Resulta difícil establecer el primer momento en que, durante nuestra infancia, asistimos a una ceremonia que resultaría fundamental para nuestra educación sentimental: la primera visualización de imágenes en movimiento en una pantalla. Desde hace demasiadas décadas la cosa se complica, por cuanto la televisión —presencia casi totémica en los hogares— es ya conocida —al menos como aparato encendido— por el ser humano desde sus primeros tiempos, cuando se encuentra comenzando a interactuar con su entorno. Habría entonces que especificar y referir concretamente a la pantalla grande. Aun así, los recuerdos permanecen borrosos sobre la primera vez que asistimos al espectáculo del cine en una sala. Será nuestra familia la que nos reconstruya ese recuerdo, pues inevitablemente tuvieron que ser testigos de él. En mi caso, la primera película que vi en sala fue Fantasía, de Disney (1940) en el antiguo cine Benlliure de Madrid. En aquel tiempo, los grandes teatros del Séptimo Arte todavía reponían los grandes clásicos. Mi madre temía que aquella gran sinfonía de imágenes acabara aburriéndome, pero contra todo pronóstico permanecí atento durante toda la película. Cuando el film concluyó y el patio de butacas quedó nuevamente a oscuras, le pregunté: “¿Quién ha apagado esa televisión?”.
Javier Ocaña, uno de los escritores españoles contemporáneos más interesantes en lo que respecta al análisis del séptimo arte, procura arrojar luz hacia estas cuestiones en un libro que busca completar esa laguna en la bibliografía cinematográfica. Se trata, por tanto, de un volumen necesario e indispensable en toda buena biblioteca cuyas estanterías amparen el invento de los Lumière y los estudios sociológicos e incluso filosóficos. Nos estamos refiriendo a De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos, publicado por Península, y que ya va por su merecida tercera edición. El título resulta más que sugerente, recogiendo de extremo a extremo como referencias el clásico del cine infantil de Disney —tal vez ahora más árido en su visualización para el público actual— y el colosal del cineasta mítico japonés. Un trayecto —el que lleva de una película a otra— que podrá atravesar el público en su camino de la infancia a la madurez, como demuestran las páginas de este formidable libro.
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En su prólogo, titulado «Al lector», Ocaña refiere al título de la obra, en el cual “hay suficientes pistas sobre la metodología ascendente” y “sobre la aventura de vivir y compartir emoción con los niños”. Esto resulta fundamental, pues quien lo escribe no lo hace como mero teórico sino como sujeto experiencial que ha podido comprobar en su propia persona lo que supone aplicar sus reflexiones a la educación audiovisual de sus propios hijos. Se trata de una “crónica personal” que “puede convertirse en transferible”. Qué mejor contribución a la sociedad que transmitir los aprendizajes propios para el bien común. Su mirada personal estará “protagonizada” por sus hijos, Julia y Santi, que recién dejaron de ser niños, al haber pasado el umbral de la adolescencia. Juntos “cabalgarán” a través de las páginas, como referencia ineludible para su padre: “A la hora de escribir estas primeras líneas […], a Julia le faltan un par de meses para cumplir catorce años y Santi tiene once. Solo espero que cuando termine el libro no estén ya en la universidad”, afirma Ocaña, en una mezcla de ironía y ternura sinceras. Para el autor, en la “educación cinematográfica” el propósito es “ir subiendo escalones, a veces de dos en dos o de tres en tres, pero pocas veces utilizar la pértiga”. Y es que, para lograr el milagro que va de Blancanieves a Kurosawa, se requiere un proceso natural de asimilación que conlleva su tiempo: “quizá sea mejor ir paso a paso”, ayudando a esos infantes “a andar pero soltándoles mucho la mano”. Una bella metáfora de lo que supondrá dicho trayecto. No obstante, el libro no sólo puede destinarse a un público lector que haya sido o vaya a ser padre y madre, sino que sus páginas pueden ser perfectamente disfrutadas por toda clase de destinatarios. Como dice el autor, esos “niños” a los que se refiere el libro pueden ser “una transposición de sus propios hijos, sobrinos, hijos de amigos o de usted mismo y de su nostalgia, de su pasión y de su memoria”.
¿Cómo pueden enfrentarse a la historia del cine los ojos de un niño actual? Existirán, para ello, no pocas dificultades. Ocaña perteneció a esa generación infantil con “dos únicas cadenas de televisión”, “llenas de películas en blanco y negro”. Mi generación, la millennial, contó con una mayor amplitud de canales televisivos, pero permanecía la programación de films monocromos y aún internet no había llegado a las casas —al menos no todas disponían de él, y su introducción era poco menos que rudimentaria, llena de cables y ruidos extraños— ni, mucho menos, el auge de plataformas digitales. Los videoclubes continuaban abasteciendo a las casas de películas y los disquetes de los primeros ordenadores comenzaban a disputar su hegemonía con el CD-ROM y lo digital. Observándolo ahora, a nosotros mismos —los pertenecientes a la Generación X y los millennials— puede parecernos prehistoria, con que imagínense cómo lo verán quienes pertenecen a la Generación Z y Alfa.
