Mucho antes de internet, uno de mis pasatiempos infantiles preferidos era la enciclopedia, objeto entonces de prestancia, pero ahora el más marginado en cualquier biblioteca. Tanto es así que los propios volúmenes enciclopédicos, para sobrevivir en este ambiente hostil, se defienden apiñándose bien juntitos unos al lado del otro y se ordenan de motu propio por orden alfabético, por aquello de no ceder a la anarquía y por mantener las formas de un mundo ya extinto, aquél en el que las familias se sacrificaban económicamente para adquirirlos, mientras que ahora ya no los aceptan ni en librerías de segunda mano. Bueno, pero que ya me voy por las ramas, lo que decía es que mucho antes de la web, yo ya jugaba a lo que llamaba la red: buscaba una palabra en la enciclopedia, y esa definición me conducía a buscar otro término. Podría decirse que era mi versión casera de los libros de Elige tu propia aventura, en la que además aprendía cosas. Solía lanzar la red sobre personajes mitológicos: si por ejemplo comenzaba por Escila, su definición me llevaba a su vecina Caribdis, que a su vez me conducía a buscar a su padre Poseidón y luego por supuesto tenía que conocer la historia de su esposa Anfitrite, y así hasta que me aburría, hasta que me reclamaban para ir a comer, o hasta que la búsqueda me devolvía al primer vocablo con el que había iniciado el juego.
Todo esto hizo que mucho después, y pese a ser un negado para la tecnología, me supiera mover relativamente bien por la web. Y eso que la primera vez que escuché la palabra internet fue a un compañero de universidad, que me dijo alucinado que había estado hablando con un estudiante que estaba en Japón...
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