Mucha gente lo ha dicho, pero nadie ha patentado, que yo sepa, la frasecilla: la cultura es de izquierdas. Nunca entendí cómo podía teñirse de un determinado color político algo tan sustancialmente ligado al único animal con dos apellidos, el homo sapiens sapiens, ese individuo perteneciente a la especie de monos erguidos que hace solo unos pocos miles de años comenzó a imponer su ley en el planeta Tierra. Si hay algo común a todos los hombres, al margen de su sexo, su raza, su ideología o su religión, eso es la cultura, justamente porque la cultura es el elemento privativo de la humanidad, el rasgo específico que nos separa de los animales (o de los demás animales, para ser más precisos). De manera que la cultura es de todos, de la izquierda, del centro y de la derecha, de los pacíficos y de los violentos, de los perversos y los bondadosos; ello fue así desde el Paleolítico hasta nuestros días y seguirá siéndolo en este siglo XXI y cinco o seis milenios después, si es que la especie humana —frágil y quebradiza donde las haya— no hace mutis antes por el foro de la extinción.
Al alimón con el disparate de que la cultura es de izquierdas, ha quemado muchas neuronas en España otro dictamen estupefaciente según el cual la cultura va por barrios, o sea, por «naciones», y que no puede hablarse de cultura española sin incurrir en la inane abstracción. En la medida en que la cultura es un fenómeno universal, más allá de fuertes y fronteras (que diría San Juan de la Cruz), resulta empobrecedor intentar regionalizarla a toda costa. Más de un doctorando sabe muy bien que si es municipal o provincial el tema de su tesis le será más fácil publicarla que si es general o, como antes se decía, nacional. En España se hablan varias lenguas, pero existe una cultura común que hace, por ejemplo, que la poesía publicada en nuestro país y en lengua castellana en 2023 tenga mucho más que ver con la publicada en vascuence, catalán y gallego este mismo año que con la poesía en castellano publicada en los diferentes países de Hispanoamérica durante el mismo lapso de tiempo. La Historia es inflexible y los siglos crean costumbre.
La cultura, por tanto, ni es de izquierdas ni va por barrios. Es de todos los hombres y, en una comunidad como España, de todos los miembros de esa comunidad. La cultura tiene, además, sus propios mecanismos de conexión con el ciudadano, y un gobierno liberal que se precie de serlo debe cuidar con mimo el buen funcionamiento de esa compleja maquinaria comunicativa, pero sin caer nunca en el proteccionismo cultural, porque todo mecenazgo es, por naturaleza, interesado, y la política no debe interferir en la cultura más que para facilitar su tarea; lo demás, y perdonen la palabreja, es pesebrismo. Las ideologías totalitarias tratan de apuntalar su visión del mundo con la apropiación de una cultura que, en su opinión, es la adecuada y el rechazo de otra, considerada peligrosa y dañina. Fue lo que hicieron en el pasado el nacionalsocialismo alemán y el comunismo soviético y es lo que en el presente se hace cuando, invocando al dios de barro de lo políticamente correcto, se preparan versiones woke de autores como Agatha Christie o Mark Twain, o se exigen reformas lingüísticas delirantes desde un feminismo mal entendido.
El caso es que en España es absolutamente necesario devolverle a la cultura la libertad perdida, y hacerlo con firmeza y equidad, prescindiendo de todo sectarismo. Es preciso dejar tranquila a la cultura en el espacio que le es propio, sin pretender incorporarla a ninguna esfera particular de pensamiento. En el ámbito cultural, las cercanías ideológicas y las fidelidades políticas no deben ser factores determinantes en el momento de repartir responsabilidades. La mejor lealtad ha de ser la eficiencia, un principio poco o nada tenido en cuenta en los últimos años. Cuando, en plan insidioso, le soplaron a Indalecio Prieto que el ingeniero que acababa de ganar un importante concurso de obras públicas era militante de Falange, se cuenta que el político socialista comentó: «Si es el mejor, ¿qué importa lo que piense?». La cultura debe avanzar el mayor trecho posible en el camino de la libertad y de la autogestión, al margen de los poderes públicos, allí donde el Estado manipulador y burocrático pierde la batalla y asoma por el horizonte la imagen victoriosa de un Estado al servicio del individuo.
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Versión puesta al día de un artículo publicado originalmente en Nueva Revista (número 41, octubre-noviembre 1995).
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