La percepción del cine ha ido evolucionando conforme lo ha ido haciendo el propio lenguaje audiovisual. El séptimo arte ha ido metamorfoseando sus códigos, siendo reflejo del ritmo cada vez más acelerado de las cosas, del desarrollo tecnológico y del cada vez más insaciable apetito del consumidor. Como un ser humano, el séptimo arte ha ido creciendo, perdiendo su “inocencia” para alcanzar la madurez, algo que también puede ser ideal a la hora de establecer una guía de visionado para las diferentes etapas de la vida, en progresivo avance con el cine.
No puedo evitar citar a Ocaña cuando refiere a la ya mencionada Fantasía, de Disney, a fin de subrayar lo expuesto: “Casi siempre resulta complicado que los que ya han visto mucha animación con ritmos a todo trapo, que solo buscan un relato con planteamiento, nudo y desenlace y no unas piezas breves de arte y ensayo musical, no se harten de sus dos horas de (maravillosos) dibujos”. Y eso cuando hablamos de dibujos, pues al referirnos al cine que los niños pueden ver, de “personajes de carne y hueso” anterior al de esta época, surgen más problemas: al blanco y negro ya citado —Ocaña recuerda cómo una de sus alumnas le explicó que “no se podía concentrar en lo que se estaba contando en la historia porque andaba esforzándose en ponerle colores mentalmente a cada situación”— se une una forma de ver el mundo bien distinta, plagada de contenidos políticamente incorrectos. No obstante, como afirma el marteño, deben ser los padres quienes ejerzan la tarea de explicar esas películas desde el tiempo en que fueron hechas y no desde los ojos del espectador del siglo XXI: “Vivimos una etapa de quizá inédita concienciación, seguramente necesaria, que en todo caso no puede traspasar la barrera de la censura y que debe estar presidida por la libertad de actuación”.
Si a esto sumamos no ya la sustitución de la pantalla pequeña por la grande sino la venganza consumada de Edison contra los Lumière —volviendo al consumo individual de imágenes en movimiento respecto del cine como “espectáculo de masas”—, entenderemos muchas de las cuestiones que desde las nuevas generaciones de espectadores se nos puede plantear. En el caso de los hijos del autor, le sucedería algo similar a lo que yo le dije a mi madre tras mi primer visionado en una sala de cine. Uno de ellos le preguntó, a mitad de la proyección: “¿La dejamos y la seguimos viendo mañana?”. Como si, estando desde casa, pudiese detenerse la película dándole a un botón. El razonamiento lógico de los niños es sorprendente y, para los adultos, se encuentra preñado paradójicamente de humor. Un humor similar al de los niños adultos que fueron quienes desarrollaron plataformas como La Codorniz. Humor de Mihura, Jardiel, Gila y también Azcona. A él asistimos a lo largo de los capítulos de este libro; por ejemplo, cuando a uno de los hijos del escritor le preguntan en qué trabaja su padre, contesta: “Mi padre ve películas”. Su perspectiva como padre y crítico es tan necesaria como inusual: “A veces me siento como un privilegiado guía cultural y otras como el maestro albañil que quiere inculcar a sus hijos la sabiduría de poner ladrillos unos sobre otros sin que se derrame el yeso”.
Pero, por encima de las épocas, la universalidad del niño aparece como un hermoso enigma, que Ocaña subraya con una interesante reflexión: “Luego, más allá del criterio, estará el gusto personal, que en un niño y en un adulto nunca podrá ser el mismo por distintos motivos, unos obvios y otros que, naturalmente, se me escapan. […] Es el arduo y maravilloso misterio de la cabeza de un niño y de lo que anida en ella, ya sean historias, personajes o simplemente términos”. Cabezas en las que pueden quedar grabadas frases fílmicas posteriormente repetidas. En el libro Ocaña cita algunas dichas por su hijo Santi, y en mi memoria vienen otras que también me gustaba repetir de las películas, por su sonoridad —incluyendo inesperadas, como ese “quédate con el cambio, sabandija asquerosa” que pronuncia en Solo en casa (Chris Columbus, 1990) un personaje de la falsa película clásica Angels with Filthy Souls—.
Siguiendo su buen hacer didáctico, el público lector irá recorriendo distintos films englobados en diferentes bloques cuyo orden seguirá la propia cronología vital del espectador por fases, rumbo a la madurez cinéfila. Así mismo, dentro de cada capítulo habrá una evolución hacia la complejidad de lo planteado, de modo que las películas propuestas al final de cada uno podrán o no ser vistas por el público infantil, dependiendo de la decisión de los adultos —según como consideren si están o no preparados por su nivel de madurez—. Cada título representará un significativo jalón del séptimo arte y, si bien algunos pueden no ser reconocidos por parte de los lectores, no se debe a su ausencia de calidad sino a un injusto olvido social —que una obra haya pasado desapercibida para el criterio popular no significa que adolezca de calidad, y para su justificación meritoria están las más que justas razones expuestas por Ocaña—.
