Tan solo diez relatos, de entre los 476 presentados a concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #historiasdemadres, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, será anunciado el lunes 10 de abril. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.
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Arreboles, rayuelas y una poesía
Mónica González Inés
Es 6 de mayo de 2040. Me despierto con una tenue vibración en una cama sensorizada que vigila mis ciclos de sueño. En dos semanas exactas, seré madre; mi primera hija, Lucía. Todo está planificado al milímetro. La pulsera de actividad de color rojo que se ilumina en mi muñeca monitoriza cada resquicio de mi cuerpo. Respiro aliviada: los marcadores biométricos siguen bajo control. Mientras me cepillo los dientes, un bip me recuerda el cambio de cabezal y vibra en las zonas de mi boca en las que no me detengo el tiempo requerido.
Me siento en el alféizar de la ventana. Entre mis manos inseguras, sostengo la pequeña caja de latón que mi madre me regaló cuando era niña. Aquel día, no pude reprimir un mohín de disgusto al abrirla: un pequeño tarro de cristal lleno de arena, algunas fotos, un trozo de felpa, botones, una poesía.
Quince años después, tan lejos de mi madre, vuelvo a contemplar la antigua caja de galletas. Cierro los ojos. Entre sus bordes oxidados, caben los botones de colores de mi babi, una tiza para pintar una rayuela y un corazón de cartulina con un poema de Gloria Fuertes sobre marineros sin tierra, surcando aguas que centellean. También risas infantiles, con arreboles de algodón de azúcar, y rodillas llenas de aventuras que dan volteretas sobre la hierba recién cortada.
Junto a la lumbre, llueven palomitas de maíz, que chisporrotean en una cazuela, entre miríadas de mariposas, cosquillas y dientes de león. Y a la fiesta del tesoro tantos años escondido, madre, se suma luego una toalla que huele a sol, entre flanes de tierra húmeda y un mechón de pelo acaracolado con sabor a mar.
Sonrío, al sentir en la mejilla el hálito del mejor de los besos de buenas noches.
Cierro la caja y, con mi mejor letra, escribo en ella una sola palabra: Lucía.
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El sonajero de plata
María Ángeles Navarro Peiró
Mi padre era un arameo errante. Esa frase bíblica, hijo mío, siempre me ha conmovido. Pienso que podría ser el comienzo de una historia, aunque hoy en día ya nadie sabe lo que es un «arameo», y, además «errante», ¿que yerra, que vaga?
Desde que cruzamos la frontera, solo tenemos un objetivo: llegar a Sefarad. No sé cómo podremos lograrlo, hay que atravesar toda Europa. Pero emularemos a nuestros antepasados, los que, después de la Expulsión, consiguieron llegar desde Sefarad hasta Siria y establecerse en Alepo hace más de quinientos años. Hemos sabido que ahora podemos obtener la ciudadanía del país que nos echó; sin rencores. Estos son otros tiempos y otras gentes.
Os miro a tu padre y a ti sobre el jergón. Muy juntos, tu cabeza apoyada sobre su pecho. Ese hombre que, cuando apenas había dejado de ser un niño, trabajaba en la tienda de su padre, a la que yo acudía. Yo también tenía muy pocos años, pero, cuando mi madre me enviaba a comprar pan o huevos, cualquier cosa, yo siempre olvidaba algo para tener que volver. Al marcharme, mientras atravesaba la cortina de cuentas de vidrio azul de la entrada, de espaldas a él, balanceaba las caderas hasta lograr que su alma se quedara enredada en los vuelos de mi falda. Tuvimos que huir con lo puesto, pero, sabiéndome encinta, no abandoné la reliquia familiar, el sonajero de plata que tus antepasados trajeron desde Sefarad. Lo he colocado sobre la almohada, no quise dejarlo a merced de las bombas.
No sé cuál será nuestro destino; desconozco el mío y con mayor razón el tuyo. Me acerco al camastro, os doy un beso suave para respetar vuestro sueño. Cojo el sonajero, esa pequeña esfera de plata, calada y adornada con letras hebreas, que gira sobre un eje unido a un semicírculo. Aprieto el mango de marfil y lo muevo, solo un poquito, no quiero que os despertéis. Las piedrecillas, o lo que sea que lleve dentro, parecen decirme: Mazal tob. Un hijo es siempre una bendición.
