Cuando llegué al Milford, Peláez ya estaba allí. Exactamente igual que cuando llegué al columnismo. Ocupaba uno de los sillones de cuero color caramelo tan característicos del pub, a juego con los paneles de madera, el bourbon sin hielo y la década de los 80 en su versión elegante de barrio de Salamanca. El columnista me esperaba con una cerveza sin estrenar, un libro de artículos recién editado en el sello Península de la editorial Planeta, y una sorpresa: “Mira, Solano”, me dice, orgulloso. “Acabo de comprarme este libro del maestro Wenceslao en el Rastro y por entre las páginas he encontrado un posavasos del Milford a modo de separador. Me parece una coincidencia increíble”. Nos pasamos las dos siguientes cervezas hablando del gran escritor que era Fernández Flores; del orgullo de heredar su título de crónica parlamentaria, Acotaciones de un oyente, como el que hereda un Cartier del padre; de la humildad feliz de sentirse vinculado a una estirpe de periodistas que nace en Larra, crece en Wenceslao, se reproduce en Camacho y muere, sin morir del todo, en Gistau. “Me gusta este tipo”, pienso. Me gusta porque inaugura esta entrevista sobre su flamante libro homenajeando la memoria de los grandes periodistas. Y además de ser una de las cabezas más brillantes del panorama, tengo la fortuna de que sea amigo mío.
Peláez le da un sorbo a su cerveza, se remanga la chaqueta oscura sobre la camiseta negra que le da un aspecto como de poli de Miami Vice y sonríe mirando alrededor, esperando mis preguntas. Lo he citado en el Milford a propósito. Lo bueno de leer con avidez y un puntito de envidia a alguien a quien admiras es que eres capaz de descifrar algunas fobias y ciertas filias literarias, y en la escritura de Peláez ambas se dan cita casi siempre en los bares. Lo observo con disimulo mientras abro el ordenador, detectando perfectamente la posición de salida del cazador de historias, esa mirada inconfundible del columnista de raza siempre al acecho de registrar lo impreciso: los rostros desconocidos, el reflejo de la luz en los espejos, la forma impecable de preparar un Bloody Mary, algún fragmento de conversación memorizada al vuelo, la localización del cartel que indica la dirección de los aseos… “Voy al baño”, dice levantándose decidido.
Al volver, comenzamos a charlar sobre su libro, que recoge algo más de cien artículos a modo de mapa literario de los diez años de escritura de este periodista: desde que era Magnífico Margarito en un blog que se leyó en casi todos los rincones de un mundo en pandemia hasta el actual columnista de opinión del diario ABC. Para no dejar ninguna duda, Peláez rompe el hielo editorial titulando con una frase de González-Ruano y eligiendo como ilustración de portada un trago de Negroni parecido al que se acaba de pedir para acompañarse con él en esta entrevista. La faja del libro, para enmarcar, la firman Arturo Pérez-Reverte, José Luis Garci, Rosa Belmonte y Luis Alberto de Cuenca. Periodismo y literatura por los cuatro costados.
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—Al hilo de lo que hablábamos, recuerdo que el director de un periódico digital afirmaba hace unos días que “el periodismo del siglo XIX está matando al periodismo del siglo XXI”. ¿Cómo lo ves?
—¿El periodismo del XIX? ¿Larra? No sé quién será, pero poca idea tiene… Si ya me dices del siglo XX, aún, pero del XIX… No sé. Es verdad que hay una corriente que opina eso ahora, y yo lo respeto, pero no estoy en absoluto de acuerdo. A ver, no quiero dar lecciones a nadie, pero tengo claro que a mí el columnismo que me interesa es literario. Literatura en periódicos.
—Entonces, ¿es compatible el columnismo con la literatura?
—Es que el punto reside en que la literatura es compatible con la actualidad, y en el caso de la columna ésta exige, por su propia naturaleza, estar inmersa en dicha actualidad. Profundizando en esta cadena sutil, la actualidad trasciende a la política. Y ahí llegamos al quid de la cuestión, pues a su vez, la reflexión trasciende al análisis. Si me permites, sigo enrollándome en este método socrático de bar, porque no sé si será por la cerveza o por el Negroni, que por cierto está riquísimo, pero cada vez lo veo todo más claro. Concluyo afirmando que hacer una reflexión sobre la actualidad es mucho más que hacer un mero análisis político. Lo puede incluir, desde luego, pero no está sujeta a ello. Y eso es así.
—¿En el columnismo actual se reflexiona sobre política, o se escribe más sobre los políticos?
