso, cuando me ofrecieron escribir este libro, yo les dije que me daba mucho respeto porque escribir un libro es una cosa muy seria. Entonces, si no soy capaz de producir algo de calidad, no se va a publicar. Tampoco quería que me ayudara nadie.
—¿En cuánto tiempo lo escribiste?
—En tres meses. Yo creo que lo canalicé todo. No tenía nada preparado ni nada calculado. Me iba a yoga, volvía y me sentaba seis horas delante del ordenador. Aquí estoy constantemente en flow, que yo creo que eso es lo que me sana a mí, que es el colocarte de otra manera en la realidad, salirte de ti. Puedo estar siete horas trabajando que no me doy ni cuenta. Desaparezco, y como desaparezco tampoco tengo hambre porque me olvido. No soy consciente de mí, una cosa me lleva a otra… Ahora planto esto, quito malas hierbas de allí, luego me pongo a regar… Es un fluir, una gozada estar en ese momento en el que no le estoy dando al coco. Debe ser una meditación activa. Yo lo he practicado todos los días durante años, tiene que tener un poso.
—Y esto, entiendo, lo sienten las plantas.
—Claro. Las reconoces, las mimas… Es un cuidado maternal. Esta mañana, cuando me he levantado, lo primero que he hecho ha sido ponerme el chándal y coger una carretilla para quitar las malas hierbas. Es lo que más me relaja. Disfruto como una enana. Lo necesito y por eso tengo que vivir.
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Al finalizar la entrevista, Leticia Rodríguez de la Fuente, selecciona para Zenda algunas de sus lecturas preferidas, empezando por La ventana inolvidable (Galaxia Gutenberg, 2022) de Menchu Gutiérrez, aunque la anfitriona sugiere cualquiera de sus obras. Sigue con Hamnet (Libros del Asteroide, 2021) de Maggie O’Farell, Verdolatria (Turner, 2018) de Santiago Beruete… Habla también de las Memorias de Adriano (Plon, 1951) de Marguerite Yourcenar: «Probablemente lo mejor que he leído en mi vida». De Las chicas del campo (Errata Naturae, 2013) de Edna O’Brien dice que es «una joya», antes de cerrar con In your garden (Frances Lincoln, 2004) de Vita Sackville-West y El jardín perdido (Elba, 2018) de Jorn de Précy (traducido por Marcos Martella).
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