Lo vuelvo a colocar sobre la almohada como si de un amuleto se tratara. Te contaré muchas veces esta historia para que la conozcas y no la olvides. Somos judíos sefardíes y también judíos de Alepo, descendientes de los que habitaron la tierra de Aram al comienzo de los tiempos.
Sí, hijo mío, tu madre es una aramea errante.
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Pan
Ignacio Hormigo de la Puerta
Mi madre no era panadera, pero hacía pan. No lo hacía por economizar. Si sumabas el precio de los ingredientes al del gas que consumía el horno y al tiempo empleado en hacerlo, seguro que le habría salido más barato comprarlo en la panadería, como hacían el resto de las madres. Mi madre hacía pan porque le gustaba que el pan que se llevaban sus hijos a la boca hubiera salido de sus manos.
Al día siguiente, cuarenta minutos antes de la hora del almuerzo, mi madre metía el pan en el horno y se quedaba cerca, haciendo otras faenas y vigilándolo por el rabillo del ojo. Cinco minutos antes de sentarnos a comer, lo sacaba y lo dejaba reposar. Lo que mi madre ponía en el centro de la mesa no era una hogaza de pan de kilo y medio, era un milagro redondo con la corteza dorada y crujiente. Lo iba partiendo y nos daba un pedazo generoso a cada uno, la miga blanca, esponjosa y humeante. No tengo palabras para describir el olor que salía de aquel pan, pero aún hoy, cuando tengo necesidad de pensar en algo inequívocamente bueno, cierro los ojos e intento recrear en mi mente el aroma que emanaba de aquel pan recién hecho.
He tardado muchos años en darme cuenta, pero ahora sé que ese pan no era tan solo pan, era también mi madre, y no me cabe duda de que si Proust, en lugar de con una triste magdalena, hubiera acompañado su té con una tostada hecha con el pan de mi madre, En busca del tiempo perdido hubiera alcanzado los diez volúmenes como mínimo.
Esta mañana enterramos a mi madre a la sombra de una jacaranda, un árbol que siempre le gustó. Se nos fue pronto, de repente, no sufrió y quiero creer que, en los años que estuvo en este mundo, fue feliz y vivió una vida plena.
Por la tarde me entretengo viendo fotos suyas en los viejos álbumes, le cuento a mis hijos anécdotas de su abuela, intento, sin conseguirlo ni tan siquiera un poco, acostumbrarme a la idea de no volver a verla. Después me levanto, voy a la cocina y empiezo a trastear en la alacena. Mi hijo pequeño me escucha y se acerca a curiosear.
—¿Qué haces, papá?
—Voy a aprender a hacer pan, ¿me ayudas?
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La experiencia estética del perdón
Lucía Vergara Pérez
En la mesa me esperaba un plato de macarrones y el cuento que mi madre hizo para mí. Su tono, dulce y delicado, contrastaba con las prisas y el estrés de la mañana. Recuerdo aquel cuaderno plateado, lleno de estrellitas de colores y purpurina. En el centro y con letras recortadas en cartulina granate, el título: «Lucinda y la mamá muchaprisa». Cuando terminamos de comer, salimos a la hamaca que había en el pequeño pinar, donde me acurruqué entre sus brazos. Las ramas de los pinos se mecían suavemente sobre nuestras cabezas. Ante nuestros ojos se extendía el viñedo, la llanura, la tranquilidad.
En su historia, que fue la nuestra, Lucinda le contaba a su madre acerca de una imagen muy bella que había presenciado y le pedía que le acompañara. Lucinda, agarrada a la mano de mamá, la guiaba por el sendero que atravesaba los campos de vides y de almendros, hasta llegar a la costa. Se sentaron en unas rocas a mirar el mar y a escuchar el suave rumor de las olas meciéndose en la orilla. Al cabo de un rato, mamá empezó a impacientarse. A pesar de las súplicas de Lucinda, su madre volvió a casa. La niña se quedó, triste y desolada, hasta que la imagen volvió a aparecer.
