Susan Fenimore Cooper se adelantó a Henry David Thoreau en esto que llamaron ‘nature writing’.
Por fin en España leemos y escribimos liternatura. La naturaleza salvaje, que aquí llamamos campo, ya no es un lugar de nadie a exprimir y explotar, o una maldición bíblica de la que huir. La intemperie ya no es el lugar exclusivo de los eremitas, maquis, lobos, cazadores, turistas o pastorcillos. La naturaleza también es un espacio para escribir desde ella y con ella, de ella. Igual que hay aficionados a la literatura de viajes o la gastronómica, la novela negra o la histórica, yo me hice aficionado, adicto, a la nature writing, a la liternatura.
En liternatura sobre todo importa y es original el cómo lo cuentan. Los autores explican detalles naturales científicos, pero también subjetivos, poéticos, minimalistas. Rompen o diluyen las fronteras entre lo civilizado y lo salvaje, lo cultural y lo instintivo. El clima, una lectura, el guiso que preparan para comer, una prenda de abrigo protectora, el sonido de un ave o un insecto, el recuerdo de un hecho doloroso, el sol o la noche, la rana o el zorro, el halcón o una visita humana inesperada, el olor de una flor de nenúfar o de un animal muerto, la tormenta o las hojas secas son considerados siempre hechos importantes que se entrelazan en bellísimos hilos narrativos. El estilo es muy diverso, pero todos reniegan del enfoque divulgativo típico, no quieren hablar de esos lugares salvajes en los que viven como lo haría un naturalista. Se trata de una literatura del yo, pero en la que el narrador no es el centro ni es protagonista, sino un animal más que está, observa, siente y también cuenta, narra, relata. Puede ser un monólogo interior con aroma diarístico, pero también un diálogo con los seres animales y vegetales del entorno y, sobre todo, un diálogo cómplice con un lector que está al otro lado y saben avisado, cercano, entendido. Todos escriben saboreando el tiempo, la curiosidad, la recuperación de lo sensitivo que habían olvidado: ver, oler, tocar, oír… Tienen una voluntad consciente de intentar escribir con todos los sentidos.
Reviso mi biblioteca. Sin ser muy consciente, veo que se han ido acumulando libros de liternatura… Había leído durante mis estudios, para una asignatura de Ciencias Políticas, La democracia en América, del jurista, político e historiador francés Alexis de Tocqueville. Nuestro amigo visitó en 1831 Nueva York y otras ciudades para analizar “la democracia representativa republicana y su éxito en los Estados Unidos”, pero ese verano en América se fue de excursión con un colega por los bosques y las praderas de la región de los Grandes Lagos canadienses, y luego contó en un librito mínimo, con un estilo a la vez preciso, político y poético, las maravillas de esa naturaleza que no existían en Europa, la difícil vida de los pioneros y la fragilidad de unas tierras vírgenes que ya entonces veía en peligro [1]. Luego, esa cuerda de violín que hace sonar Alexis vibra y se afina en el diario de Susan Fenimore Cooper [2], Henry David Thoreau [3], Margaret Fuller [4] y, algo más tarde, en el cuaderno que escribe en las montañas John Muir [5]. Un estilo, una cancioncilla llena de cascadas [6], águilas, bosques infinitos, lagos, osos, salmones y soledad que les sirven para vendernos la letra de una canción que tiene palabras como: armonía, sostenibilidad, belleza, quietud, verdad y felicidad. Palabras sólo posibles fuera de las ciudades, en las fronteras cercanas a la naturaleza, llevando una vida de mínimo consumo y de máxima autosuficiencia. No inventando una cómoda microsociedad a lo Robinsón Crusoe, ni construyendo un adosado con piscina, sino recuperando el oficio medieval de ermitaño laico, lúcido asceta, pionero resistente a la dura intemperie y, sin embargo, sensible, atento, cuidadoso con… lo que aquí llamamos o definimos con una palabra casi vulgar: “campo”. Imposible olvidar tampoco a Vladimir K. Arseniev, que vagó por Siberia a principios del siglo XX. A este capitán del Ejército ruso, geógrafo y explorador le debemos Dersu Uzala, En las montañas de la Sijoté-Alín, un libro publicado en los años veinte que es uno de los más preciosos cantos a la vida salvaje y a los hombres que vivieron y entendieron, sin destruirlas, aquellas intemperies hoy llenas de minas, pozos de petróleo y deforestación [7].
