Foto de portada: Gonzalo Hörh
Montero Glez escribe en cuadernos cosidos a hilo porque el salitre corroe las espirales con las que fabrican los del otro tipo. Es lo que tiene vivir frente al mar: que puedes buscar la inspiración en el estallido de las olas contra los diques, pero que has de ser cauto con los objetos de metal que metes en la mochila.
A Montero Glez no le gustan las interrupciones. Pero claro, trabajar en la playa, a la vista de todos, incita a que los amigos se acerquen y le griten: “¡Eh, Roberto, ¿en qué andas ahora metido?!”. Los hay que incluso toman asiento a su lado y escudriñan en la libreta como quien lee el periódico de su vecino en el metro. Y eso no le gusta a este hombre. Es como si le robaran algo, como si abrieran la puerta del lavabo cuando él todavía está dentro. En otro tiempo, cuando escribía con la rabia de un pez luchando contra el anzuelo, habría mandado al garete a quien osara meter la nariz en sus textos, pero hoy es un hombre tranquilo que solo mira a su interlocutor y le pide que le deje un rato tranquilo.
Montero Glez sólo quiere escribir, escribir constantemente, si puede ser escribir con los impresionistas franceses como música de fondo. Por lo demás, continúa construyendo sus novelas con el método de siempre, con esa manía de juventud de redactar siete borradores por manuscrito, una costumbre que robó a García Márquez, en su opinión el Camarón de la Isla de la literatura universal, y que le sirve para no volverse loco corriendo sus propios textos. Porque estamos ante un “eterno insatisfecho” que si no se impusiera límites podría revisar y revisar y volver a revisar su siguiente novela hasta el final de los tiempos.
El primer borrador lo escribe a mano, con un bolígrafo BIC de cuatro colores y una libreta por capítulo. Trabaja todos los días de la semana porque no quiere tener después que suturar los textos, y cuando llega al final transcribe el texto en pantalla para irlo corrigiendo. Y sólo cuando llega a la quinta versión inicia lo que llama la “decoración de interiores”. El trabajo previo concernía a la arquitectura, la elaboración de personajes y a la voz y el estilo, pero ahora ya tiene un edificio sólido y toca pintar y amueblar y ordenar las habitaciones.
A Montero Glez no le gustan los relojes ni los calendarios, así que calcula el tiempo invertido en cada novela por estaciones. Una la escribió en tres primaveras, otra en dos inviernos y la de ahora tal vez se lleve dos otoños y medio. Dice que trabaja como un “hijo de Satanás”, y el mote nos viene al dedillo para recordar que en sus inicios, cuando irrumpió en el mundillo editorial, le colgaron la etiqueta de escritor maldito, de malote de la narrativa española, de francotirador que dice verdades como puños. Aquello le dio cierta visibilidad, sí, pero también hizo que muchas personas se fijaran antes en su estilo de vida que en la calidad de sus textos. Y fue por eso que, pasado algún tiempo, quiso quitarse el sambenito que los periodistas le habían colgado. Pero ay, cuando la prensa te encasilla luego no puedes desmarcarte, so pena de que los plumillas se sientan ofendidos y te hagan de pronto el vacío.
Ahora Montero Glez ya es un autor maduro. Uno que ha comprendido que cuanta más visibilidad tienes más energía pierdes, y que lo más importante en su profesión es el silencio. Por suerte, no todo el mundo lo vio únicamente como un escritor maldito. Muchos lo leímos con ahínco, quedamos fascinados con su prosa de miniaturista y ahora nos alegramos de que Temas de Hoy rescate su obra magna: Sed de champán. No todo el mundo ve reeditado uno de sus libros veintitantos años después de su aparición en las librerías. No todo el mundo tiene un título que sigue con vida. No todo el mundo puede jactarse de haber construido un edificio al que no le ha afectado el salitre del tiempo.
Así pues, si ven a Montero Glez caminando por la orilla, salúdenlo desde lejos y no le molesten Que los escritores que un día mordieron tienen por siempre la mandíbula fuerte.
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La última novela de Montero Glez es Carne de sirena (Temas de Hoy, 2022).
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