Así, los diferentes títulos de los capítulos —sorprendentes por originales y llamativos— nos llevarán desde “las primeras imágenes” en forma de dibujos animados de corta duración —tanto en capítulos seriados como en cortometrajes clásicos—, continuando con “la animación, un formato para niños (y adultos)”, con largometrajes del mismo estilo, ajeno a las imágenes reales; con “la hora de los seres de carne y hueso” veremos desfilar títulos que mezclarán los personajes de animación con reales hasta dar paso a los verdaderamente existentes; en “La aventura de la aventura” asistiremos a adaptaciones literarias de grandes clásicos y a otras historias épicas creadas para la gran pantalla; “El cine cómico mudo y otras joyas de los orígenes”, demuestra que Méliès o Chaplin pueden ser absolutamente actuales para el público infantil —y más cuando algunas imágenes han sido homenajeadas en películas como WALL•E (Andrew Stanton, 2008)—. Además de capítulos temáticos dedicados a géneros específicos —“La comedia, risas en compañía”, “El cine de indios y vaqueros, también llamado western” o aquel otro ligado a lo absolutamente contemporáneo “Ciencia ficción: lo que nos queda por ver (después de una pandemia)”—, caben otros que plantean una redefinición de determinados conceptos, como el que muy bien define su título, “El cine familiar es el que se ve en familia”: “el cine familiar es el que se ve, se disfruta y se sufre en familia; el que trata, en mayor o menor medida, sobre la institución, su influencia en la sociedad y su desarrollo a través de los tiempos, sobre la educación y la transmisión de valores y a veces de lacras”. También hay espacio para la meditación de temas delicados, como el del fin de la vida —“Primeros acercamientos a la muerte”— o, por contra, el descubrimiento del Eros —“Una cuestión de amor y sexo”—. E, incluso, la definición de lo que supone el séptimo arte a través de una de sus facetas, la musical. Ocaña, al referir a la codirección de El mago de Oz (1939)—film que, como Lo que el viento se llevó del mismo año, fue realizado por varios cineastas (George Cukor, Richard Thorpe, King Vidor e, incluso, el mismo Victor Fleming)—, afirma: “¿Quiere decir eso que es una película impersonal? Ni mucho menos. Quiere decir que en el Hollywood de la época, y particularmente en la productora Metro-Goldwyn-Mayer, confirmando además ese valor de obra comunal inherente al género, el cine podía ser el mejor compendio de todas las artes; que la imagen, la música, la arquitectura, la pintura, la literatura y la danza podían confluir en una única obra”. Como diría Richard Wagner de conocer el cine, la gran pantalla se había convertido en la heredera escénica del concepto de “obra de arte total”. Finalmente, con el último capítulo (“Las primeras películas verdaderamente adultas”), se llegará a tratar ese momento en que la infancia da lugar a la adolescencia y pubertad y, con ello, se inicia el camino a la madurez vital y fílmica. Un tema que Ocaña ya trata en el capítulo de “Mis terrores favoritos”, donde refiere a “un paso, el de las dudas de la niñez a la certeza de una incipiente madurez” y que concluye en el que sirve a modo de coda, con el siguiente alegato:
“La infancia y la pubertad lo son todo. Y ahí entran conversaciones con los mayores, los miedos, las mínimas certezas, los juegos, las amenazas, […] las muchas risas, los pocos llantos y, cómo no, las películas. Las historias de ficción que acaban yendo de la mano de las existencias interior y exterior del que las ve, quizá incluso de un carácter. Las películas, que acaso edifiquen por dentro, pueden acabar de esculpir una personalidad.”
He decidido dejar para el último párrafo la siguiente reflexión, por respeto y decoro al libro y al autor a los que dedico este texto: a lo largo de mi vida he tenido un pensamiento recurrente: de qué modo conseguiría transmitir el cine a mis hijos, si los tuviera. Una cuestión trascendental, pues para mí el cine ocupa un importante lugar en mi vida, en mi educación emocional. Quizá por ello, entre otras cosas, me embarqué en la imposible tarea de escoger una película por año en mi libro De la llegada en tren a la salida en caravana: 126 hitos de la historia del cine (1895-2021) (NPQ Editores) —donde, por cierto, cito a Ocaña en el capítulo dedicado a Carol (Todd Haynes, 2015)—. Una especie de recuento de las mejores películas del celuloide, dignas de ser vistas a lo largo de una vida. Me gustaría transmitirles esos sentimientos a mis hipotéticos hijos, ese amor por él, dejando a su vez que fueran ellos los que se adentrasen en esta aventura tan feliz. Por ello, no puedo sentirme más de acuerdo con este libro en este y en todos los sentidos. Ha sido, en una palabra, iluminador.
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Autor: Javier Ocaña. Título: De Blancanieves a Kurosawa. Editorial: Península. Venta: Todostuslibros
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