Más tarde, los nature writing de la segunda mitad del siglo XX, sobre todo a partir de los años setenta, seguirán ese mismo camino, aunque el pretexto para huir de las ciudades será al principio… ¿laboral? Les moverá la necesidad y el deseo de trabajar en otra cosa, vivir de otra forma y habitar otro lugar más “tranquilo”, rechazando ese american way of life consumista y complaciente de después de la II Guerra Mundial, pero también alejándose del gregarismo hippie y lúdico de una parte de la contracultura dominante o el nihilismo autodestructivo de los beatniks.
Tengo aquí delante los que he ido leyendo estos últimos años y se han ido amontonando juntos sin darme cuenta: Una temporada de Tikker Creek de Annie Dillard [8], El solitario en el desierto de Edward Abbey [9], Indian Creek de Pere Fromm [10], El Clamor de los bosques de Richard Powers [11], Los gansos de las nieves de Willian Fiennes [12], Mis años Grizzly de Doug Peacock [13], Un año en Sand County de Aldo Leopold [14], Leñador de Mike Wilson [15] y La práctica de lo salvaje de Gary Snyder [16]. Estos libros fueron escritos hace diez, veinte o treinta años, pero se han traducido y publicado en España hace poco tiempo [17]. Hasta esta segunda década del siglo XXI, tras la certeza del Calentamiento Global, a partir de la crisis financiera del 2008, el descubrimiento de nuestra “España Vacía” y la visible degradación del aire, el mar lleno de plásticos y microplásticos o el tsunami del cemento en nuestras costas; hasta que no se ha visto las orejas al lobo de la basura, no ha habido un grupo significativo y creciente de ciudadanos lectores que buscasen, lejos de las simples consignas ecologistas, voces y textos que les ayudasen a articular y valorar su deseo o su sueño de una vida cotidiana y cómplice con la naturaleza, alejada de la competitividad urbana, explicada desde otro lugar y de otra forma. Una naturaleza que ya no eran los territorios prístinos e hiperprotegidos de los parques naturales, sino un paisaje natural cercano, no degradado, pero con la humanidad dentro. Una naturaleza en la que lo salvaje y lo humano no fueran, per se, antagónicos. Una “escritura de la naturaleza” alejada de magias o misticismos postizos, que tendría como tierra fértil para crecer el conocimiento científico y una parte de nuestra cultura, que había sido marginada por el desarrollismo urbanícola, el crecimiento económico y la falsa idea de unos recursos planetarios infinitos.
He releído hace un rato a Pere Fromm. El chaval se pasa un crudo invierno a cuarenta bajo cero, metido en una tienda de campaña con estufa, sin tener ni idea de supervivencia, contratado para cuidar de una puesta de huevos de salmón que hay en un arroyo a sesenta kilómetros de cualquier lugar civilizado. También a Doug Peacock, un boina verde que vuelve grillado de la guerra del Vietnam porque mató a muchos hombres como él, que ya no sentía como enemigos, y se propone ¿suicidarse? filmando peligrosos osos grizzly en los lugares más remotos de América y ganarse la vida vendiendo esos documentales. A Edward Abbey, que haraganeó de guarda forestal en el Parque Natural de Los Arcos, al que va muy poca gente aún, porque estamos en los setenta. Como se aburre, por curiosidad o porque sí, sin mapa ni impermeable North Face, baja en una balsa de saldo el río Colorado más agreste y remoto. Abbey admiraba a Anne Dillard, a quien también releo ahora. Ella estuvo a punto de morir de una neumonía y entendió que vivir era otra cosa, así que se fue a un valle perdido de los Apalaches, se puso a mirar el horizonte, la vida salvaje, diminuta y grande, mariposas migratorias o ratas almizcleras o camisas de serpiente… Y desde Anne he llegado a Mary Austin [18], y desde su desierto al mío.
Entonces nos lo cuentan. Lo escriben. Cuando lo hicieron, todos esos textos no los leía nadie. Era unos jipis excéntricos sin ser hippies, unos marginados por voluntad; ni siquiera aspiraban a imitar a Thoreau, no iban de contemplativos ni de ermitaños, ni de aventureros, ni de chulitos-reza-flores. Trabajaban allí, en esas intemperies y ¡sí!, les gustó esa jodida soledad en medio de la nada más dura, y fue porque aborrecían los derroteros por los que iba acelerando su país: el turismo de masas, los grandes supermercados, las carreteras de cinco carriles, las bombas nucleares o una idea de progreso que les parece, ya entonces, lo peor. Todo eso que, en general, les encantaba a los yanquis y, por imitación, deslumbraba al mundo entero en los años setenta del siglo XX. ¡Y ahora!