—Pues mira, no sé, porque después de lo que te acabo de contestar arriba no doy para más (risas). Pero en serio: lo único que tengo claro es que escribo lo que escribo porque existe Ignacio Camacho, que hace lo mismo que yo, pero mejor. Por eso cada día trato de hacerle los coros, buscar las armonías a Camacho, me pongo la visera y trato de ver y contar otras cosas. Pero es verdad que últimamente se habla mucho de filosofía. Una mirada periodística que tiene buena prensa, y nunca mejor dicho, pero a mí es que me aburre soberanamente. En cualquier caso, me da igual. Desde mi rincón, cada día trato de reivindicar algo diferente.
—¿En qué sentido?
—Te voy a contestar con otra reflexión, en plan profundo, pero es que yo mismo busco explicaciones a la necesidad, un tanto misteriosa, de escribir. Y luego tú ya pones o quitas lo que creas conveniente. Mira, el columnismo es algo plenamente subjetivo, es decir, está hecho por un individuo que, por esa razón, no debe eludir la mirada personal sobre lo que cuenta. Vamos, que no puede quitarse de en medio, pues es precisamente ese su valor añadido. Como en la poesía, y en realidad como en todo texto cuya naturaleza exige ligarse a la sustancia de quien escribe, en la columna hay un pacto tácito mediante el cual uno se va mostrando a trozos. Y al lector le gusta, o no le gusta. Ya está. Eludir ese pacto es, a mi juicio, estafar.
—¿Crees que ha habido tradicionalmente una inflación de “yoísmo” en el columnismo?
—Depende del yo. Hay yoes maravillosos y yoes que no interesan nada. El problema no es el yoísmo, es la mala calidad del yo. (risas)
—Ahora escribes columnas en Zenda que son de naturaleza literaria. ¿Cómo planteas la diferencia entre unas y otras?
—Esos textos literarios realmente nacen de un profundo respeto a Zenda. Este portal de libros y lectores me brinda la oportunidad de no ser el mismo tío que escribe opinión en los periódicos. Yo quería hacer algo diferente, quería hacer ficción probando en un formato de columna, algo así como una novela en píldoras y por entregas. Y te confieso que me lo estoy pasando de maravilla. Es un reto acojonante.
—¿Qué te resulta más fácil de hacer?
—A mí la ficción me cuesta muchísimo. Parece que no, pero me cuesta. En un artículo de opinión puedo emplear una hora, con lo de Zenda puedo tirarme todo el mes pensándolo. Cambiar el registro de opinador a ficcionador es una locura, sufro muchísimo. Pero me flipa.
—Pero ahora también haces ficción en ABC Cultural, los sábados.
—Sí, es verdad. Me lo pidió su director, Jesús Calero, y bueno, tenía mis dudas, pero entonces me dijo que lo ilustraría José María Nieto, que además de ser unos de los mejores viñetistas de este país es amigo. Eso me terminó de convencer (risas). No, de verdad: me lancé al asunto con un entusiasmo que no sé si equilibra el resultado. Ya lo iremos viendo. Son artículos que cuentan, también por entregas, la historia feliz de un suicida, y ahí estamos, conociéndonos. Te confieso que le estoy cogiendo cierto cariño a ese tipo (más risas).
—¿Cómo definirías tu carrera periodística sin usar el término “meteórica”?
—Claro. Tú lo llamas “meteórica”, pero en realidad han sido diez años, de los cuales cinco, que son los que llevo escribiendo en prensa, fueron realmente de sufrimiento, incomprensión y silencio. De lanzar botellas a mares sin que llegaran a ninguna orilla. Cinco años en los que creció la raíz hasta llegar al suelo. Te juro que cada uno de los días de silencio yo me decía, en plan autopsicoanálisis: “Pues mira, no creo que yo sea tan malo. Me leo a mí mismo y está bien”. Pero nada, ni puto caso, y un día ocurrió como con las mujeres, que te hace caso una y te hacen caso todas. Esta comparación es políticamente incorrecta a lo mejor, pero bueno, es que fue así. No con las mujeres sino con el periodismo (risas). De repente, un día te va bien y te empieza a ir de puta madre. Un poco como le está pasando a mi suicida del Cultural de ABC (muchas risas).
—Esa literatura tan sólida que tienes nace de un blog, como fue también el caso de Karina Sainz Borgo. ¿Qué te hizo convertirte en bloguero? ¿Qué había ahí debajo?
