Llevo días sin escribir nada. Me preocupo, pero tampoco demasiado. Ahora mi ritmo de vida responde a esto: escribo con menos frecuencia, pero creo que cuando escribo lo hago con más intensidad, con más ganas, con más fuerza, espero que mejor. No escribo en varios días, salvo notas, correos, etc., pero leo, leo mucho. También vivo, algo inevitable, pero también importante, esencial. Todo esto me nutre por dentro y, como los entrenamientos del atleta, me prepara para escribir. Además, en un escritor, ¿leer no es escribir, de algún modo?, ¿vivir no es escribir?, ¿documentarse para hacer un libro, que también lo estoy haciendo, no es escribir?
En el fondo, si lo miramos bien, detenidamente, el escritor siempre está escribiendo. Vivir es escribir. Escribir es vivir. Puede pensar el escritor que toda su vida la vive para escribir, que toda ella es la preparación de su largo libro. Y al revés también se puede decir esto: lo que escribe el escritor es una larga preparación para hacer mejor la gran tarea de su vida, que es la propia vida. Aunque yo a veces caigo en la tentación de pensar que esa gran tarea, en mi caso, es la obra, mi propia obra lo que escribo. Quizá lo sea, pero quizá también esto constituya un error, porque hay muchas más cosas que hacer en la vida aparte de escribir. Supongo que al final todo dependerá de la perspectiva con que lo miremos, el punto de vista, la importancia que le demos a cada cosa. Lo que me parece más plausible ahora es la identificación, en el escritor, del vivir y del escribir, sin ninguna competencia entre ambas realidades, la misma auténtica realidad, una forma de vivir plena, a pleno pulmón. Siempre en el caso del vocacional de la escritura, porque pienso que otras personas no tienen por qué necesitar la escritura, ni siquiera la lectura, al menos no tanto como necesito yo ambas cosas.
Pero no me quiero enredar mucho en estos pensamientos de escritor, que parece que no llevan a ninguna parte, aunque en realidad, en mi caso, llevan a todas, es decir, a vivir, a escribir.
Los días pasan, mis días pasan. Ésa es otra realidad, muy palpable: el calendario no se detiene, su gran motor no deja de volar. Pese a todo lo que he dicho, cuando no escribo un artículo, un capítulo de libro, algo, me siento huérfano. Siento como si me traicionara a mí mismo. Esto me ocurre, pienso, porque tengo muy interiorizada la disciplina de la escritura, como también la tengo la de la lectura. Si no las tuviera sería difícil que pudiera hacer lo que hago.
Efectivamente, escribo poco, y lo lamento. Pero suelen ser días, sin embargo, de intensa dedicación a la lectura, a la documentación de un libro, como digo, a la lectura libre y hedónica, que finalmente imagino será la que más favorece a una obra literaria. Creo que en verdad estoy sembrando para el futuro. Calvo Poyato me diría que aunque no me lo parezca, en realidad estoy escribiendo. Y yo pienso que tiene razón.
Leo mucho a Ortega y Gasset, por ejemplo, estos días. Ortega, me acuerdo que me dijo una vez Raúl del Pozo, “enseña a pensar y a escribir”. Son palabras certeras. En Ortega tenemos un maestro ahí detenido en sus libros, un grandísimo profesor particular, en el pensar y en el decir. Para siempre, para nuestro siempre.
Desde hace muchos años me acompaña Ortega, en realidad desde mis años universitarios. En primero de carrera, en la Complutense, para la asignatura de Filosofía del profesor Marcelino Ocaña, hice un trabajo sobre su libro Origen y epílogo de la filosofía. Ortega nos da mucho. Es un gran placer leerlo, por lo bien que escribe y efectivamente por lo bien que piensa. Dicen, o decía él, que pensaba caminando, y me lo imagino por un largo pasillo, en su casa, de un lado a otro, pensando sus textos, sus lecciones, sus artículos, sus conferencias.
Leí bastantes libros suyos, quizá muchos libros suyos, poco a poco, sin prisa, sin pausa… hasta hoy, que me asomo a su Velázquez o vuelvo a España invertebrada. Me dice el escritor Ignacio del Valle que los males de España, los que señala el filósofo en este libro, siguen siendo los mismos. Estoy revisando estos textos orteguianos, buscándole a él, mucho, y buscándome a mí mismo, un poco, en esa época en que salía por la noche con mis amigos y volvía de madrugada —yo también he sido joven—, con hambre de buena literatura, de buena prosa, de ideas, hambre de Ortega y Gasset, y me ponía a leer un rato antes de dormir, acunado por la elegancia expresiva del maestro, un hombre a quien no nos cansamos de leer, un filósofo, como una vez le oí decir a mi compañero José Aurelio Martín, y espero no equivocar la cita, sorprendido por el placer de la escritura. Y eso puede muy bien ser Ortega: un filósofo, con toda su formación de Filosofía —y su herencia de periodismo—, que se sorprende a sí mismo por el placer que le provoca la escritura, y ya no puede parar de ejercer dicha escritura, por supuesto esa Filosofía, que lleva tan dentro. También ese periodismo, pues escribió mucho en periódicos y luego formó libros con sus artículos.
Todo lo mira Ortega con sus ojos de filósofo, pero también con la pluma en la mano, siempre con ella en la mano, con la pluma de gran escritor. Me acuerdo que una vez, en una comida, el escritor chileno Jorge Edwards me preguntó por los 10 escritores de la literatura española que me parecían mejores. Yo entonces estaba leyendo, releyendo, a Ortega, y le dije que pensaba que en esa lista merecía estar nuestro filósofo. No recuerdo bien la reacción exacta de Edwards, pero sí que recuerdo que Ortega también le parecía un gran escritor.
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