Desde que soy escritora he coleccionado experiencias inimaginables. Y he descubierto, además, un lado oculto de mí misma; hay un extraño ser que me habita, que me supera en todo, y que solo se muestra cuando escribo. Ante un teclado, es capaz de transformarme en una persona más sabia, más hábil y certera con las palabras. A mí, a esta miserable ignorante.
Decidí investigar. En realidad, es lo que hago siempre, todo el tiempo. Indagar. La novela negra debía su denominación sobre todo a los escritores americanos de comienzos del siglo XX e implicaba violencia, personajes derrotados y, por lo general, ambiente urbano y degradado y crítica social. Autores como Raymond Chandler o Hammett eran grandes exponentes; no precisaban la intelectualidad de las indagaciones de las novelas policíacas inglesas y, sin embargo, el propio concepto americano terminó absorbiéndolas. Ahora, hoy, todo es novela negra. Me refiero a las historias donde muere alguien de forma no natural, claro. Da igual que se trate de un misterio gótico, de un domestic noir, de un relato intimista o de un thriller científico. Todo al negro. Cierto es que los subgéneros salvan un poco a los lectores de llevarse sorpresas, pero ¿qué pasa con los híbridos, con los nuevos géneros hijos del devenir de los tiempos?
He reflexionado sobre la interesantísima evolución de la novela de misterio y me resulta curioso que haya sido tratada, con frecuencia, como un género menor. Dicen que el primer relato detectivesco fue el de Edgar Allan Poe con «Los crímenes de la calle Morgue» (1841); la muerte de las víctimas en este caso es hija del azar, pero el brillo del relato radica en que, tras siglos explicando los misterios con brujas y demonios, con folclore y leyendas, por primera vez aparece la lógica deductiva y el raciocinio, denostando la superstición.
El asunto, con los años, se fue poniendo más interesante. Entre otros, apareció Arthur Conan Doyle apoyando el peso de la razón sobre la fantasía, aunque añadiendo algo más: el crimen ya no era resultado del azar, sino de la malicia del hombre. El proceder del asesino podía irse deduciendo de las pistas que el propio crimen iba dejando a su paso. En este sentido, les recomiendo «La banda de lunares» (1891), un breve relato en el que Sherlock Holmes comienza a dar sus primeros pasos. Hubo muchos autores que con mayor o menor éxito fueron perfeccionando la técnica e imitando a los citados, pero yo me detendría en el año 1907, cuando Gastón Leroux publicó su famoso «El misterio del cuarto amarillo»; no solo es curioso porque se trate de uno de los más destacables experimentos en cuanto a «misterio de habitación cerrada» sino porque muestra la clara evolución en la complejidad de las tramas; ya no se trata solo de averiguar quién y por qué lo hizo, sino de engañar al lector. De mostrarle opciones y giros de guión inesperados. El propio Leroux, conocedor de los logros de sus predecesores, hace que sus personajes hablen por él: «…por eso este misterio es el más sorprendente que conozco, incluso en el campo de la imaginación. En Los crímenes de la calle Morgue, Edgar Poe no inventó nada semejante. El lugar del crimen estaba lo suficientemente cerrado como para no dejar escapar a un hombre…». ¿Lo ven? Los escritores se destensan y comienzan a jugar. ¿No les parece fascinante?
En 1911, la gran Emilia Pardo Bazán se unió al experimento y publicó su relato «La gota de sangre», a pesar de que en España el género «negro» apenas todavía se cultivaba. La resolución puede parecernos algo previsible —ya estamos muy entrenados— pero de verdad que su utilización del lenguaje y la viveza y humor de sus diálogos son una verdadera delicia.
Descuiden, no me olvido de la gran Agatha Christie; con su primera novela, El misterioso caso de Styles (1920), comenzó su potentísima carrera literaria utilizando venenos y toda clase de argucias. En ella hay también un punto de inflexión. En esa primera novela había vivido ya una Primera Guerra Mundial, y se detecta cierta costumbre por la muerte, como si hablar de ella fuese parte de la vida misma. Los personajes toman más calado y profundidad, se ahonda en su psicología. Cuando leí la autobiografía de Christie —que por cierto les recomiendo—, me sorprendió que ella también se hubiese fijado en Leroux como punto de referencia; sobre su novela del misterio del cuarto amarillo, dijo que «planteaba un misterio desconcertante, bien planeado y desarrollado, indescifrable para algunos y no tanto para otros: se vislumbraba una pequeña clave bien disimulada», y que incluso había apostado con su hermana si sería capaz de escribir algo tan bueno. De hecho —y aunque también era admiradora de Conan Doyle— se inspiró en el investigador de Leroux, que era alguien «poco habitual» para crear a su famosísimo Poirot.
Ya ven, todos nos vamos retroalimentando unos de los otros; aprendemos, reflexionamos, innovamos o al menos intentamos hacerlo. Adaptamos, en definitiva, viejas técnicas a nuestras nuevas visiones del mundo.
Ya no me molesta la etiqueta de novela negra. Sé que soy afortunada por trazar con mis palabras un surco oscuro sobre el papel. Cuando esta noche cierre los ojos sobre mi almohada sé que seguiré imaginando historias y misterios, y que me resultará imposible evitarlo. Hay en todos los escritores una llama que los habita sin permiso, que no obedece a etiquetas ni a razón alguna. ¿No les parece maravilloso?
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