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8 poemas de Santiago Venturini - Zenda
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8 poemas de Santiago Venturini

*** 3. Un Ami 8 corta el aire de 1989 con una familia adentro. Mi prima aprendió a manejar con ese auto en decadencia. Un sábado cuando cruzábamos la plaza la puerta de atrás se cayó y tuvimos que bajar a buscarla. En la misma máquina hacíamos todos los mandados, del supermercado a la quiniela...

Santiago Venturini es un poeta nacido en Esperanza, Santa Fe, Argentina, en 1981. Ha publicado los libros de poesía El exceso (Torremozas, Madrid, 2008, Premio Poesía Joven de la Fundación Gloria Fuertes); El espectador (Gog y Magog, Buenos Aires, 2012), Vida de un gemelo (Iván Rosado, Rosario, 2014), En la colonia agrícola (Iván Rosado, Rosario, 2016; mención honorífica en el Premio Provincial de poesía José Pedroni 2019, Liliputienses, Cáceres, 2022), Un año sentimental (Caleta Olivia, Buenos Aires, 2019) y Una forma de llegar al futuro (Gog y Magog, Buenos Aires, 2022). Es profesor, licenciado y doctor en Letras. Trabaja como investigador en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y como docente en la carrera de Letras de la Universidad Nacional del Litoral (Santa Fe, Argentina). Dirige la colección de poesía “Setúbal” en la editorial Vera Cartonera. Presentamos una selección de poemas de En la colonia agrícola, reeditado en 2022 por Liliputienses.

***

3.

Un Ami 8 corta el aire
de 1989
con una familia adentro.

Mi prima aprendió a manejar
con ese auto en decadencia.
Un sábado
cuando cruzábamos la plaza
la puerta de atrás se cayó
y tuvimos que bajar a buscarla.

En la misma máquina
hacíamos todos los mandados,
del supermercado a la quiniela
de la tienda Kapote a la farmacia.
El brazo de mi mamá
metía los cambios,
sus pies pasaban del acelerador
al embrague,
mi abuela iba de copiloto
llenando como podía
su tiempo de jubilada,
y en el asiento de atrás
mi hermana y yo
aprendíamos al mismo tiempo
qué es la velocidad,
por qué las madres enloquecen
a sus hijas,
cómo grabar en la cabeza
imágenes de una mujer automovilista
antes de que el futuro se la lleve.

***

10.

Mi papá tuvo la idea
de construir una casa alpina
en la pampa.
Era más barato.
Él mismo levantó el esqueleto
de caño
y lo tapó de a poco
con tejas y madera.
Habrá pasado muchas noches
planeando su obra de vanguardia
en un barrio de chalets comunes.
No era arquitecto
pero sentía que estaba haciendo
algo nuevo,
lo veo en su cara de esa época.
Un día desapareció
y nos dejó adentro de esa casa
que respira como una ballena.
Con el cambio de temperatura
la madera cruje,
se contrae y se dilata.
Ya no escuchamos el ruido
porque estamos acostumbrados,
de la misma manera
en que nos acostumbramos
a que él no esté.

***

13.

En una casa de la cuadra
vivía una pareja gay.
Los padres del barrio
hablaban de ellos
desde el púlpito de la mesa.
Algunos no decían
demasiado,
pero decían.

Por eso inventamos un juego
para la siesta:
tirarle piedras a la ventana
de los putos.
Yo tiraba
y años más tarde
esas piedras me pegaron a mí.
Un tiempo después
uno de ellos “se murió de sida”
–así decían los vecinos–
y el otro se quedó solo.
Ya no lo molestábamos
porque la viudez es siempre
respetable
o porque le teníamos miedo
a esa enfermedad.
Un día se escapó
de ese barrio de dementes.

Nos miró desde un auto
jugando en la calle
como los hijos salvajes
de los salvajes.
La casa sigue ahí
aunque la reformaron.
Ahora en el lugar
donde dormían los dos
hay un living con cortinas
de mal gusto.

***

15.

Durante los años en que tuvo
su taller en la casa
tu papá usaba una máscara de soldador.
No mires
te decía
pero vos mirabas
las chispas.
Después te dabas vuelta
y veías los yuyos
y las plantas quemados,
la puerta y las ventanas
quemadas.
Era un efecto óptico.
Ahora te parece
una premonición.

***

21.