La luz del atardecer, el sol, su resplandor dorado y su reflejo en el mar, la purpurina que flotaba en el aire, todos los colores brillantes de rotulador que se puedan imaginar… y aquel ser mágico que recorría el cielo y le sonreía. ¡Mamá, mamá, lo he vuelto a ver! ¡Tienes que venir! Para poder verlo hay que tener calma en el corazón, hay que saber esperar, sólo así podrás verlo.
Volvieron al día siguiente. Madre e hija jugaban, conversaban, reían, se bañaban. Al atardecer, subieron a lo alto del barranco para ver la puesta de sol. Cuando ninguna se acordaba del interés que las había traído, una luz apareció en el horizonte. La luz subía en espiral, aparecía y desaparecía, cambiando de trayectoria a una velocidad vertiginosa. A medida que se acercaba, vislumbraron un ave gigante agitando sus alas, que expulsaban un resplandor de luz celestial y purpurina roja. Su plumaje era de lindos colores y refulgía cual fuego resplandeciente. Mamá contemplaba aquella visión, fascinada. ¿Lo ves, mamá? Te dije que lo verías y que solo hacía falta saber esperar.
El fénix se posó junto a ellas y, haciendo una reverencia con su enorme ala, las invitó a subir a su lomo. Mamá y Lucinda volando sobre el pájaro de tonos dorados y carmesí en dirección al sol. Al fondo, a lo lejos, el mar, los campos de almendros, los viñedos, el pequeño pinar y nuestra casa.
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Más grande que una casa
Patricia Collazo González
A mi mamá le brotó una mentira en el ojo derecho. Fue el día en que nos vino a buscar al cole y dijo que papá se había tenido que ir de viaje. Al principio no se le notaba casi. Como si se le hubiera corrido el rímel por haber llorado. Pero mamá solo se maquilla para las bodas. Y llorar, casi nunca.
Ella la acaricia a veces, mientras estamos mirando la tele. Pero si le preguntamos qué tiene ahí, se hace la tonta y dice que nada. Eso hace que le llegue al hombro.
A la que no puede engañar es a la abuela Berta, que de mentiras sabe mucho. Y cuando cree que no la escuchamos, le dice que cómo no se le cae la cara, y es que las mentiras pesan un montón.
Hoy al despertarnos hemos encontrado un hombre en calzoncillos en el baño. Mamá nos ha dicho que es su primo del pueblo. Ahora la mentira ya le cuelga como una larga cabellera, se enreda en los muebles y se asoma por las ventanas.
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Rey Salomón, la secuela
Enrique Mochón Romera
Cuentan que la Reina de Saba fue a Jerusalén a visitar al Rey Salomón atraída más por su fama de hombre sabio que por la de rico y poderoso, y que lo que más le fascinaba de cuanto de él se decía a lo largo del mundo antiguo era su célebre actuación en el juicio de las dos madres que luchaban por un mismo bebé.
Pero destaca entre todos ellos un documento encontrado en las ruinas del Templo de Salomón, destinado, al menos por su singularidad, a ser considerado aparte. Se trata de un papiro guardado en una bolsa de cuero y que podría pertenecer a la persona a cuyo cadáver se encontraba adosada.
El texto —del que extraeré lo más relevante— es presentado como la crónica de un acto ofrecido por el rey de Israel en honor a su huésped días después de su llegada y que comienza con un suntuoso banquete. La comida es amenizada con música, baile y números de magia, y a su término se anuncia la realización de una breve obra teatral. Un improvisado telón sirve para ocultar los preparativos de la puesta en escena. Cuando al fin es retirado, un actor caracterizado como Rey Salomón aparece en el centro sentado sobre un trono. A uno y otro lado, rodeándolo, se ven tres mujeres, dos ancianos y cuatro soldados, todos ellos de pie, además de un canastillo en el que patalea un bebé.
La representación tiene muchas similitudes con el famoso juicio, de lo que se deduce que el rey pretende corresponder con ella a los elogios recibidos de la reina sobre tal hecho. Hasta el actor que encarna a uno de los soldados es el mismo que en la vida real agarraba al niño por un tobillo mientras enarbolaba la espada con la otra mano. Tal vez esté demasiado viejo ahora para el papel, e incluso algo ebrio tras haber participado del banquete. Alguien comenta que el hombre del trono es un cocinero de palacio, que las mujeres son tres de las concubinas del rey, y que los dos ancianos, que encarnan a sus sabios consejeros, son en realidad jardineros de palacio. Susurros apenas audibles apuntan que el niño podría llevar sangre real en sus venas.
