Más allá de los jardines
A veces no es necesario tener leído en profundidad a un autor para sentirlo próximo. De Antonio Gala recuerdo la fascinación que me causaron los textos teatrales suyos que leí durante el bachillerato —el primero fue Anillos para una dama, que me vino por prescripción académica, y poco a poco iría llegando por mi cuenta a ¿Por qué corres, Ulises?, Los verdes campos del Edén, Noviembre y un poco de hierba y alguno más que no recuerdo ahora— y el gusto con el que atendí a sus Charlas con Troylo y a los breves y lucidísimos artículos que publicaba en el diario El Mundo, pero no se puede decir que fuese un escritor al que tuviera en cuenta. Sin embargo, me caía muy bien cuando aparecía por la tele —era aquélla una época en la que los escritores aún pintaban algo en eso que podemos llamar la configuración de la opinión pública: se los invitaba a tertulias, participaban en debates, eran entrevistados en programas que se emitían en horario de máxima audiencia—, en parte porque me gustaban el fondo y la forma de sus intervenciones y en parte porque la suya había sido siempre una presencia benéfica y tutelar en la biblioteca de casa. Mi madre era una fiel lectora de sus novelas y las iba comprando puntualmente cada vez que llegaban a las librerías. El nombre de Antonio Gala se iba multiplicando, así, en los anaqueles de nuestra habitación de los libros y terminó por acaparar toda una balda en el centro de las estanterías que inevitablemente había que ojear si uno se adentraba allí en busca de cualquier otro volumen. Antonio Gala era como uno de esos familiares lejanos con los que no se tiene mucho trato, pero hacia los que se siente un afecto inexplicable y espontáneo. Había otro motivo para que se diera tal fenómeno, también de carácter sentimental: Antonio Gala había sido muy amigo de Carmen Fernández Castañón, directora durante décadas del instituto de enseñanza secundaria de Mieres —en el que estudiamos tanto mi madre como yo—, y por esa razón había pasado por el centro en algunas ocasiones. De aquellas visitas quedaban como testigo algunas fotografías enmarcadas que se exhibían en el viejo patio barroco en torno al cual se distribuían las aulas y que reforzaban esa rara proximidad que desde siempre he sentido hacia un autor al que no llegué a conocer nunca en persona. De todo aquello, y del cariño que le profesan algunos colegas queridos que se iniciaron en su fundación —y que sí lo trataron y tuvieron la suerte de disfrutar en primera persona de su verbo ágil y su pensamiento efervescente—, proviene la melancolía que me asalta en esta tarde de domingo en que me llega la noticia de su muerte, el inicio de ese tiempo que será eterno y que transcurrirá más allá de los jardines.
Un héroe trágico
Hace tiempo publiqué un artículo en el que venía a decir que Pedro Sánchez se acababa de convertir en el gran héroe trágico de la política española tan sólo unos pocos meses después de que los mentideros políticos y periodísticos lo hubiesen relegado a la enojosa condición de gloria crepuscular. Escribí aquellas líneas en septiembre de 2016, cuando faltaban semanas para aquella reunión del comité federal que terminó por destartalar todo el PSOE y propició la famosa peregrinación en el Peugeot 407 que culminó con su regreso al puente de mando de la formación socialdemócrata. Nadie podía imaginar entonces la moción de censura que menos de dos años después iba a derrocar a un Partido Popular inoperante y corrompido, como nadie acertó a barruntar —ni aun en los momentos más desconsoladores de la última noche electoral— el nuevo golpe de efecto que el ahora presidente Sánchez daría desde las puertas de La Moncloa, cuando no habían transcurrido demasiadas horas desde el cierre de las urnas y España se dividía entre los lamentos de la izquierda y los aullidos de gloria proferidos por las gargantas reaccionarias. En un país que tan pronto se sumerge en el desánimo como se acomoda en el chovinismo más irreflexivo, esa declaración institucional desde las puertas de una