—Ahí debajo hay 500 o 600 columnas, que no son pocas, sobre todo cuando piensas que estaban escritas “para la nada”. Meros bosquejos, retazos, intentos, ejercicios, prácticas, de aquella persona que yo era y que se estaba rehaciendo. Escribía aquello porque venía de un trauma, un divorcio, una hija pequeña, mucho dolor. La única salida que encontré entonces, casi como la terapia de un loco, fue escribir bajo seudónimo para que no me reconociera nadie, ni mi hija, ni mi familia, ni nadie. Pero a medida que escribía y publicaba, pero sobre todo a medida que me leían, iba desapareciendo aquel fantasma triste e iba surgiendo un autor. Mira, sobre eso hay una frase de Nieto Jurado que recojo en el prólogo y que dice que “lo importante no es escribir, sino publicar”.
—Explícame eso.
—La persona que escribe, a medida que se expone, desarrolla el personaje público que todo autor debe ser, y simultáneamente a esa muestra frente al mundo se está produciendo también un automodelaje, un pacto autobiográfico del escritor, que es la forma en la que se estructura el oficio y, lo que es más importante, cristaliza el estilo. Al menos yo lo veo así.
—Pues el resultado es el de un columnista duro. ¿Peláez es un tipo duro?
—No lo sé (risas). De verdad que no lo sé. Yo lo que intento en general es ser amable y educado con la gente, correcto, cortés. Eso sí, escribiendo uno tiene que ser el puto amo. Quiero decir que cada día te enfrentas a una hojita que es un ring en blanco con cuatro esquinas donde tienes que ser el mejor sin contemplaciones. Entonces le das al botón de enviar y vuelves a ser una persona normal, procurando no olvidar nunca la humildad profesional. ¿Y sabes qué pasa? Que he llegado a pensar que yo soy yo solamente cuando escribo, es decir, que el otro es un personaje y quien escribe es el único que realmente existe. Un ser verdaderamente libre. Mi yo real es el yo literario.
—¿Se es realmente libre en un mundo de palabras contadas, como es el del periodismo?
—Sí. Todo lo libre que se puede ser. De todas formas, decir la verdad a secas, cruda, siempre me ha parecido horroroso e innecesario, una falta de estilo la mayoría de las veces y de una mala educación terrible. Uno no tiene que decir siempre la verdad. Creo que, a la hora de escribir, la libertad está realmente en decidir qué cosas quieres decir, que sean buenas, bonitas e interesantes, y cómo hacerlo para que cada vez que te sientas a contarlo lo hagas lo mejor posible.
—Encuadrar la realidad como un fotógrafo. ¿Cuál es tu método de encuadre?
—No tengo ni idea. Pero mira, ahora que lo pienso, me temo que hay mucho de publicista ahí. Creo que hay que buscar algo diferente: un enfoque, un titular, una frase de cierre o una gilipollez. Ese algo que es lo que te da pie a hacer la columna y que de repente, sin más, lo ves, como en un anuncio. Lo que pasa es que sólo lo ves si estás dedicado completamente a ello, si estás realmente, vitalmente, paranoicamente obsesionado con la columna, porque si no, no llega. O llegan columnas mediocres.
—Una vez dijiste que escribías para que te quisieran.
—Lo sigo pensando. Es que es alucinante cuando la gente te dice por la calle “Jo, qué bien escribes, Peláez”, porque en realidad lo que te están diciendo es “qué bien piensas”, y eso en el fondo es como decir “me encanta quién eres”. Pero soy consciente de que eso dura un rato. Porque luego llegan los 400.000 o 500.000 lectores de ABC, de los cuales, aunque haya un 99 por ciento que te querrá, hay 50.000 que te odian. Para eso las redes sociales son un termómetro estupendo.
—Pero te fuiste de Twitter un tiempo.
—Sí. A ver, yo entiendo que la gente te critique, a mí eso no me afecta, pero el ataque personal ya es otra cosa, que se metan con mi madre o mi hija o mi compañera es otra cosa. Es que está bien que te critiquen, pero, ¿por qué tengo que verlo? Twitter te fuerza a abrir el ojo como en La naranja mecánica y, lo que es peor, te fuerza a normalizar la violencia. A mí no me parece sano acostumbrarme a escuchar que la gente me quiera matar.
—Ahora has vuelto, ¿no?