A un gesto con la mano del actor central, las mujeres empiezan a discutir entre ellas. De sus palabras pronto se conoce que el asunto que las ha traído, aunque parecido al del famoso caso, guarda ciertas diferencias con él, variaciones argumentales sacadas quizá de otros pleitos presididos por Salomón y, sin duda, destinadas a conferir mayor interés a la obra.
Al parecer, las litigantes encontraron un canastillo flotando en el río en cuyo interior viajaba el bebé, y las tres lo quieren para sí por sentirlo como hijo propio, afirmando cada una por su lado haber sido la primera en verlo. El personaje central espera a que sus explicaciones hayan quedado claras, y que la disputa pierda intensidad, para ordenar que se callen. Luego, en el silencio expectante creado —que él alarga con gesto pensativo el tiempo oportuno—, procede a dictar su veredicto: ante la falta de testimonios imparciales que corroboren lo declarado por las mujeres, el niño será dividido en tres pedazos como único modo de poder satisfacer el deseo de cada una.
El viejo soldado agarra entonces al bebé y lo muestra a la audiencia colgando de una de sus manos. Un murmullo de asombro general, mezclado con los gritos de dolor de una sola de las madres, llena todo el espacio de la estancia. El soldado busca un apoyo apropiado donde poder ejecutar la sentencia, pero el niño, cansado ya de estar cabeza abajo, empieza a llorar y a retorcerse, obligándolo a colocar su cuerpecito, sin mucha convicción, sobre una balaustrada de atrezo que bordea el trono. El falso rey está por entonces más pendiente de las torpes maniobras del soldado que de las quejas de la mujer, y también el público, que rompe a reír cuando el verdugo, marcando aquí y allá con el filo de la espada, no sabe por dónde cortar para que los trozos salgan de igual tamaño. El resultado de todo ello es una astracanada que empieza a abochornar al verdadero rey, que se pone en pie para detener la función. Es el justo momento en que la criatura se escurre de la mano que lo sujeta y cae al vacío, con tan mala fortuna que su blanda cabecita no halla en el impacto una superficie blanda que la salve.
Llevado a cabo con sobrio estilo periodístico, el contenido del papiro acaba aquí, con la sola excepción de cinco palabras escritas en el margen —quizá más tarde— con idéntica caligrafía. El cronista, objetivo hasta entonces, esboza con ellas un concepto destinado a perdurar en el tiempo, además de expresar una duda con la que da origen a lo que acabará llamándose “periodismo de opinión”. Dicen así: «Segundas partes… no sé yo…».
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Hola, otoño
Sara Lekanda Teijeiro
Todo se empezó a derrumbar cuando cumplí los treinta y cinco. La reserva ovárica cayó vertiginosamente, las canas se multiplicaron como una plaga y las primeras patas de gallo, hasta ahora sutiles y discretas, empezaron a echar ramificaciones; las resacas duraban hasta el martes y algunas veces, al levantarme después de estar mucho tiempo sentada, soltaba un pequeño ay. Ese mismo año mi madre cumplió los setenta. La espalda se le encorvó y comenzó a repetir las cosas hasta tres y cuatro veces. Perdió algo de altura, bastante capacidad auditiva y casi toda la vergüenza. Se colaba en la fila de la carnicería, salía a la calle con el pantalón viejo de estar en casa, cruzaba sin mirar y gritaba a los coches que le pitaban después de haberla esquivado por los pelos. Siempre había pensado que todo eso llegaría poco a poco, que se irían notando las señales y estaría preparada para el momento. Pero no fue así. Llegó de repente, de un día para otro, como una gota fría a finales de agosto que nadie ha podido predecir y pone fin al verano arrasando con lo que se encuentra a su paso.
A esto había que sumarle que, después de mucho esfuerzo y sufrimiento, había conseguido quedarme embarazada. No sabía cómo se lo iba a tomar mi madre, ni siquiera sabía si lo iba a entender. A veces pensaba que mi madre ya no entendía nada.
