Por fuera, el rock siempre fue un derrame de ruidosa electricidad. Por dentro, una aspiración trascendente. En el siglo XX esas poderosas criaturas que eran las estrellas del negocio musical intentaban sublimar nuestras frustraciones con modalidades bastante diversas de frenesí artificioso. Algunos de estos ídolos ofrecían elevadas cotas de placer evasivo; otros, viajes astrales de farmacología prohibida; los hubo, incluso, que publicitaban sexualidad sin fin ni consecuencia. Comparado con esto, el delirio de Springsteen siempre resultó moderado, porque desde sus inicios apeló a revulsivos más rasos: escapatorias por carreteras insignificantes de New Jersey, llamadas a la evasión urbana, mucha reafirmación personal en cada edad de la vida, lotes de empatía para los desfavorecidos y, ahora, incluso una veta de inquietud crepuscular. Quienes los días 28 y 30 de abril salimos de nuestros domicilios una vez más para acudir a la nueva ceremonia colectiva en Barcelona, volvimos a experimentar la vieja reminiscencia: un concierto de Bruce Springsteen constituye una de las experiencias más intensas a las que uno pueda acceder en su limitada existencia. Desborda la simple representación, el evento, la actuación musical en el sentido estricto del término y proporciona la poderosa reminiscencia de ese empuje vital tantas veces inactivo en nuestras vidas, asfixiadas por la burocracia, las tristezas diversas, las peleas estériles y las frustraciones de clase media. Se ha explicado mil veces cómo opera Springsteen para que olvidemos momentáneamente estas servidumbres que sofocan nuestro aliento vital y recuperemos el rastro de la vida bien vivida. Pueden encontrarse por miles las reseñas que describen esos atributos clásicos —su hiperactividad escénica, su simpatía, su inaudita resistencia, su garganta indestructible, etc.— que siempre comparecen, porque cada concierto es un ritual programado en el que participa poco el azar. Un mecanismo de relojería, la lección magistral de lo que debe ser un espectáculo impartida por alguien con sobrada experiencia —la suya y la de quienes le preceden— en este tipo de artificios. A pesar de eso, pocas veces en sus actuaciones te impregna la sensación de que asistes a un rito en el que la liturgia domina al espíritu (de que todo es un montaje, vamos). Las canciones de Springsteen llevan desde 1982 sin sonar como debieran. Con algunas excepciones, la orientación comercial de sus discos posteriores a ese año nos ha escatimado repliegues, toboganes eléctricos, sonidos empastados, naturalidad y frescura creativas, impacto decibélico, crudeza y giros imprevisibles. Pero este conservadurismo musical se desvanece en directo, porque ahí la producción musical prescinde del plástico en los órganos, de retumbes gratuitos de batería o de tiempos muertos. Ahí, sus canciones recuperan el salvajismo de sus viejos tiempos, porque en esa puesta en escena no cuenta la edad ni se inmiscuyen los implacables condicionantes de la radiofórmula. Ahí es cuando este hombre ofrece velocidad, intensidad y afecto, un baño de electricidad sin casi pausa, una arremetida sónica que busca apoderarse de los organismos, sumergiendo cada una de las células de su público en su júbilo rocoso. Si los dioses habitaran la materialidad humana, serían ruidosos —en proporción a su magnitud—, de modo que a este lado de la realidad se escucharía su estrépito. Yo afirmo que, en sus momentos más dadivosos, la benevolencia de los dioses sonaría como lo de Springsteen: una algarabía sin alternativa, que deja entrever las portentosas dimensiones de los sentimientos, de los dramas y de las cosas. Una pasión de una escala superior a nuestra estatura, sin pequeñeces ni disimulo. Lo sublime en el rock, vamos.
Lo paradójico, lo contradictorio de este derroche de alegría es que no suele ser unidimensional, precisamente. En los conciertos de Bruce Springsteen se fomenta un curioso malentendido: el público canta letras de desánimo poseído por esta desinhibición. Como apuntábamos al inicio, mientras que en el interior de sus canciones la melancolía de sus textos profundiza en el fracaso y la autoayuda, en el exterior se celebra una fiesta. Es decir, que la furia decibélica o la ignorancia de unos versos que casi nadie comprende (por desconocimiento del idioma, porque en directo no procede el análisis semántico o porque no importa) hace que se baile amarrado a los distintos dramas de la vida: la rabia por la crisis económica expuesta en «Wrecking Ball», el angustioso canto a la esperanza de «Badlands» o las exequias de «The Rising». Incluso se baila el «Born in the USA» sin que el asunto de los veteranos del Vietnam nos importe gran cosa (las cuatro sonaron en el Estadi Olimpic Lluís Companys). Se baila amarrado a la contingencia, celebrando todo lo presente y experimentándose al mismo tiempo el desagradable hecho de que la vida pasa. La liberación es de tal calibre que, aunque sea momentáneamente, de todo queda absuelto el gran chamán: de sus alianzas con el mainstream cultural más uniformizador (Spielberg estuvo en Barcelona), de su hartazgo de dinero (el precio creciente de las entradas, la venta de su cancionero por la cifra más alta nunca vista: 500 millones de euros), y hasta de su tosco y prohibitivo merchandising (camiseta oficial a 50 euros). Cuando los fans nos convertimos en adoradores de este tipo de mandíbula adelantada, asumimos la pervivencia en nosotros mismos de los peores impulsos infantiles: la idolatría, la sinrazón, el capricho, la falta de curiosidad y de apertura por otras músicas, la obsesión, la inversión de energía sin fin en el seguimiento de su figura, etc. Deberíamos avergonzarnos por alimentar conscientemente esta catarata de inmadureces pero la contrición nunca llega: esta adhesión incondicional la explica el hecho de que los hombres normales de este mundo, enredados en rutinas laborales y familiares de lo más penosas, siempre queremos más sudor, más liberación, más transfusiones. Hemos invertido tantas horas escuchando estas canciones, hemos recurrido a su magia tantas veces en momentos de astenia o de tristeza, que cuando se nos ofrece la ocasión de la catarsis auténtica sería un sacrilegio rechazarla.
En fin. Disculpen las exageraciones y el símil religioso. Con estas reflexiones sólo busco contextualizar el hecho de que fui uno más de las 58.000 personas que acompañaron a Bruce Springsteen en su regreso triunfal a la carretera (a los aeropuertos). Volvimos a escuchar su particular recorrido por los diversos estadios (estadios mejor que épocas y mejor que estilos) de la música estadounidense: el soul, el folk, el rock, la música sureña, un poco de jazz, el country, la canción protesta, etc. Y también por las distintas edades de la vida: la soltería canalla, el amor de juventud, la madurez del matrimonio, las estupefacciones laborales, el compromiso de la mediana edad, el inicio de la decadencia. Sólo quiero apuntar que, quizás por primera vez, me pareció que el júbilo se acompañaba de una sensación de fin de juego. Sus palabras y el evidente tono melancólico (que, siendo sinceros, siempre le ha acompañado) en la interpretación final de «I’ll See You in My Dreams» abren una grieta que hasta ahora nos parecía inconcebible: la figura de Springsteen ha empezado a asociarse ya a lo mortal, a lo efímero, a lo que un día se extinguirá. Esta es una perspectiva novedosa en la carrera de quien un día, hace ya cinco décadas, fuera calificado como “el futuro del rock ‘n’ roll”, un nuevo punto de vista desde el que seguir analizando los pasos de este gigante de la vida.
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