Para ellos escribir formaba parte también de una forma de ser y de estar en el mundo, en la naturaleza y dentro de sus pellejos. Quienes acabarán leyendo sus textos no son el niño pijo de Hacia rutas salvajes [19] o el urbanita de hoy que está a punto de comprarse un automóvil híbrido y separa su basura, ni el viajero de agencia de turismo aventura que se va a fotografiar las mariposas Morfo Azul de Costa Rica, los hastiados leones del cráter del Ngorongoro, la cinematográfica bahía de Phang Nga o a pisar la nieve del campo base de Dingboche con vistas al Everest, sino tipos tan raros como ellos, sospechosos habituales, delincuentes potenciales, activistas de causas raras, comedores de hongos alucinógenos y tasajo barato, que antes de comprar esos libros, los robarán en algún mercadillo o fotocopiarán una copia de una copia que les ha pasado un amigo de un amigo de otro amigo de un colega.
Y ahora están aquí, reeditados, frescos, modernísimos, sin haber perdido ni una brizna de actualidad ni de su belleza. Vuelvo a mi precaria biblioteca. Me meto en el libro de Peter Matthiessen [20], lo acompaño a un expedición a la Montaña de Cristal, en la meseta del Tibet en busca de la pantera nebulosa. Es inevitable escuchar en la voz de Peter los viejos libros de Jim Corbett [21] o volver con ojos de niño a las novelas del Oeste que leí de Jack London [22], Vardis Fisher [23] y James Oliver Curwood [24]. Esos libros ya tenían ese perfume de la frontera y describían el horizonte limpio de un mundo salvaje [25]. Te llevaban allí, donde al principio el hombre sobraba, pero luego era uno más, tal vez más salvaje, pero no menos humano. Tenía, en viejas ediciones de Caïrel, El leopardo de Rudraprayag y Las fieras cebadas de Kumaon, pero no sé a quién se los presté. Ha sido un placer releer de nuevo a Jim Corbett, traducido por Eduardo Riestra. Sigue pendiente con Eduardo un viaje al hoy Corbett National Park y toda esa zona frontera con Nepal, aún salvaje y prácticamente deshabitada, de los ríos Sarju, Kosi, Kali…, para intentar ver a los últimos tigres y pescar a mosca el precioso Golden Masheer. Pocos hicieron tanto por proteger la vida salvaje de la India como Jim. Pocos conocían con tanta profundidad a los grandes felinos. Corbett además nació allí, en Naini Tal, a los pies del Himalaya. Todos sus libros los escribió y publicó ya muy viejo y destilan una sencillez, una precisión, una verdad y una belleza nature writing que ya no se encuentra.
Luego me he perdido un rato por el ártico de la mano erudita de Barry López [26] oteando narvales y ballenas boreales, pero también me he dejado llevar por la original voz de Josephine Diebtisch Peary [27], que me parece más aventurera y mejor escritora que su marido, Peary, un hombretón que se disfrazaba con las ropas esquimales para dar sus conferencias, robaba cementerios inuit, para luego vender los despojos a los museos, y hasta mangaba los raros meteoritos de hierro que éstos atesoraban para hacer puntas de arpón. Y ya anocheciendo he navegado por todos los mares de mi historia cultural con Philip Hoare [27]. Porque hay un antes y un después de Hoare a la hora de disfrutar de un baño entre las olas y mirar el mar como un abismo de maravillas, pero también como el verdadero segundo hogar del hombre, o de algunos hombres, esos que admiran a los grandes roncuales y sus leyendas; los que conocen bien la energía creativa, casi mágica, que ha producido su inmensidad oceánica en casi toda nuestra mejor literatura y también en en nuestra vida personal.