Subí a su casa un mediodía caluroso de primavera. Me la encontré con los rulos puestos, limpiando la parte alta de las ventanas subida a una silla, mientras una cazuela borboteaba al fuego. Olía a carne guisada. Al instante el estómago me rugió y empecé a salivar.
—Mamá, ¿qué haces ahí subida, que te vas a matar? —le regañé—. Te he dicho mil veces que contrates a una persona que te ayude en casa.
—Anda ya, gastarme el dinero en eso, si lo puedo hacer yo perfectamente. —Se remangó la camiseta, para demostrarme lo firme de su posición al respecto.
—Con tu pensión te lo puedes permitir sin problema.
Me ignoró. Tras un par de minutos sin decirnos nada, yo sentada en el sofá, mirando cómo ella hacía equilibrios para dejar los cristales impolutos, rompí el silencio.
—Mamá… —Ni siquiera le pedí que se bajara o que me mirase a los ojos. Agarré un cojín de terciopelo y me lo puse delante de la barriga, a modo de escudo. En la palma de las manos notaba su tacto suavecito—. Estoy embarazada.
—Ay, hija, pues qué bien, ¿no? —Se giró sobre la silla para mirarme un momento y arrugó la cara, como si le estuviera dando el sol de frente—. Ya era hora.
Devolvió la atención a los cristales y siguió frotando como si nada.
—¿No te hace ilusión ser abuela?
—Sí, ilusión sí. Aunque no estoy para muchos trotes, te ayudaré lo que pueda. —No me pareció una respuesta demasiado entusiasta.
Pasaron las semanas y, junto con la tripa, creció también la separación entre mi madre y yo. No había un motivo especial, solo estaba asustada y eso me alejó de ella. Me asustaba el hecho de ser madre, lo iba a hacer fatal, y a la vez tenía miedo de encontrarme con esa señora que cada vez era menos mi madre. Sabía que empezaba a necesitarme más que nunca, pero yo a ella también. ¿Cómo resolveríamos esa paradoja? Ante el terror de no encontrar una solución, opté por dejar pasar el tiempo.
Una tarde recibí una llamada de la policía municipal.
—¿Laura Marín? Le llamo por su madre, necesitamos que venga a por ella al centro comercial.
—¿Le ha pasado algo? ¿Está bien? —Pegué un bote demasiado brusco para el volumen de mi barriga y estuve a punto de caerme.
—Venga y se lo explicamos en persona.
Cuando llegué vi a mi madre, al policía y a un guardia de seguridad con un moratón en la mejilla.
—¿Qué ha pasado?
—La encargada de la sección de bebés ha detectado un comportamiento muy extraño en su madre y ha tenido que tomar medidas.
—¿Comportamiento extraño? ¿Tomar medidas? —repetí como una idiota.
—Ha cogido un carrito de bebé y ha estado cuarenta minutos paseándolo por todo el centro comercial. A veces incluso canturreaba una nana. La encargada ha pensado que lo quería robar y ha avisado a seguridad.
—Hija, estaba practicando —intervino mi madre, con voz inocente—. Quiero estar preparada cuando llegue.
En ese momento sentí que me vaciaban un poquito el corazón, como cuando le hincas una cuchara a un kiwi partido por la mitad y, haciendo palanca, lo destripas de toda su carne jugosa y llena de pepitas.
—Cuando el guardia ha intentado razonar con ella, le ha pegado con el bolso y le ha lastimado la cara —añadió el policía con solemnidad—. No va a interponer denuncia, le hemos convencido. Ya pueden dar gracias.
Miré a mi madre, el pelo castaño con un ondulado perfecto, su cuerpo menudo enfundado en mi chándal Adidas de segundo de BUP. Por algún motivo que no entendí, seguía agarrada al carrito y lo meneaba de delante a atrás. Me imaginé un Nenuco dentro. Sentí tal ternura al verla así que me indigné, y un instinto protector, algo que no había experimentado antes, me subió desde el vientre hasta la garganta. El bebé debió de notarlo porque, por primera vez, pegó una patada. Enfadada, me acerqué al guardia de seguridad y le arreé un bolsazo en la otra mejilla.