Cada vez que a papá
le dolía la cabeza
todos funcionábamos en mute.
El ruido de una cucharita
contra la taza
era igual para él
que el de una cortadora de césped.
Acostado en la pieza oscura
con un pañuelo en la frente
nos marcaba
los ritmos de vida.

Si papá resucita
todos festejan,
si papá enloquece
corremos como perdices
hacia otras casas.
Me hubiera gustado
ir hasta su cama
y acercar un ojo al agujero
de su oído
para espiar lo que había
dentro de esa cabeza:
su casa de la infancia
prendiéndose fuego,
el interior de una heladera,
su padre gritando
en un auto de los 50,
o él mismo tirado en el piso
de su cerebro.
No sé qué había
pero lo heredé
y ahora
cada vez que me gana
la cefalea
recuerdo lo que me enseñó
una vez:
cuando empiece el dolor
cerrá los ojos
y pensá en un color frío
como el azul.
Ese es mi fondo de pantalla
durante cada ataque.
Un color que fue el mismo
a lo largo de los siglos,
pero me pregunto
si los dos lo imaginamos
igual
o si hasta en eso
fuimos diferentes.

***

22.

Hay partes de la colonia agrícola
que siguen siendo iguales,
pedazos de lugar
que no envejecieron
como yo:
la fachada neoclásica
de la biblioteca,
el banco Nación,
el frente de algunas casas.
El cemento es más firme
que las generaciones.
En la esquina de la escuela
San Martín
calzo 35
y cincuenta metros después
me vuelvo un hombre.
Me agrando me achico
cambio de tamaño,
de cabeza:
levanto la vista para ver
a mis papás
la bajo para mirar
a los perros.
En mi entrenamiento
para ser adulto
nunca aprendí a dejar
que las cosas se vayan,
siempre me quedo agarrado
a algo:
en la calle Alberdi
hay una casa demolida
pero yo sigo sentado
entre las plantas del patio.

***

27.

Cuando mi mamá empeoró
mi hermana Tani tuvo que aprender
a poner inyecciones.
Practicaba con una naranja
o un pedazo de carne.

Fue su enfermera personal
durante años.
Si mamá no podía dormir
ella no dormía,
si tenía hambre
ella también.
Era su doble sano
siguiéndola del baño
a la pieza.
Al final
la primera hija
que tuvo mi hermana
fue su propia madre.
En el último tiempo
la alzaba como a un bebé.

Yo tenía trece años.
Iba a la escuela
ponía la mesa
y no paraba de pedalear.

Tanto
que cuando mi mamá
hizo su última transmisión
desde la tierra
y se despidió del mundo
en la nave espacial de su cama,
yo estaba subido a mi bicicleta
pero mirando al cielo
para verla despegar.

***

28.

Quiero volver a los montes
de mi barrio.
Ahí aprendí a levantar ranchos
a elegir palitos para el fuego
a tocar a otros chicos como yo.

Después salí a machetazos
y me transformé en esto.
De vez en cuando
levanto la cabeza
y vuelvo a ver la luz
que pasa entre las ramas.
Ahora
en el mismo lugar
hay casas con el césped cortado
llenas de hijos que comen
todo lo que sus madres les dan

para poder llegar al futuro.

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Juan Domingo Aguilar

JUAN DOMINGO AGUILAR (Jaén, 1993). Escritor, comunicador y gestor cultural. Fue director del grupo Viridiana Teatro y coeditor de la revista La Novicia. Sus poemas han sido traducidos al portugués, al inglés, al árabe y al italiano y han aparecido en revistas como El Cultural, Periódico de Poesía de la UNAM, Círculo de Poesía, Buenos Aires Poetry, Anáfora, Elipsis, La Raíz Invertida, Nayagua y programas como Tres en la carretera, Radio3 o Página Dos, TVE. Coordina la sección «Versátiles» en Zenda. Ha publicado La chica de amarillo (Finalista del I Premio de Poesía Esdrújula), Nosotros, tierra de nadie (XXXIII Premio Andaluz de Poesía Villa de Peligros), 2ª Ed. La Castalia, Venezuela, 2020, y anticine (V Premio de Poesía José Ángel Valente). En 2019 obtuvo una beca de la Unesco como creador residente en Óbidos (Portugal). Fue residente de la XVIII promoción de la Fundación Antonio Gala.

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