Todos estamos en deuda con Rachel Carson y su Primavera silenciosa ¿Para cuándo una calle en tu ciudad o en tu pueblo con su nombre? Gracias a ella tenemos primavera con unas abejas e insectos que polinizan las flores, sólo así las plantas siguen fabricando nuestros alimentos. El mar que nos rodea es su libro más ecologista. Bajo el viento oceánico es su obra más nature writing. El sentido del asombro su texto más educativo y conmovedor, porque propone la “revolución educativa” de estimular en los niños el sentido del asombro y la pregunta. Ni una palabra escrita por Rachel nos dejará indiferentes. El asombro y la curiosidad son cualidades que tenemos todos en la infancia, es la energía que sigue propiciando y produciendo los descubrimientos y avances científicos, que nos ayuda a tratar de comprender y dar sentido a todo; pero que la escuela trata, por fortuna sin éxito, de erradicar o disciplinar, de poner orejeras de silencio y obediencia, encerrar en la quietud de los cuerpos, la ausencia de experimentación en las clases de ciencias y unas pedagogías simplificadoras, memorísticas y arcaicas, estériles. Mi asombro y mi curiosidad infantil me llevaron a los hormigueros y al cielo, a observar durante horas a las hormigas y a los vencejos, los cernícalos que anidaban en el tejado de la casa de mis abuelos y los saltamontes de alas iridiscentes, que yo mismo cazaba en primavera. La especialización formativa nos obliga a elegir sin saber, desde muy jóvenes, estúpidos caminos con salida laboral. Pero luego, tarde o temprano, el niño que fuimos, que nunca hemos podido dejar de ser, vuelve al halcón y al abejorro. Para este regreso he tenido la inestimable ayuda del pequeño y grandioso libro de John Alec Baker [29], un tipo gris que fue nadie, que apenas se movió de su condado, que publicó poco más de doscientas páginas en su vida, pero que era uno de los mejores observadores de halcones del mundo y luego, con una prosa de una belleza literaria y precisión naturalista pasmosa, se convirtió en uno de los más grandes nature writers de Gran Bretaña. Y desde Baker llegué a los azores de Helen Macdonald [30], y luego a las hormigas de Maeterlinck…. [31]
Y más tarde, a chapotear de acuario en acuario acompañando a Jonathan Balcombe [32], mientras nos va demostrando con paciencia minuciosa que la popular creencia en la “memoria de pez” es una de tantas falsedades; que los peces son seres vivos con capacidad de aprendizaje, incluso pueden reconocer a las personas, tener carácter individual y demostrar de sobra eso que muchos creen que es exclusivo de los humanos y que se suele llamar: ¿inteligencia? También he acompañado esta tarde tan larga a Neil Shubin [33] al pedregal helado donde descubrió al Tiktaalik, un pez fósil con extremidades de 375 millones de años de edad; el eslabón perdido entre las antiguas criaturas del mar y las primeras criaturas que empezaron a caminar en tierra. Olvidamos que una vez fuimos también peces y que, en un momento preciso y fundamental de la historia del mundo, hace más de trescientos millones de años, siendo peces, comenzamos a ser otra cosa, a tener cuello, brazos y pulmones. Las espinas de los peces de hoy no son muy diferentes a mis propias costillas flotantes. A lo mejor de ahí viene mi instinto de remontar las corrientes, de nadar en contra, de ser feliz tocando el agua. Mientras sigo repasando esta parte de mi biblioteca pienso que nunca agradeceré lo suficiente la publicación de El río de Wade Davis [34]. En él cuenta la historia paralela del etnobotánico Richard Evans Schultes y de su alumno aventajado Tim Plowman, sus viajes y aventuras estudiando los usos ancestrales de las plantas de coca y la ayahuasca.
Miro a la derecha de los libros que he repasado antes y veo En un metro de bosque y, también, Las canciones de los árboles de David G. Haskell [35], La vida secreta de las plantas de Tompkins & Bird [36], El Mesías de las plantas de Carlos Magdalena [37] y Lo que saben las plantas de Daniel Chamovitz [38]. Una pequeña muestra de otra variedad de nature writing, a medias ensayo y a medias autoficción o “autoreality” escrito por científicos expertos en botánica [39]. Ellos me han hecho valorar a las plantas que nos dan de comer, los bosques que fabrican oxígeno, pero también admirar las asombrosas simbiosis que mantienen con otros seres vivos. O los sofisticados sentidos que tienen las plantas para percibir el mundo cambiante que las rodea y obrar en consecuencia. Las plantas, junto a los océanos y los microorganismos del suelo, son las últimas fronteras de la ciencia. Un espacio, a pesar de lo mucho que creemos saber, aún desconocido y enorme, que apenas estamos comenzando a descifrar y comprender. Se habla del “internet de las plantas” para que los legos podamos hacernos una idea, siquiera aproximada y grosera, de las sofisticadas y ricas formas de comunicación que tienen entre ellas y la cantidad de información que intercambian.