—¿Pero qué se ha creído, que mi madre es una ladrona? ¿No ve que está a punto de ser abuela? —El hombre se quedó tan estupefacto que no pudo reaccionar—. Mamá, ¿quieres ese carrito? ¿Te ha gustado? Pues ahora mismo vamos a comprarlo.
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El jardín de mamá
Elena Bethencourt
Aunque desde hace tiempo mamá reverdece, papá no se ha dado cuenta. Él siempre ve la misma tierra yerma e infértil de siempre, la que no le ha dado el ansiado varón que será su heredero.
Cuando llega el jardinero se pone más bonita, una brisa suave mueve sus hojas al unísono y le brilla el rocío en los labios. Él se recuesta a la sombra de sus árboles frutales y mira orgulloso las verduras de todo tipo que crecen sanas en cada rincón. Le susurra que le va a llenar de prímulas, violetas y amapolas las orillas de sus senderos y ella se abre como una orquídea, segura de que sus besos le proporcionan la humedad necesaria para la vegetación. Cuando él se detiene a beber en la fuente, los pájaros que anidan en su cabeza despliegan sus alas y las mariposas monarca se le escapan del estómago por la boca y revolotean sin tregua a su alrededor. Yo me embeleso con el vaivén de sus movimientos y me dejo regalar el oído cuando ella le murmura que lo que tiene de florido por fuera vive de lo que él le ha sembrado en su interior.
Cuando se marcha, mamá usa sus lágrimas para regar las verduras y soporta su ausencia quitando las malas hierbas y cortando margaritas, alhelíes y azucenas que coloca con mimo en un jarrón. Barre las hojas secas de la buganvilla que entran a la casa cuando papá abre la puerta del dormitorio para que no le crujan bajo los pies. Asegura que trabajar en el huerto es la única forma de salir de la maleza de su matrimonio: un zarzal repleto de enredaderas que la atrapan, que nunca le ofrecen una rosa, a menos que venga con espinas también.
Papá solo quiere su varoncito y vive ajeno a jardines y mariposas. Eso es un secreto entre mamá y yo. Ella solo me ruega que parezca un niño normal cuando me dé a luz, que me comporte y no traiga en las manos un manojo de acelgas, alguna cereza o un clavel.
También me ha pedido que cuando crezca siga llamando «papá» a su marido y que, pase lo que pase, nunca le cuente que el yermo es él.
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Hundimiento
Víctor Alejandro Pérez Reyes
«Tienes que elegir el momento para despedirte, y tienes que elegirlo bien». La única vez que escuché a mi madre decir esto fue el día que encontraron el coche de mi hermana Nat volcado en una carretera, a una hora en la que su cuerpo y los trozos de hojalata ya eran la misma cosa. Eran las doce y veinte del día siguiente cuando mi padre atravesó la puerta y corrió al teléfono para llamar al departamento de necrológicas. Dio el nombre de mi hermana, subió a la habitación y levantó a mi madre del suelo, que llevaba la mañana entera y parte del mediodía tirada como un trapo sucio.
—¿Qué haces, Martha? —le preguntó él una de esas mañanas.
En su habitación, sentada al ras de la cama, mamá doblaba la ropa de Nat. Adquirió esa costumbre durante los primeros días. Luego de doblar, dejaba un cambio en la cómoda. Tocaba la puerta del cuarto de ella y decía: «Ya está listo el cambio. Ve a mi habitación». Si uno le preguntaba por qué lo hacía, mamá respondía que Nat se lo había pedido.
Otro de esos días, mientras mi padre y yo podábamos el jardín, mamá bajó y le explicó angustiada que Nat necesitaba zapatos nuevos.
—Tiene suficientes —dijo él.
—Necesita otros —reprochó ella—, no los que ya tiene.
—No necesita más.
A los segundos después mamá se le fue encima y le dio dos patadas en el vientre. Mi padre, que le había pasado todas las anteriores, enderezó el cuerpo con lentitud y luego la llevó adentro tirándola del brazo.
—¿Adónde la llevas? —le grité yo, mientras los veía andar escalera arriba.
—A que termine esto.
Papá abrió el cuarto de la habitación de Nat, que seguía vacío y lleno de polvo, sin nada que nos recordara más a ella. Mamá no dijo nada, solo se llevó las manos a la boca y se echó a llorar toda la tarde.