plaza en sitio sonó a aldabonazo. Fue un golpe en la mesa de la autocomplacencia —encuentra uno acomodo en el éxito, pero también en el fracaso— y una llamada a tomar la sala de máquinas para perfilar, mapas en mano, el rumbo que habrá de tomar el porvenir. Es una apelación a la toma de conciencia en lo que atañe a nuestro destino colectivo, y una decisión valiente en tanto que carga sobre sus espaldas la responsabilidad de cuanto ocurra una vez llegado ese 23 de julio que es, más que una fecha, un punto y aparte en el relato de nuestra peripecia comunal y un todo o nada —civilización o barbarie— que nos interpela y nos sobrecoge porque seremos nosotros quienes gocemos o padezcamos los resultados de un órdago que acaso nos cogiera por sorpresa, pero que tampoco se antoja innecesario ni irrelevante. Será la tercera vez que Pedro Sánchez se juegue el tipo a una sola carta; en las dos anteriores le salió bien y por extensión —y como puede comprobar cualquiera que se preste a analizar la realidad sin incurrir en maniqueísmos baratos— nos salió bien a todos. Cabe esperar que también esta vez, ojalá pase, la fortuna siga sonriendo a los audaces.
Los dos lados de la historia
La verdad y la mentira dependen del color del cristal con que se mira, dice el adagio odioso, por manido, que acuñó Ramón de Campoamor. El relato es la mirada devenida lenguaje, y basta con prestar atención a los términos que cada cual elige a la hora reflejar hechos probados —los sustantivos que designan las cosas ciertas, los adjetivos que las matizan, ciertos adverbios que incorporan probabilidades o suposiciones a la narración— para intuir el lado del espejo en que se encuentra. Esto no es ni bueno ni malo por sí mismo, pero sí convierte en ridículas las declaraciones de imparcialidad de quienes se esmeran en arrimar el ascua a su sardina fingiendo una vocación objetiva que —como sabe cualquiera que haya estudiado y trabajado con seriedad el oficio periodístico— nunca ha existido. Uno de mis ejemplos favoritos se halla en una oquedad que se conserva en la muralla de Zamora, junto a la iglesia de San Isidoro, muy cerca de los hermosos jardines que rodean la catedral. La tradición la señala como la antigua puerta por la que salió de la ciudad Vellido Dolfos para asesinar al rey don Sancho. Quizá convenga recordar que éste, monarca castellano, se sitiaba la plaza zamorana, gobernada por su hermana Urraca, a fin de someterla e incorporarla a su corona. Sus soldados acampaban en las proximidades de la fortificación que la defendía y él mismo se encontraba entre ellos, dirigiendo las maniobras con el esmero y la pulcritud que le atribuyen las crónicas. La historia del cerco de Zamora, uno de los episodios más épicos y más glosados del Medievo español, ha llegado hasta nosotros gracias a la famosa serie de romances que se escribieron en el bando castellano y que señalaban a Vellido Dolfos como un traidor execrable. El hecho de que la historia terminara situando a la ciudad de la que provenía dentro de los dominios castellanos hizo que el marchamo se perpetuara hasta el punto de que el imaginario popular bautizó a aquella pequeña entrada de la muralla con el nada halagüeño nombre de Portillo de la Traición, puesto que por él se había escapado el asesino para poner fin a la vida del rey y por él había regresado a su hogar una vez consumada la fechoría. Andado el tiempo —y fue bastante—, alguien se percató de que tal denominación no tenía mucha razón de ser, puesto que señalaba como traidor a alguien que se había caracterizado por defender el mismo lugar que inconscientemente deploraba su memoria, y paulatinamente la pequeña oquedad fue mutando su semántica hasta convertirse en símbolo de la virtud diametralmente opuesta al vicio que señalaba: el viejo Portillo de la Traición es, desde hace años, el Portillo de la Lealtad, en una demostración palmaria de que el relato de la historia, lejos de constituir un ente unívoco, es más bien una cuestión de óptica.
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