David George Haskell apenas escoge unos palmos de bosque, un cuadrado de un metro por un metro, su mándala y observa durante un año lo que ocurre allí mismo y en sus alrededores. Su ensayo fue finalista del Pulitzer en el año 2012. Y el inclasificable aventurero Carlos Magdalena me ha descubierto el mundo de los nenúfares y, entre ellos, a la Victoria amazónica: su hoja soporta hasta cuarenta kilos de peso si está repartido. Por debajo de la hoja se ve el origen del milagro: una perfecta y dura trama de nervios como una pequeña catedral gótica vegetal. También tiene unos pinchos abundantes, duros y muy afilados para evitar a los comedores de hojas. Su flor huele a melocotón o albaricoque. Eso nos cuenta Carlos en su preciosa biografía como botánico aventurero. El porte del nenúfar Victoria asombró a los jardineros del XIX, y hubo competiciones a ver quién lograba hacerla florecer “en cautividad”. La belleza, claro, es una forma de mirar que hay que educar, aprender, tocar y ejercitar, pero siempre desde la pasión y la curiosidad. La verdad es que gracias a los libros de todos estos nature writers en mis paseos no hay planta, diminuta o gigante, que no me maraville [40]. Además de los libros que hablan sobre todo de las plantas, se amontona en mi estantería un batiburrillo de libros de nature writing heterodoxos e inclasificables aún, que lo mismo te hablan de garrapatas y pulgas [41], moscas y mosquitos [42], almejas extrañas [43], los peligros de las especies de animales y plantas exóticas [44] que van invadiendo los ecosistemas autóctonos [45].
Me doy cuenta de que he ido acumulando bastante libros nature writing de bichos [46]. Los peces y los ríos que los habitan importan a poca gente. Mucho menos importan los bichos que viven allí abajo, en el envés de las piedras, y que tienen forma de diminutos marcianos. No valen para cambiar esta ignorancia ni miles de palabras, ni puñados de imágenes de ríos aniquilados, masas de peces muertos, agua convertida en veneno. Además, los insectos nunca salen en esas imágenes de masacre. Los bichitos que habitan en las sombras, la diversidad que se arrastra, se entierra o nada agarrada a las rocas no producen empatía o compasión. Sólo los entomólogos y entomólogas, solo los pescadores y pescadoras, cuando intentamos imitar sus formas y colores, nos rendimos deslumbrados ante tal maravilla, tantos pequeños detalles complicados, el barroco diseño que la naturaleza dibujó en seres tan extraños y tan bellos. Los bichos, tan pequeños, llevan millones de años habitando el mundo, sin ellos no habría peces, ni tampoco belleza, flores o palabras. Nadie los admira ni escribe poemas con sus raros nombres, nadie se acuerda de ellos cuando agoniza un río, pero lo son todo. ¡Ellas lo sabían! Igual que las palabras, parecen casi nada, pero las miras de cerca, encima de la mano y te deslumbran. Maria Sibylla, Lucy Say, Louisa A. Meredith, Mary Peart, Georgiana E. Ormerod, Anna Comstock, Ida Laura Pfeiffer Mary Enrieta Kingsley, Eleanor Glanville, Anna Blackburne, Dorothea Lynde, Mary Ball, Eva W. Crane, Sofía Rostrup, Cora Clarke, Adele Marion, Julia P. Ballard, Berta Scharrer, Doris M. H. Blake y treinta más. Por fin la ciencia y el arte sacan de la penumbra y el olvido a tantas brillantes ilustradoras, entomólogas y viajeras científicas, ¡amigas bicheras!
Es una maravilla, un placer, una gozada tener por fin a geólogos, botánicos, biólogos de todos las especialidades, desde microbiólogos a limnólogos, de parasitólogos [47] a paleontólogos, de ornitólogos a malacólogos, de filósofos a matemáticos escribiendo ensayos en la que nos cuentan con emoción y rigor, con amenidad y brillantez cómo funciona esa parte del mundo que ellos investigan, descubren, miran. Han sido capaces de dejar la jerga, de apartar las regresiones múltiples, las placas de Petri, los espectrofotómetros y los genosensores electroquímicos, la escritura estajanovista de “papers y más papers” para la industria de las publicaciones científicas que necesitan para sus promociones profesionales, y escribir “ensayos populares”, “divulgación científica”, textos en los que ellos y ellas también están, podemos reconocerlos, hacernos sus amigos, reírnos de la horrible camisa que usan y admirar su pasión por los bizcochos de fresa, considerarlos colegas y acompañarlos a conocer, entender, pensar, descubrir, explicar el árbol enmarañado de la vida [48], las cuestiones más complicadas y difíciles de comunicar del mundo de las matemáticas, la virología, la cristalografía o los arrecifes de coral.