—¿Tenías que arruinarle la vida de este modo? —le pregunté molesta, pero en la boca de mi padre había ahora un silencio sellado.
*
A partir del invierno, la situación cambió en buena medida. Mamá comenzó a salir por las noches de su habitación. Arrastraba los zapatos y pasaba las uñas por la pared, hasta que uno de los dos la llevaba a la cama y dormía con ella. Había otras ocasiones, en cambio, en que se tiraba en el pasillo hasta el amanecer. Cuando la luz del alba le caía a los pies, pasaba las manos y hacía ademanes como si se estuviese quemando.
Durante el desayuno, mi padre dijo:
—¿La escuchaste anoche?
Yo asentí con la cabeza. Mi madre había pasado la mitad de la noche golpeando la pared y la otra mitad llorando en la ventana.
—Si no la obligamos a que se enderece, nos joderá hasta sus últimos días.
—Esa mujer es mi madre.
—Yo no he dicho lo contrario.
—Entiende que ella me ha dado un lugar.
—Y te lo está robando ahora.
Mi padre se paró de la mesa y dio unos pasos de camino a la puerta. Antes de irse, se giró hacia mí.
—Solo entiéndelo —dijo él— ya no hay nada vivo dentro de ella.
Al día siguiente, mi padre avisó que se iba de la casa. Al mediodía su habitación estaba vacía y el lugar de la cochera también.
Por la tarde, mientras recorría el pasillo de camino a la cocina, la sombra de mi madre se estiró al final de las escaleras. Se movía lenta y desequilibrada, como si acabase de salir de una larga anestesia. Mi madre, que no había hablado en mucho tiempo, entrelazó los dedos y luego dijo:
—¿Se llevó el coche?
—Sí.
—Voy a necesitar el tuyo.
—¿Qué has hecho de ti? —le pregunté.
—Nada —dijo ella. Mi madre no dejaba de ver el suelo. Tampoco de mover los dedos entrelazados—. Demasiado pasado, solo eso.
El sol acariciaba la tarde. Mi madre quería ir a la pendiente donde Nat se había volcado. A cualquiera le habría parecido un desvarío porque conmigo sucedió igual. Pero era lo que ella quería. Lo que ella necesitaba entonces.
Del otro lado de la valla que rodeaba la pendiente, la luz del sol era más clara. La cruz de mi hermana brillaba en la soledad del valle. Como si la meciera el ruido, la maleza se meneaba al son del traqueteo de los coches. Mi madre pasó los primeros minutos así, contemplando en la distancia el atardecer, hasta que se apoyó con las manos para cruzar la primera pierna.
—¿Vienes? —me dijo.
Negué con la cabeza.
—Anda, acá te espero.
Nunca sabré con exactitud lo que la vida hizo de ella.
Tampoco lo que hizo de sí misma.
Mi madre salió hasta entrada la noche con las rodillas empolvadas y el cabello estrujado. Volvimos a una hora en la que era difícil ver otra cosa que no fuesen las destellantes señaléticas. Mi madre tomó el asiento trasero y abrió la ventana. El viento le daba en la cara y le agitaba el cabello. La vi sonreír por el espejo. Ella supo que la estaba viendo.
—¿Has elegido bien? —le pregunté yo.
Mi madre asintió con la cabeza.
—La voz del silencio debe ser hermosa.
Mi madre enderezó el cuerpo y apretó los labios. Luego dijo arrastrando las palabras:
—Seguro que lo es.
***
El cascarón
Luis Francisco Palomino
Casi me cuesta una oreja descubrir eso de los huevos de mamá. En aquella época pensaba que se había vuelto loca. Todas las madrugadas me despertaban unas baladas románticas que escapaban en puntas de pie de su habitación. A esas altas horas me sonaban fatales, y el miedo a que Sendero tumbe otra torre de luz y nos quedemos a oscuras crecía. Envidiaba a mi hermano: dormía como un perro en la litera baja. Tenía tres años y no se enteraba de nada, como hasta ahora.
