Seguro que recuerdan la escena, pues, como tantas otras, ha convertido a La vida de Brian en una de las películas más proféticas de cuantas se han rodado nunca. En ella el personaje, Stan, exige ser llamado Loretta a partir de ese instante. ¿El motivo? Quiere ser una mujer y tener hijos. Sentados en una suerte de anfiteatro romano, bajo el calor de Judea, los protagonistas deslavazan sus mentes. «Pero no puedes tenerlos, no tienes matriz, y de eso nadie tiene la culpa, ni siquiera los romanos», responde alguien. «No me oprimas», responde Loretta, visiblemente enfadada. Finalmente, el grupo decide luchar por el derecho de Loretta a tener hijos, pese a que no puede tener hijos. «¿De qué sirve entonces?», pregunta de nuevo alguien. «Será un símbolo de nuestra lucha contra la opresión», deciden finalmente. «O de nuestra lucha contra la realidad», sentencian por fin con un ligero bisbiseo. Los Monty Python habían vuelto a dar en el clavo, una vez más. Tocaban con mimo el resorte de una sociedad que empezaba a macerar esa fiebre wokista que no tardaría en aflorar.
Explicaba John Cleese, uno de los seis miembros de los Monty, que precisamente esta escena les había traído problemas últimamente. Al parecer, al llevar a cabo la lectura del guion de la nueva obra de teatro que pretenden estrenar en Nueva York sobre la vida del travieso Brian, a quien tanta gente confundió con el Mesías, la productora solicitó que se eliminara la escena de Loretta por ser especialmente poco sensible con la situación actual. Es decir, que se cumple lo que la escena predice, en una suerte de metarrealismo teatral: los Monty son censurados porque no son capaces de pelear contra la opresión, de pelear contra la realidad. Un esperpento que habla de hasta qué punto está dispuesta a llegar esta nueva moral: eliminarán una escena que nadie en cuarenta años se atrevió a eliminar, pese a lo mucho que se ha perseguido esta cinta. Triste sino este, al albur de fanáticos disfrazados de humildes samaritanos.
Es difícil que un largometraje moleste tanto como este. Brian dispara contra fanáticos religiosos, pero también contra fanáticos antirreligiosos. Lo hace contra aquellos que hoy derriban estatuas en pos de un antiimperialismo impostado («aparte del alcantarillado, la sanidad, la enseñanza, el vino, el orden público, la irrigación, las carreteras y los baños públicos, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?»), pero también contra aquellos que ven en la patria un faro hiperbolizado. Dispara contra la fragmentación política, pero también contra la dictadura única. Dispara contra dogmáticos y escépticos, contra sacrílegos y sacralizadores. La vida de Brian es, en suma, una de las más altas cotas de humor alcanzadas, y censurarla es, de algún modo, censurarnos. Porque, como digo, en esta cinta estamos todos, el friso completo de una sociedad desquiciada por sus complejos éticos. Así que, si el primer síntoma de una sociedad sana es aprender a reírse de sí misma, no cabe duda de que debe estrenarse con todo, sin machacar un solo segundo. Déjennos reír a gusto, carajo.
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