Una de las últimas en llegar a mis ojos ha sido la escritora estadounidense Mary Austin [49]. Su pequeño libro me ha emocionado como hacía mucho tiempo que no lo hacía un libro de nature writing. Mary Juega con los hechos prosaicos de la vida cotidiana en la intemperie del desierto del sur de California, en las Sierras altas al sur de Yosemite, hasta hacerlos trascendentes y describe la naturaleza salvaje con un lenguaje poético sencillo y extraño que nos toca muy dentro. El grupo de cordilleras más allá del famoso Valle de la Muerte no es ningún paraíso, pero sí para ella. También es un libro antiguo, y hasta muy antiguo, porque se publicó en 1903 y ya entonces fue un éxito.
Aquí, en este país, hasta ahora, el nature writing no se ha estilado mucho. Tenemos los textos más o menos encontrables o descatalogados de Ciro Bayo, Ángel Cabrera [50], Miguel Delibes, Julio Llamazares, Hasier Larretxea, Félix Rodríguez de la Fuente [51], Joaquín Araújo, José Antonio Valverde, Jesús Garzón, Carlos Magdalena, Eduardo Martínez de Pisón, José María Castroviejo, Josefina Castellví [52], Juan Luis Arsuaga, Beatriz Montañez… pero forman una guerrilla literaria muy pequeña frente a la apisonadora de los otros temas de moda que ocupan las mesa de novedades de las librerías, en las que sin embargo brilla María Sánchez. Reconozco en ella a una hermana de campo, “la madre de la voz en el oído”, nombrando el enorme esfuerzo de generaciones y la refinada cultura que hay detrás de tantas cosas pequeñas e importantes: un higo, unas aceitunas, un alcornoque, un puñado de orégano, unas patatas, un pedazo de pan, el cariño de los tuyos, la historia de todas las que, teniendo voz, no fueron escuchadas, no salieron nunca como protagonistas verdaderas de nuestra Historia en mayúsculas, ni de las historias que quedan en los libros. Me siento como todos los huidos, las huidas, que luego hemos vuelto a escuchar a nuestras madres, a nuestras abuelas y a todas esas voces que también somos nosotros y dejan rastro en la tierra si sabes leer la Tierra. Me llevé su libro a Laponia y lo terminé en el viaje de vuelta, mientras el sol, que durante ocho días nunca se ocultó, se escondía por fin en el sur. He saboreado despacio Tierra de mujeres, orgulloso de María, como si fuera algo mío, de mi tribu, de mi pueblo, de mi comarca, de mis ríos, de mi dehesa, de mi familia. Me gustaría que leyeran el libro muchos urbanícolas, de esos que se acercan al campo como a un parque de atracciones, un decorado entretenido o un lugar exótico. No me olvido de Andrés Trapiello y Jorge Riechmann: cada cual a su estilo y desde su lugar, también han considerado a “la naturaleza” una protagonista fundamental de sus textos. En los diarios de Trapiello o el la obra militante o poética de Riechmann hay tanto o más nature writing, en belleza y altura literaria, como en la obra de los aquí citados.
Tampoco puedo dejar de nombrar al inventor de la españolización del anglicismo nature writing como liternatura, Gabi Martínez. Tengo Un cambio de verdad, las andanzas de un aprendiz de pastor por la Siberia extremeña, un libro que da cuarenta mil vueltas al afamado Sylvain Tesson. También tengo en mi biblioteca, recién leído, Lagarta, un paseo por las geografías naturales y humanas donde sobrevive el urogallo, el lagarto gigante de El Hierro, el lince ibérico, el desmán del Pirineo o la ballena vasca. Seguro que aquí me he olvidado de otros muchos escritores españoles de liternatura que, poco a poco, están saliendo de las oscuras cuevas de la ciencia gracias a editoriales como Errata Naturae, Turner, Capitán Swing, Volcano, Debate o Pepitas de Calabaza. Pero dejo al lector, a su curiosidad, que indague, busque, descubra y lea, ya que todos los citados, antes y después, no han sido nunca lecturas sistemáticas, sino hallazgos azarosos, casuales y caóticos propios de un lector picaflor al que le gustan los escritores y escritoras que se atraven a salir al campo, hasta a vivir en él, y contarlo.