Ni siquiera ese grasiento placer compensó la quemazón de oreja que tuve a lo largo del día siguiente como castigo. No lo vuelvas a hacer, dijo entre dientes mi madre. Tenía hambre, me exculpé llorando. Te aguantas, me dijo. Y tuve que aguantarme, cada una de esas noches en que las voces de Pimpinela me impedían soñar, cuando no los coches bomba, que nos agrietaban la piel, nos sacaban de la cama. Ya reunidos los tres en la sala la cara de mamá brillaba como un reptil ante la llama de una vela. Así fui acumulando un sordo rencor hacia ella, hacia su mezquindad, y por momentos hasta quería decirle que por eso papá se había ido.
Hasta la noche en que otro estruendo nos cegó. Hoy, a mis cuarenta, ya tengo que esforzarme, mi memoria es una constelación que se desluce y pocos recuerdos son nítidos como una estrella cercana, pero ese día, estoy segura, mi hermano había vomitado en sus sábanas, su hedor persiste como el terror que nos invadió tras el estallido, algo —una persona, un automóvil, un edificio— acababa de explotar, otra vez los vidrios se habían roto por la onda expansiva y yacían salpicados en el piso de nuestro cuarto. Fabri lloraba y yo bajé, temiendo la sangre. Palpé a mi hermano en la penumbra, no había nada líquido ni nada viscoso en su cuerpo, pero no se calmaba, temblaba, yo ya me había acostumbrado. A él esos remezones le arrancaban sus raíces de la cordura.
Mamá apareció y lo llevó entre sus brazos a la sala. La seguí con cuidado para no cortarme nuevamente los pies.
Me tocó encender la vela, porque ella se ocupaba de tranquilizar a Fabri al igual que a un bebé. Ya ya, ya ya, le canturreaba. Él sollozaba, y yo imaginaba que también nos veía como si fuésemos reptiles cetrinos, su infancia alrededor de un fuego animal, entre bombas. En la calle había murmuraciones, había sido más cerca que la vez anterior. Extrañé a mi padre. Supuse que su presencia nos salvaría, que esa noche sería más corta a su lado, que en los días siguientes compraría un vidrio para nuestra ventana, con él Fabri ya no derramaría más lágrimas y mamá apagaría su radio antes de las doce. Habría paz y yo tendría la barriga llena.
Mi hermano transpiraba. Tiene fiebre, maldijo mamá. Lo acostó en el sofá. Nosotras no contábamos con la opción de ir al doctor a esa hora. Prepara un té, me dijo. Y mientras deshacía el azúcar con una cucharita, con un reflejo de luz, ella apareció en la cocina y tomó un vaso y esa cosa sagrada del pedestal.
Ya en la sala, la vi acariciando a mi hermano con el huevo, de pies a cabeza, y tarareando ritualmente. Fabri apretaba sus párpados, pero se quejaba menos, y yo sentía que con esos resbaladizos movimientos de mano mamá alejaba a la muerte de él, de nosotras. Luego de un rato, Fabri comenzó a respirar en silencio, dormido. Mamá me miró a los ojos y suspiró agotada. Fuimos al baño enseguida. Yo llevaba la vela. Ella llenó el vaso con agua y abrió la cáscara de un solo golpe contra el lavabo. Rápidamente, vertió su contenido. La yema se hundió en el fondo como el ojo de un monstruo que cuelga de una tela de araña. Y se deslizó hacia el desagüe.
Cuando volvimos con Fabri, en su rostro había una expresión de placidez. Mi madre exhaló profundamente y, dirigiéndose a mí, llevó el dedo índice a sus labios. Tomó un sorbo del té y me lo ofreció. Yo tenía solo siete años, pero a partir de entonces supe que no necesitaría de nadie más que de ella; supe, a la vez, que me había enterado de un gran secreto, fue como si acabara de ingresar en una congregación de mujeres mágicas: había conocido un poder curativo del que nadie hablaba, pero que salvaba vidas.
En adelante, me tocaría asumir la guardianía.
De todos modos, las cosas siguieron iguales por un tiempo. La noche después, mamá puso sus baladas románticas como siempre. Pero yo sonreí ligera, se había roto el cascarón. De alguna manera, había conocido el remedio a todos los males. Eso verdaderamente mágico y curativo era el amor.
Fui a su habitación y la abracé.
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