—Ahora tengo una cuenta, digamos, instrumental. Es que yo quiero promocionar mis columnas, mis libros. Hay 12.000 o no sé cuántas personas que me siguen que quieren saber, entiendo que de buena voluntad, cuándo publico las cosas. Me parece una rabieta de niño pequeño renunciar a eso. Pero he regresado con toda la conciencia de dónde estoy, con toda la cautela creativa del mundo, porque Twitter tiene el peligro de la contaminación, y un día terminas hablando de temas tuiteros, y entonces llega lo que he visto en mucha gente: sin darte cuenta, pasas de habitante de la llama creativa a habitante de la mala leche.
—¿Hubieras podido escribir tus columnas de ahora hace diez años?
—No. Y déjame caer en el topicazo: las primeras 500 columnas hay que tirarlas, pero claro, sin ese recorrido previo diciendo alguna que otra gilipollez uno no puede llegar a ningún sitio que merezca la pena. Esos comienzos intrascendentes, pero tremendamente útiles e indiscutiblemente necesarios, me trajeron hasta aquí.
—¿Recuerdas tu primera columna?
—Perfectamente. La de El Norte de Castilla se llamaba “Contra los cipreses”, por la que, por cierto, Guillermo Garabito me echó una bronca, porque la fundación que él preside con sede en La Mudarra otorga un premio que es eso, un ciprés. Pero bueno, mi columna no tenía nada que ver: yo estaba criticando el castellanismo lánguido de atardeceres simbólicos y cipreses literarios, y todo eso. La primera columna de ABC la incluyo, por cierto, en el libro: “Peláez, etc”. Era un homenaje metarreferencial a Julio Camba y a David Gistau. Me gusta mucho esa columna.
—Has escrito en provincias y en nacional. ¿Dónde te resulta más difícil?
—En provincias es infinitamente más complicado escribir columnas: no hay muchos temas, tiendes a repetirte y sobre todo, tiene una repercusión brutal. De repente en el partido de fútbol está Paco Igea que te afea tu columna o te montas en el ascensor de El Corte Inglés y coincides con el alcalde, al que a lo mejor has criticado en la columna del lunes. Te juegas cada día la femoral, pero creo que es ahí donde se ve el talento. Yo pondría a todos los grandes a escribir cinco años, dos veces por semana, en un diario de provincias. Eso hace un callo tremendo. Y después, si tienes que darle un palo a Ábalos, por ejemplo, pues se lo das sin más historias.
—Es que España y sus rincones dan mucho juego temático.
—Totalmente. Te diré que España me encanta. Me gusta cada vez más este país nuestro, y en él yo me confieso de derechas, capitalista a todo lo que da, taurino, libremercadista, radicalmente liberal y creyente. Con todo eso yo es que no puedo ser de izquierdas, no comparto con ellos absolutamente nada. Ahora bien, lo que no soy es de esa derecha intransigente, carca, cutre, dogmática, reaccionaria y cerril. Esa derecha existe todavía y es mayoritaria, desde luego. Pero la gente joven, las nuevas generaciones, están buscando otra cosa, otras voces que, entre otros lugares, encuentran en ABC, y parece que, por lo que estamos viendo, tiene una más que razonable aceptación. Así que, a lo mejor, el problema no es tanto de la derecha como de lo que cierta gente se empeña en seguir creyendo que es la derecha.
—En la introducción, y en todo el libro, está muy presente el periodista David Gistau, del que una vez escribiste esto (permíteme compartirlo con los lectores): “El Negroni tiene una parte de vermú rojo, una de ginebra y otra de Campari o, lo que es lo mismo, una parte de dulzura, otra de amargura y la ginebra como un bofetón transparente que liga el bien y el mal, como un jueves por la tarde. Exactamente eso era David Gistau». En un autorretrato alcohólico, ¿con qué bebida te identificarías?
—Para mi desgracia, conocí el Negroni antes que a Gistau. Mi amigo Juan, el dueño de un bar que frecuento en Valladolid y que se llama El Colmao, me descubrió en 2005 dos cosas importantes: el Negroni y a Baudelaire. También me enseñó a beber como el caballero que yo no sabía que era.
—O sea que bebiendo Negroni aprendiste a ser un caballero.
—Cuando te lo has bebido todo, los sabores aparentemente buenos (el ron dominicano, el zumo de naranja, la piña colada, el mosto) ya no te valen. Necesitas beber algo más, pero no sabes qué. Entonces te pasas al otro lado y empiezas a beber cosas que saben mal: sabores amargos, exigentes y fuertes, como el del Negroni. Y ahí fue donde entendí lo fundamental: ser un caballero es hacer lo contrario de lo que te apetece, ser un caballero es sufrir. Y eso sirve para beber, para escribir y para vivir.
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