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[1] Tocqueville, Alexis de, Quince días en las soledades Americanas, Madrid, Barataria, 2005.
[2] Fenimore Cooper, Susan, Diario Rural, Logroño, Pepitas de Calabaza, 2018.
[3] Thoreau, Henry David, Walden, Madrid, Cátedra, 2007. En el otro confín del mundo y en el siglo XII un japonés ya había propuesto su Walden particular. No Chomei, Kamo, Pensamientos desde mi cabaña, Madrid, Errata Naturae, 2020.
[4] Fuller, Margaret, Verano en los lagos, Madrid, La Línea del Horizonte, 2017.
[5] Muir, John, Cuaderno de montaña, Madrid, Volcano, 2018. El “juanito manzanas”, el Diógenes escocés que salvó del hacha de los colonos los campos y montañas de Yosemite y embaucó al presidente Theodore Roosevelt para que pusiera a salvo con leyes y compras estatales gran parte de la américa salvaje.
[6] Ya hemos hablado de la maravilla del libro de Reclús: El arroyo, que participa de la belleza que también hay en Fuller y Fenimore.
[7] Akira Kurosawa tenía ya los 65 años cuando dirigió “Dersu Uzala”. Arseniev, Vladimir K., Dersu Uzala, Madrid, Debolsillo 2016.
[8] Dillard, Annie, Una temporada de Tinker Creek, Madrid, Errata Naturae, 2017.
[9] Abbey Edward, El solitario en el desierto, Madrid, Capitán Swing, 2016.
[10] Fromm, Pere, Indian Creek, Madrid, Errata Naturae, 2017.
[11] Powers, Richard, El Clamor de los bosques, Madrid, Alianza, 2018.
[12] Fiennes, Willian, Los gansos de las nieves, Madrid, Errata Naturae, 2017.
[13] Peacock, Doug, Mis años Grizzly, Madrid, Errata Naturae, 2017.
[14] Leopold, Aldo, Un año en Sand Country, Madrid, Errata Naturae, 2017.
[15] Wilson, Mike, Leñador, Madrid, Errata Naturae, 2017.
[16] Snyder, Gary, La práctica de lo salvaje, Madrid, Varasek Editores, 2017. Vann, David, Sukkwan Island, Barcelona, Alfabia, 2010.
[17] A la vista de las referencias, es obvio que Errata Naturae es la que ha liderado esta ¿moda? editorial a la que se han sumado ya muchas otras, como abejas a la miel.
[18] Austin, Mary, La Tierra de la lluvia escasa, Madrid, Volcano, 2020.
[19] Krakauer, J. Hacia rutas salvajes, Santiago, Ediciones B, 2007.
[20] Matthiessen, Peter, El leopardo de las nieves, Madrid, Siruela, 2018
[21] Corbett, Jim, Mi vida, A Coruña, Ediciones del Viento, 2018.
[22] London, Jack, Cuentos Completos, Madrid, Reino de Cordelia, 2017.
[23] Fisher, Vardis, El Trampero, Madrid, Valdemar, 2019.
[24] Curwood, James Oliver, El rey oso, Madrid, Barataria, 2013.
[25] Un caso a parte es el viajero, escritor y pintor Geoge Catlin que vagabundeó a lo largo de los ríos Arkansas, Red, Misisipi, Musuri y St Louis, y luego, por el resto de Norteamérica, Centroamérica y Sudamérica pintando la vida de los pueblos nativos que apenas habían tenido contacto con los europeos, realizando más de 500 retratos, coleccionado sus objetos, anotando sus costumbres y admirando una forma de vida que dio sentido de la suya. Catlin, Geoge, Vida entre los indios, Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, 2017.
[26] López, Barry, Sueños Árticos, Madrid, Capitán Swing, 2017.
[27] Diebtisch Peary, Josephine, Diario ártico. Un año entre los hielos y los inuit, Madrid, La Línea del Horizonte, 2019.
[28] Hoare, Philip, Leviatán o la ballena, Barcelona, Ático de los libros, 2010. Hoare, Philip, El alma del mar, Barcelona, Ático de los libros, 2018. Hoare, Philip, El mar interior, Barcelona, Ático de los libros, 2016.
[29] Baker, J.A., El peregrino, Madrid, Sigilo, 2016
[30] Helen nos cuenta cómo supera la pérdida y la depresión gracias al adiestramiento de su azor. Su estilo es original, intimista e intenso. Macdonald, Helen, H de Halcón, Madrid, Ático de los libros, 2018.
[31] Maeterlinck, Maurice, La vida de las hormigas, Madrid, Ariel, 2019
[32] Balcombe, Jonathan, El ingenio de los peces, Madrid, Ariel, 2019.
[33] Shubin, Neil, Tu pez interior, Madrid, Capitán Swing, 2017.
[34] Davis, Wade, El río, Valencia, Pre-Textos, 2005.
[35] Haskell, David G., En un metro de bosque, Madrid, Turner, 2012. Haskell, David G., las canciones de los árboles, Madrid, Turner, 2017.
[36] Tompkins, Peter & Bird, Christopher, La vida secreta de las plantas, Madrid, Capitán Swing, 2016.
[37] Magdalena, Carlos, El Mesías de las plantas, Madrid, Debate, 2018.
[38] Chamovitz, Daniel, Lo que saben las plantas , Madrid, Ariel, 2019.
[39] Blanco, Emilio, Etnobotánica abulense. Las plantas en la cultura tradicional de Ávila, Ávila, Jolube C. Botánico y Editor, 2015.
[40] Beruete, Santiago, Verdolatría, La naturaleza nos enseña a ser humanos. Madrid, Turner, 2018. Hope es una geobióloga que nos ha regalado este ensayo escrito en primera persona para incitarnos a amar a las plantas. Jahren Hope, La memoria secreta de las hojas, una historia de árboles, ciencia y amor, Madrid, Paidós, 2018. David Jara nos muestra cómo las plantas interaccionan entre ellas y con un entorno siempre, su comportamiento como seres vivos es tan sofisticado y cambiante como el de un mamífero o un insecto. Gracias a eso son las “reinas” auténticas de nuestro planeta Tierra Jara, David, El reino Ignorado, Madrid, Ariel, 2018.
[41] Zimmer, Carl, Parásitos, el extraño mundo de las criaturas más peligrosas de la naturaleza, Madrid, Capitán Swing, 2016.
[42] Los vegetarianos, tal vez desconozcan que los productos que se utilizan para cultivar las verduras aniquilan a millones de insectos. También aniquilan miles de seres vivos los parabrisas de nuestros coches. Para amarlos, siquiera un poquito, u odiarlos definitivamente: Sistach, Xavier, Historia de las moscas y de los mosquitos y su influencia en el devenir de la humanidad, Barcelona, Arpa, 2018. Winegard, Timothy C., El mosquito, una historia de la lucha de la humanidad contra su depredador más letal, Barcelona, Ediciones B, 2019
[43] Jay Gould, Stephen, La montaña de almejas de Leonardo, Madrid, Crítica, 2016.
[44] De todo esto habla: Thompson, Ken, ¿De dónde son los camellos? Creencias y verdades sobre especies invasoras, Madrid, Alianza, 2016.
[45] Wilson, Edward O., Medio Planeta, La lucha por las tierras salvajes en la era de la sexta extinción, Madrid, Errata Naturae, 2017.
[46] Sistach, Xavier, Pasión por los insectos, Ilustradoras, aventureras y entomólogas, Madrid, Turner, 2019.
[48] Quammen, Davil, El árbol enmarañado de la vida, Barcelona, Debate, 2019.
[49] Austin, Mary, La Tierra de la lluvia escasa, Madrid, Volcano, 2020.
[50] Un caso raro es el del olvidado naturalista y dibujante de naturaleza Ángel Cabrera cuya vida se cuenta en Aguado López, Ángel, Patagonia, A Coruña, Ediciones del Viento, 2019. Fue un excelente divulgador y escritor de naturaleza a principios del siglo XX, sus dibujos ilustran la mayoría de los mejores libros de fauna que se publicaron en ese tiempo.
[51] Rodríguez de la Fuente, Odile, Félix. Un hombre en la tierra, Barcelona, Geoplaneta,2020.
[52] Josefina tiene una prosa poética preciosa y emocionante. Esta pionera de la investigación Antártica a la que tanto debemos debería ser más leída y conocida fuera de los círculos de los fanáticos de los hielos. Castellví, Josefina, Yo he vivido en la Antártida: los primeros españoles en el continente blanco, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2009.
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